Episodio 1
17 de marzo de 1885
Elliot
Elliot se recostó en el sofá y fijó la mirada en el techo.
Los recuerdos de su niñez lo asaltaban sin cesar, como una noria que giraba sin parar. No entendía qué los había desencadenado después de tanto tiempo, pero se habían instalado en su mente con fuerza. Incapaz de sacudírselos de encima.
Solo una palabra, un único nombre, bastaba para sumirlo en el caos: Layla.
Era el detonante que hacía que aquellos recuerdos resurgieran de sus cenizas y cobraran la vida. Al cerrar los ojos, podía ver sus ojos verde oliva, su cabello rojo como el fuego y sus mejillas sonrosadas.
Una sonrisa inconsciente se dibujó en su rostro.
Había tardado años en olvidar a aquella niña y, ahora, de repente, había vuelvo a cruzarse en su camino como una estrella fugaz en una noche estrellada.
Hacía dos días que había recibido la noticia de su abuelo. La señorita Layla Sallow vendría a su hogar y se quedaría una larga temporada con ellos. ¡Justo lo que necesitaba en aquel momento! Pensó con sarcasmo.
Cuando la vio, apenas había podido reconocerla. Su cabello, que durante su niñez había sido corto, ahora era mucho más largo. Había crecido, al igual que él, pero de una forma diferente y las formas de su cuerpo eran la evidencia de ello.
Él, nieto de un aristócrata, no estaba relacionado mediante la sangre con su abuelo. No obstante, había sido criado como un caballero, aprendiendo múltiples habilidades típicas de un hombre.
Ella, hija de un antiguo Lord, había sido criada como una dama, rodeada de lujos cómo la única hija de su casa, sin hermanos. Pero todo eso se había acabado. Su padre había fallecido y ella nunca volvería a vivir en el mismo hogar de su infancia.
Nunca volvería a verlo.
Cuando llegó a su casa, había estado sorprendido. Y más aún cuando supo lo ocurrido. La tristeza que le había producido saber la muerte de alguien a quien había tenido cariño durante su infancia, ejercía una gran presión sobre su pecho.
Desde aquel día no había vuelto a hablar más con ella, a pesar de vivir bajo el mismo techo. No sabía qué decirle, ni mucho menos, cómo actuar. Verla de nuevo no había entrado en sus planes después de nueve años. Y mucho menos, afrontar aquella gran noticia que había devastado a tantos en su hogar.
Elliot permanecía absorto en sus pensamientos cuando la puerta del despacho se abrió y alguien entró en la habitación. Por lo general, nadie se atrevía a molestarlo en aquel lugar. Lo había prohibido durante aquellos días en los que había necesitado relajarse en solitario.
Tampoco notó cuando aquella persona se sentó a su lado en el sofá, en el suelo.
—¿No se cansa de estar solo? —preguntó una voz femenina tan dulce que le erizó la piel.
Elliot se incorporó de golpe y se apartó, chocando con el respaldo del sofá. El corazón le latía con fuerza mientras su respiración intentaba volver a ser acompasada. No la había oído entrar.
—¿Qué hace usted aquí, señorita Sallow? —preguntó sorprendido y algo molesto. Nunca le habían gustado las sorpresas, pero lo que se preguntaba realmente era quién la había dejado entrar.
Ella hizo una mueca.
—Toqué antes de entrar, pero no me oyó —respondió mientras se ponía de pie y se arreglaba la falda—. Así que decidí entrar.
Elliot permaneció en silencio.
Acababa de decirle que había decidido entrar porque no la había escuchado. > había sido la palabra, pero en su cabeza se repetía una y otra vez que las cosas no eran así.
—¿Está vivo? —preguntó Layla inclinándose sobre él. En algún momento se había acercado demasiado.
Elliot la examinó con la mirada. Ella no debería estar ahí. Era indecoroso y sumamente inapropiado que una joven mujer en la edad de casarse estuviera en la misma habitación que un hombre soltero, sin un carabina a su alrededor.
