Sí fue una fiesta

3116 Words
–Faltan dos horas. Solo dos horas para salir de esta farmacia. – Alternaba mi mirada entre mi cuaderno de dibujo y el reloj sobre el último estante de medicamentos. En ese momento, un hombre puso sobre el mostrador una bolsa con unos antibióticos y me dirigió una mirada nerviosa. –Son 25 dólares –dije revisando la bolsa sin mirarlo a los ojos. El hombre pagó la factura contando centavos y, agradeciendo con un gesto apresurado, salió de la tienda. No me gustaba siquiera observar a la gente que iba comprando medicamentos a la farmacia. Si lo hacía, terminaba imaginando todo tipo de situaciones dolorosas en las que, quizás, se encontraba quien necesitaba las medicinas. ¿Cómo podía decir que todos me eran ajenos cuando era yo quien se separaba del mundo para no sentir su dolor y añadirlo al mío? Para mi tranquilidad aquella tarde no había casi compradores en la farmacia rondando por los pasillos y revisando los estantes, porque todo el mundo iba a supermercados más grandes u ordenaban los medicamentos a través de internet. Nadie iba a la tienda de cualquier forma, por lo que mi trabajo de todos los días se resumía a pasar horas detrás del mostrador con mi cuaderno de dibujos terminando bocetos y contando los minutos para que se acabara mi turno. No había segundo turno para trabajar veinticuatro horas como se supone que lo haga una farmacia, por lo que la regularidad era que mi turno fuera de unas diez o doce horas, hasta ser relevado por Paul, el hijo menor del dueño, si era que no trabajaba horas extras porque necesitaba el dinero. Incluso con un salario de siete dólares la hora, era demasiado raro que no trabajara veintitrés horas al menos cuatro o cinco veces en la semana para pagar renta, comida, agua, electricidad y todo lo necesario… incluso un par de mis vicios. Justo en el momento que sonó la campanilla de la puerta de la tienda tras la salida del hombre, mi teléfono vibró con un mensaje de texto de Liam: “Cuan2 trmines d trabajar b a ksa d Sean. To2 vamos a star allí. No t olvids d lo d 100pre.” Liam tenía la manía de mandar mensajes a medias y con muy pocas letras. Casi siempre intercambiaba algunas sílabas por números o sustituía palabras enteras por cifras por lo, no voy a negar, era entretenido leer sus mensajes de texto. Yo era más conservador y se debía fundamentalmente a que mi inculcada pasión por la literatura no me dejaba escribir palabras a medias. A pesar de ser solo un año menor que yo, Liam parecía ser tan extraño a mí. Realmente no era cercano a todos los otros chicos, solo a Ronnie, detrás de quien iba como un niño pequeño seguía a su hermano mayor. En el fondo, tanto él como yo sabíamos que Liam no encajaba del todo en el grupo y que eventualmente él lo notaría. –Una hora y cuarenta y cinco minutos –susurré con un tono desesperado mirando el reloj. Todavía quedaba una hora y cuarenta y cinco minutos para las seis de la tarde; para poder reunirme con ellos y olvidarme de mis preocupaciones diarias, al menos por unos instantes. No podía. Era imposible. Sobretodo sabiendo que nos reuníamos por primera vez después del entierro de Jaime. Estaba ansioso y necesitaba hablar, pues hacía una semana desde mi discusión con Cass y solo si Ronnie me halaba las orejas, iba a comunicarme nuevamente con ella. Con un poco de desespero llamé al dueño de la farmacia y le inventé una historia lo suficientemente convincente como para excusarme del resto de mi turno y conseguir mi paga completa. Mi trabajo prendía de un hilo, pero poco me importaba perderlo y para el poco dinero que hacía, estaba mejor consiguiendo otro empleo lo más pronto posible. Cerca de las cinco de la tarde terminé el inventario y las finanzas y cerré la tienda. La ruta a la casa de Sean era una de las que más disfrutaba en el mundo. Me sentía liberado cada vez que caminaba, sumido en mis propios pensamientos, por calles inundadas de costosos taxis amarillos y aceras infectadas por el vapor de defectuosas tuberías tan antiguas como New York misma. Mientras caminaba, siempre necesitaba escuchar algo de música para sumergirme en su ritmo o las letras y olvidarme de las gentes, aunque, lo que más me gustaba de esa ciudad era que nadie nunca miraba a la cara en aquel mar de personas. Era refrescante la gran mayoría del tiempo y muy solitario en algunos puntuales días grises. Aún así, a veces sentía como si, por algún motivo, estuviera caminando contra la corriente, por lo que necesitaba la música para disuadirme del mundo real, físico, que se levantaba ante mis ojos. En mi camino regular, debía hacer dos paradas obligatorias antes de llegar a casa de Sean: la primera, en la licorería de poca monta del viejo Jack, donde siempre llevaba una botella de alcohol un poco pasado en agua y la segunda, en el metro de la intersección de la calle 46 con Bloosom Street. Era cierto que no era necesario tomar el metro para llegar a casa de los chicos pues solo quedaba a diez cuadras de mi trabajo y ¿qué son diez míseras cuadras en New York para un joven sin un centavo? Solo lo hacía para “encontrarme” con aquella chica de ojos turquesa que siempre se bajaba en aquella intersección. No la conocía. No la había visto en otro lugar que no fuera el metro y no me atrevía a hablar con ella. Se me había ocurrido ver dónde trabajaba y aparecer como un cliente más, pero luego caía en