Elliot
Ambos se miraron fijamente a los ojos hasta que Elliot decidió volver a besarla. Dulce al principio sobre sus labios, comenzó a moverlos con un ansia contenida durante años antes de dejarse llevar por la pasión que aturdía su mente. Layla alzó sus brazos hasta el cuello de Elliot y con una mano acarició su nuca y su cabello. Podía sentir como se tensaba ante su tacto, sin apartar los labios de los suyos.
Al contrario de lo que pudiera haber considerado como una pequeña conversación. Aquello se alejaba totalmente de la realidad y la confundía. Incluso cuando Elliot la tumbó sobre la cama y empezó a darle suaves besos en el cuello. Las miles de sensaciones que hacían fuerza sobre Layla, la incitaban a agarrarle el cabello con fuerza y acercarlo lo más posible a ella.
Quería más, quería todo de él.
-Elly…
Elliot frenó de golpe y se separó de ella como si de repente, su piel le quemara. Layla observó cómo se sentaba a un lado de la cama mientras ella seguía ahí, tumbada, mirándolo con incertidumbre. ¿Había hecho algo mal?
-Lo siento -se disculpó.
-¿Elliot?
Layla arqueó una de sus delicadas cejas a esperas de que algo más que una simple disculpa brotara de los labios del joven. Sin embargo, las explicaciones no parecían ser su punto fuerte, pues, sin mirarla, se levantó y salió de su habitación. Dejándola completamente sola en su cama.
Eso la ofendió.
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23 de marzo de 1885
Layla
Los días siguientes, Elliot evitaba a Layla cada vez que podía. Las comidas se habían vuelto aún más incómodas y los silencios, más constantes. Ya ni siquiera se sentía cómoda cuando salía al jardín a pesar de ser el único lugar dónde sabía que no podía verlo.
El beso que Elliot había golpeado su corazón. La había dejado deseosa de más, pero él había huido de ella y la había confundido. ¿La quería o la odiaba? Y si la odiaba, ¿por qué la había besado una segunda vez? Todo sobre él la volvía loca. No podía comprenderlo. Ni a él. Ni a su forma de pensar.
Respiró el aire del jardín antes de observar con detenimiento como una mariposa se acercaba volando. Las flores habían comenzado a salir y todo se llenaba de color poco a poco, dejando a un lado lo que anteriormente había sido el invierno y el frío constante. La primavera estaba llegando.
Estuvo tentada a buscar un rincón donde acoplarse y ponerse a dormir. El viento acariciaba suavemente su rostro y su cabello rojizo danzaba alegremente con este. Usualmente lo llevaba recogido, pero Elliot había ocupado tanto en sus pensamientos que se había olvidado de hacerlo.
Layla caminó hacia un árbol que había llamado su atención. Era un viejo manzano que desde hacía años había dejado de dar frutos. Incluso cuando era pequeña y venía de visita, este ya no proveía de dicha fruta, por lo que podía deducir de que debía de ser bastante antiguo. Cuando llegó, los recuerdos vinieron a su mente. Ese había sido el árbol donde había jugado con Elliot y con su primo Gabriel cuando eran niños. Juntos, compartieron muchas aventuras.
Demasiados momentos que ya no se repetirán, pensó Layla.
Inconscientemente, se acercó a él y se dejó caer a un lado. Meses atrás, jamás habría cruzado por su cabeza que se vería en esa situación. Que todo cambiaría y que comenzarían cosas nuevas en su vida. Removiendo a su vez, viejas historias del pasado. Apartó un mechón de su rostro sin apartar la mirada de aquel árbol. Con aire reflexivo, contempló una vez más el paisaje que adoptaba poco a poco un color más vivo. Todo en ella era un caos y no podía evitar sentirse sola.
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Elliot
Aquella mañana se había levantado con un pesado dolor de cabeza. No comprendía de donde había sacado la brillante idea de besar a Layla, pero ahora no podía dejar de recrear aquel momento en su cabeza, una y otra vez. Por si fuera poco, no podía verla a los ojos y, muchos menos, hablarle sin sentirse culpable. Había robado su primer beso y antes de eso se había atrevido a insultarla y a tratarla como si fuera un trapo.
Sus labios, sus caricias y su sabor lo habían perseguido y torturado desde entonces.
Durante el desayuno, Elliot intentó ignorarla lo mejor que pudo al igual que los días anteriores, pero cada vez se le hacía más difícil hacerlo. Con los días, Layla se había vuelto aún más hermosa a sus ojos. Su cabello rojo como el atardecer, que siempre había amado, había estado suelto y se sentía tentado a tocarlo; a pasar sus dedos entre las hebras suaves y seguir su forma. Nuevamente despachó esa idea, había perdido la cuenta de las veces que se había golpeado mentalmente por pensar eso.