—¿Qué hace aquí, señorita Sallow? —repitió necesitando poner distancia entre ellos. Se levantó del sofá. Un dolor punzante le molestó en la cabeza. Debía haberse golpeado durante el susto, pero apenas lo había notado hasta entonces.
—He venido a buscarle —respondió ella.
Elliot negó con la cabeza mientras se acercaba a ella. Fuera, la luz del sol brillaba con fuerza y el clima se veía cálido a pesar de ser invierno. Podía percibir el aroma de la lavanda desprenderse de ella. Lavanda y ¿puede que jazmín? No estaba seguro, pero no podía negar que era un aroma agradable.
—Quiero decir, ¿qué hace en esta casa? —volvió a preguntar lentamente en un susurro, ahora más incómodo.
Layla lo miró. No entendía qué quería decir y él sintió la necesidad de explicarse.
—Lord Allan me invitó a venir.
—No debería de estar aquí —replicó él—. Alguien como usted, que ha perdido sus bienes y su posición, no debería permanecer aquí.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Layla, herida. Nunca se habría esperado tales palabras de él. Tampoco entendía qué quería decir con que había perdido su posición puesto que seguía siendo la hija de un lord, aunque no pudiera reclamar su título. Lo único que la hacía distinta era que ya no tenía a su padre.
—Váyase de aquí. De esta casa —sentenció él.
Layla
No supo en qué momento echó a correr. Ni en qué momento había salido de la casa. Había corrido hacia los jardines con tanta rapidez que apenas podía respirar. Después de tantos años, nunca pensó volverlo a ver y, menos, en aquellas circunstancias. Elliot había cambiado. Ya no era aquel niño de diez años que recordaba y ella tampoco tenía ocho.
Las cosas se habían vuelto diferentes para ellos y él la había tratado como a una extraña. Aquello le había dolido. Nunca se imaginó que él podría ser tan frío con ella. Era como si fuera una persona completamente diferente y lo sintió como un puñal en el corazón.
Paró de correr cuando sintió que no podría dar un paso más si no descansaba. Había llegado a unos bancos del jardín rodeados de arbustos sin florecer y decidió que era el lugar perfecto para descansar.
Fuera, un viento travieso le acariciaba el cabello suavemente y le refrescaba las mejillas. Las palabras de Elliot habían sido hirientes. ¿Qué podía decir ella de todo lo que le estaba sucediendo? No era como si hubiera decidido de la noche a la mañana perder a lo único que le quedaba de su familia.
Cuando regresó a la mansión, nadie había parecido notar su ausencia. O mejor dicho, Elliot no había parecido notarlo. La cena se había sumido en un completo silencio, siendo únicamente roto por el sonido de los cubiertos que resonaban sobre los platos. Ni siquiera la había mirado en toda la noche. Era como si todos aquellos años que habían compartido durante su infancia se hubieran esfumado en apenas un segundo de su tiempo. El corazón se le encogía ante la indudable advertencia de que su actitud le imponía: ella ya no formaba parte de su vida.
Una pequeña parte de ella deseaba que aquello fuera una broma, propia del Elliot juguetón que había conocido alguna vez, no obstante, sabía que ni aunque lo hubieran enviado a la guerra y hubiera regresado de ella tres veces, aquello dejaría de ser la realidad.
—Layla, querida —la llamó Lord Allan, rompiendo el silencio y el hilo de sus pensamientos con ello—. ¿Te importaría ir a mi despacho después de la cena?
Layla asintió, consciente de que Elliot no apartaba los ojos de ella. Por algún motivo, esperaba que sus palabras se volvieran toscas y que se negara rotundamente a las palabras de su abuelo. Pero, en cambio, permanecía en silencio. Como si fuera un mueble más de la casa.
Respiró hondo y soltó el aire lentamente. Si aquella tenía que ser su nueva vida, prefería contraer matrimonio lo más pronto posible y hacer a un lado aquel comportamiento insolente de su parte.
Empezaba a sentirse enfadada, fastidiada, resentida... y un montón de sinónimos que podía haber encontrado para expresar lo angustiada que se sentía. Recorrió con la mirada el modesto salón del comedor antes de reparar por última vez en el joven de ojos azules que permanecía al otro lado de la mesa.
