Las últimas horas de vuelo fueron insoportables, no solo para el pobre bebé que iba inquieto entre los brazos de su madre, su padre también estaba de malhumor por el llanto de su hijo, las patadas que de vez en cuando le soltaba. Tanto así, que se cambió de asiento para acompañar a una hermosa pelinegra que estaba sentada dos asientos atrás, sola. —Tranquilo, ya casi llegamos, hermoso. ¿Te sientes bien? —Miró los ojos de su hijo, lucía cansado, pero no se dormía. Ella decidió cantarle, él adoraba una canción que ella solía cantarle en francés, más que nada en esas largas noches cuando estaba desvelado. Le cantaba, acariciando su cabeza y meciéndose en el asiento. Poco a poco, los ojos de Davide se fueron cerrando, hasta parecer que se dormía, pero su madre sabía que si se detenía él