Ellos no eran nada y ella lo odiaba. Estaba seguro de eso. No le había vuelto a hablar desde el beso. ¡Por no decir que se lo había robado! Ni siquiera estaba seguro de que ella lo hubiera querido realmente, solo se había dejado llevar por sus impulsos y le había costado no llegar más lejos. Simplemente tenía que limitarse a mantener sus manos lejos de ella. Era lo menos que podía hacer por Layla.
Elliot se paseó de un lado a otro frente al escritorio en busca de una explicación que sirviera ante su conducta poco habitual. Sin embargo, darle más vueltas solo le servía para alejarse más de lo que en inicio había sido un intento de justificación. En realidad, no tenía nada que acotar de todo aquello. Tanto el simple hecho de haber ido a verla, como el de haber tomado acción sin su consentimiento, habían sido frutos de una negligencia que seguro que se debía al cansancio.
Sí. Tenía que haber sido eso. Después de todo, no había conseguido dormir adecuadamente desde que la señorita Layla había aparecido en su casa. Con esa nueva idea en la cabeza, decidió salir de su despacho e ir a dar un paseo. No podía concentrarse. Toda su mente estaba llena de ella y sabía que no conseguiría sacarla de ahí tan fácilmente, pero tampoco quería hacerlo. Quería seguir recordando aquel beso durante mucho tiempo.
Sonrió con un deje de sarcasmo. Se sentía como un adolescente que acababa de descubrir su primer flechazo. Sin embargo, él sabía que lo que sentía, no era un simple flechazo como lo había llamado. Estaba seguro de que lo que él sentía era solo un deseo carnal derivado de la belleza de la joven.
Llevado por un impulso, salió al jardín y caminó hacia el viejo árbol en el que había pasado tan buenos ratos durante su infancia. El fresco viento era como un suspiro de alivio que lo ayudaba a poner en orden sus ideas. A lo lejos, pudo ver a Layla apoyada sobre el tronco del manzano. Parecía dormida y serena. Sin poder contener la curiosidad, se acercó hacia ella llevado por el anhelo.
Elliot se quedó de pie frente a Layla, contemplándola fijamente. Estaba completamente dormida. Su cabello danzaba suavemente con el viento y le acariciaba las mejillas. Se sintió tentado a arrodillarse frente a ella para quitarle un mechón de la cara. Lo hizo. El ligero roce con sus dedos hizo que se estremeciera, sin embargo, no apartó la mano. Sus pestañas eran negras y largas, nunca se había dado cuenta de lo negras que eran. Su nariz era pequeña y su cara algo redondeada. Sus labios se encontraban entreabiertos y eso le recordó al beso otra vez.
Sin pensárselo dos veces, volvió a besarla.
****
Elliot sabía que no se había metido en un camino completamente llano cuando se marchó de allí. Sino que había entrado de golpe en un foso lleno de complicaciones desde que había decidido besarla y dejarse llevar por el deseo de poseerla.
Aquel beso bajo el árbol lo había confundido. Era incapaz de identificar lo que sentía y eso lo fastidiaba aún más. Se había aprovechado de ella mientras dormía. Había actuado a escondidas a pesar de haberse concienciado fuertemente de que no quería saber nada de ella. Y, aun así, había vuelto a actuar sin pensar. ¿Es que acaso había perdido ya todo rastro de raciocinio?
No podía evitar sentirse como un idiota. Había superado con creces las estupideces de las que tanto se jactaban sus amigos y eso no podía perdonárselo a sí mismo. No era propio de un caballero. Aunque, a fin de cuentas, quizá nunca hubiera sido uno. Aquello no estaba siendo propio de él.
En su cabeza revoloteaban una y otra vez los acontecimientos pasados al lado de aquella joven de ojos verde oliva y cabellos rojos como el fuego. Justo como una ninfa de los bosques, pensó. Creía recordar que una vez mencionó que tenía ascendencia irlandesa, pero aquello había sido hacía tanto tiempo que ya no estaba seguro de recordarlo con claridad.
Si tan solo tuviera a alguien para hacerse cargo de ella, él no tendría por qué sufrir ningún dolor de cabeza a su costa. Porque eso era ella: una auténtica dolencia que amenazaba la tranquilidad de su hogar. Tenía que hacer algo antes de que fuera demasiado tarde. Deshacerse de ella. Casarla con alguien que estuviera interesado en una jovencita sin herencia y con solo un título a su nombre.