—¿Qué quería, Lord Allan? —preguntó Layla tras entrar tras él en el despacho.
—Puedes llamarme abuelo, como cuando eras niña. No me molesta —le dijo él. Ella asintió—. Me han informado de que saliste corriendo esta tarde de la estancia de Elliot —añadió con calma—. ¿Ha ocurrido algo?
Layla permaneció en silencio. No tenía idea de qué decir.
Si era sincera, posiblemente recibiría ayuda de él, pero también era posible que Elliot se enfadara y se alejara más de ella. Eso último era lo que menos quería.
Sonrió.
—Todo está bien —respondió conteniendo el aliento—. Simplemente tuvimos un desacuerdo, sin embargo, todo está bien ahora.
El viejo Allan la miró con escepticismo.
—¿Estás segura de ello, Layla? —preguntó con un poco más de tacto—. Sabes que eres como una nieta para mí y siempre seré alguien en quien podrás confiar.
—Sí, soy consciente de ello y se lo agradezco de corazón —respondió agradecida por sus palabras. Le devolvió la sonrisa con cariño—. Muchas gracias, abuelo.
Después de su conversación con Lord Allan, Layla salió de la habitación con el corazón oprimido. No le gustaba mentir. En realidad, nunca había sentido la necesidad de hacerlo. Pero en aquel momento, sentía que aquella era la única manera de estar un poco más cerca de Elliot. Se dirigió a su dormitorio con ese único pensamiento en la cabeza. La de volver a tener esa amistad que habían tenido durante su infancia.
Al llegar, Elliot le esperaba junto a la puerta, apoyado a un lado de la pared. Layla permaneció en silencio, esperando a que dijera algo.
—¿Qué te ha dicho el anciano? —espetó con un tono claramente molesto.
Layla frunció el ceño. Lo que en un momento habían sido deseos de reconciliarse, ahora se habían convertido en escalofríos que anunciaban que una tormenta se acercaba.
—Solo quería saber si me encontraba cómodamente en la casa —mintió. No lo lamentaba.
Elliot clavó su mirada helada sobre ella sin decir nada. Simplemente se acercó a su cuerpo, lentamente. Layla podía sentir el calor que emanaba de su cuerpo y como las mejillas le ardían. No entendía por qué se acercaba tanto, ni mucho menos lo que pensaba.
—No vuelvas a molestar al anciano —dijo finalmente—. Si necesitas a alguien, búscame a mí, pero a él no le molestes con alguno de tus problemas de niña consentida.
Layla abrió los ojos, sorprendida.
—¿Qué se supone que significa eso?
—Le digo, señorita Sallow —continuó más formal—, que no busque cumplir sus satisfacciones personales en un pobre anciano de buena fe.
Al principio, le costó comprender las palabras del joven. Cuando lo hizo, las mejillas de Layla se tiñeron de un rojizo intenso. Se sentía terriblemente ofendida.
—Eres un… ¡sois un malvado! —gritó molesta mientras le golpeaba la cara. Ella nunca se había considerado una persona violenta, en realidad, resultaba ser alguien bastante tranquila, pero si de algo iba a pecar era de no permitir que le faltaran el respeto.
Elliot permaneció en un silencio preocupante. Tanto, que Layla no sabía cómo respondería. Fue solo un segundo, un único movimiento con el que tiró de ella y la metió dentro de la habitación que habían acomodado para ella. La espalda de Layla chocó con la pared al tiempo que Elliot la acorralaba y acercaba su cara a la de ella.
—Escúchame bien —dijo con una voz que le provocaba escalofríos—. No vuelvas a hacer una cosa así, nunca más. ¿Queda claro? —preguntó.
Layla asintió como pudo. Su corazón latía como si hubiera saltado por un precipicio y una corriente de adrenalina lo bombeara tan rápido como una bala. Cuando Elliot se alejó, se dejó caer al suelo.
Su cuerpo temblaba ligeramente y le costaba respirar. Todo era un caos en su cabeza.
Lo último que supo de Elliot fue aquello.