Con una sonrisa, Elliot se levantó de un salto del sillón que se encontraba en su despacho y se dirigió hacia su escritorio. Tenía que repasar cada uno de los nombres de los hombres solteros interesados en una jovencita casadera que había debutado hacía unas semanas. Estaba seguro de que le costaría encontrar a alguien que no hubiera escuchado sobre lo sucedido en el hogar de los Sallow, pero con un poco de suerte, habría alguien lo suficientemente estúpido como para aceptarla en matrimonio sin tener en cuenta aquella historia.
25 de marzo de 1885
Elliot se removió en la cama, inquieto. No podía dejar de pensar en las posibles parejas para Layla. Ninguno le parecía lo suficientemente bueno para ella. Todos tenían algún defecto que, al instante, le hacía descartarlos de la lista de pretendientes. Aquellos hombres o eran demasiado robustos, o demasiado enclenques. Layla no podía estar con ninguno de ellos. Ella era dulce, pequeña e inteligente. E indomable.
Elliot sonrió. Layla les daría un infierno a aquellos hombres. Sintió el deseo de abrazarla. No se había percatado de que había salido de su habitación hasta que se vio descalzo, en medio del pasillo, caminando hacia la habitación de Layla. Algo en su cabeza le decía que aquello estaba siendo una locura. Ni qué decir de que hacía tan solo unos días se había propuesto a buscarle un marido. Sin embargo, ahí estaba, caminando hacía su dormitorio como una sombra en la noche.
A lo lejos, vislumbró como una pequeña luz se aparecía en la más absoluta oscuridad. La luz procedía de la habitación de Layla, cuya puerta estaba abierta. Sintió como el aire se le entrecortaba y como el corazón le latía con fuerza. Aquello no estaba bien. Y menos en plena noche. Solo le faltaba que con su mala suerte algún sirviente lo viera frente a la puerta de una jovencita virginal como si fuera un degenerado. Aunque tampoco es que el fuera mucho mayor que ella, después de todo, solo le sacaba dos años.
No obstante, no era excusa. Si realmente se consideraba un caballero, debía alejarse de allí lo antes posible. Antes de que alguien lo pillara. Un pequeño sonido del interior de la estancia lo sacó completamente de sus pensamientos. Guardó silencio, deseando no emitir ningún sonido. Falsa alarma.
Elliot miró la puerta. Ahora era cuando debía dar media vuelta y regresar a su habitación. Llevado por la curiosidad, se acercó e introdujo la cabeza a un lado. Podía ver la silueta de Layla tumbada de lado en la cama. A pesar de que estaba la luz encendida, su cuerpo permanecía tumbado, con las sábanas hasta arriba. Se acercó pensando encontrarla despierta, pero en cambio se la encontró dormida. Su respiración lenta le hizo preguntarse si realmente había estado despierta hasta hacía poco o llevaba así mucho tiempo.
Contempló su rostro dormido un poco más. Apenas podía ver mucho, pero podía imaginarlo claramente tal y como lo había visto aquella tarde junto al árbol. Sereno y apacible. Tragó. Maldecía aquella tarde a más no poder. Se recriminaba por semejante falta de compostura, pero no podía dejar de pensar lo mucho que le había gustado sentir el roce de sus labios… y lo mucho que le gustaría volver a probarlos.
Sonrió amargamente. Se estaba volviendo loco.
Desde entonces, había ansiado besarla más que antes. Deseaba abrazarla y sumirla por completo al placer que podían proveerse ambos cuerpos sumidos en la calidez de las sábanas. Escondidos de todo el mundo. De solo pensar como se sentiría tener sus dulces piernas alrededor de sus caderas, una nueva bandera se alzaba.
Deseaba acariciar su cabello rojizo, estirar suavemente sus rizos y ver como regresaban a su estado original, al igual que cuando eran niños. Ya desde entonces había sabido que la amaba, claro que lo sabía. Y también había sabido que sería difícil olvidarla.
Se había autoconvencido millones de veces de que ella no lo amaba y nunca lo haría, que su corazón pertenecía a otro, pero ahí estaba él: en la habitación de aquella chica que lo había traído loco innumerables veces, luchando entre si besarla o no como un adolescente.
Elliot apretó fuertemente los puños antes de coger aire y soltarlo muy lentamente de nuevo. Su cuerpo se había tensado. Apenas unos segundos antes, Layla se había situado boca arriba y ahora dormía plácidamente con la boca levemente abierta. Elliot miró sus labios.
Solo sería uno; un único beso.