cuenta de lo trastornada que sonaba esa idea de ser su acosador y se me pasaba. Solo la miraba de lejos, entre las gentes y, solo a mis ojos, era maravillosa. Ella tenía el cabello largo a mediados de la espalda, blanco casi en su totalidad: unos pocos dedos de una raíz dorada y las puntas eran a veces de color rosa, otras, de color azul, pero siempre lo llevaba suelto y ondeado. Sus ojos eran de un color indescriptible para mí. Posteriormente decidí llamar turquesa al tono de su iris pues ningún color siquiera se asemejaba al de aquellos expresivos ojos que casi siempre llevaba escondidos detrás de unos anchos lentes de armaduras de acrílico n***o. Su vestir era modesto pero llamaba la atención de cualquiera. Aquellas sayas de denin roto, las camisas blancas sueltas que llevaba en los más calurosos días eran complementadas por botas rudas y medias de tul graciosas a la vista. En días fríos, los abrigos baige y las medias altas negras no podían faltar con una peculiar bolchevique a cuadros. Ella era única, y su singularidad residía en que, a diferencia de todos los demás que se quedaban pegados a sus teléfonos mientras esperaban el metro, ella abría un libro en medio de la estación desafiando todas las miradas de los apegados a la tecnología. Aquella tarde no la había visto; quizás no tenía que trabajar, pero igual la recordaba a la perfección, por lo que decidí imaginar como tantas otras veces, que fuera ella entre todas las personas la encargada de desterrar las preocupaciones de mi alma y lograra apaciguar esta soledad mía que nadie comprendía del todo, incluso yo. Finalmente, luego de unos minutos congelándome en uno de los bancos de la parada, el metro apareció solo con unos pocos pasajeros para mi comodidad. Al entrar, tomé asiento y al levantar el rostro, al otro lado de la puerta que se cerraba, vi a un chico exactamente igual a Jaime. Tuve que mirar tres veces para cerciorarme de que mis ojos estuvieran en lo cierto. La primera vez, era claramente Jaime, pero al pestañear, se convirtió en otra cosa; un ser de alas negras con un rostro muy parecido al suyo, y a la tercera vez solo desapareció mientras el tren comenzaba a alejarse de la estación. –¡Necesitas calmarte, Vincent Harper! –me dije a mí mismo escondiendo mi rostro entre mis manos, y destapando una de las botellas que llevaba dentro de un arrugado papel de cartón, tomé un largo sorbo que bajó raspando toda mi garganta. Mi mente no se despegó de la tan perturbadora imagen en todo el camino, pero para mi suerte, en unos cortos minutos ya estaba en las afueras del edificio de Sean y sentía como si cayera de lleno en el mundo real, como el que recién despierta del más vívido de los sueños. El muchacho vivía en lo que alguna vez fue el desván del primer piso y era algo así como un almacén que el propietario del lugar quiso amueblar pobremente para rentarlo a cualquiera cuyo sueldo fuera tan bajo como el lugar de su piso en el edificio. De hecho, el apartamento estaba tan abajo en la antigua construcción, que la entrada era una puerta bastante pequeña detrás de las escaleras principales y, luego, se hacía necesario bajar otro par de escaleras para llegar, finalmente a la puerta del piso de Sean. Las palabras “piso” o “apartamento” le quedaban bastante grandes a aquel sitio. Solo eran siete metros cuadrados de piso con techo y cuatro paredes con una cocina improvisada y un sofá de vinil barato, perfecto para dormir después de una resaca. El apartamento también tenía un par de butacas, una vieja mesa de villar sobre la cual comíamos más de lo que jugábamos y en el baño lo único rescatable era una tina que Sean intentó arreglar y que no aguantaba más de una hora sin que se le filtrara el agua. –Te demoraste mucho –me riñó Ronnie al abrirme la puerta del apartamento y, estrujándome el pelo, me quitó la botella de las manos. –¡Nah! Solo lo usual –respondí con un gesto cansado dejando el abrigo congelado sobre una mesa y luego de saludar a todos los chicos, me dejé caer sobre una de las butacas de lo que figuraba como la sala del apartamento. –¡No se vale! ¡No se puede desperdiciar dinero delante de los mendigos! –exclamó Ed y escondió su cara, casi automáticamente, dentro de su jarra de café. Por supuesto, Ed tampoco podía beber, y mucho menos en aquellos días tan próximos al suicidio de Jaime, pues el doctor le había recetado un coctel de antidepresivos que no se atrevió a mezclar con alcohol, solo por esa vez en particular. –Toma –me dijo Sean alcanzándome un vaso casi llenó del barato ron. El chico ya se había tomado uno completo en cuestiones de segundos e iba por el segundo–. Ahórralo –me dijo sentándose en el sujeta brazos de la otra butaca donde estaba Ed un poco mareado. La música que sonaba en el viejo estéreo de Ed casi ni se escuchaba donde nosotros estábamos. Pude descifrar algunas melodías de lo que parecía ser Give Me Love, pero segundos después perdí el ritmo. Eso era inusual en nosotros. Regularmente poníamos Rock N´ Roll a todo volumen y, si por casualidad, había pasado demasiado tiempo sin que fuéramos a una discoteca decente, pues entonces hacíamos retumbar el edificio con un poco de música electrónica bien pesada. Aquel día, sin embargo, solo Bastille, Sheeran, y unos de los más depresivos temas de Amy nos acompañaban; todo gracias a que Sean había sido el encargado de la lista de reproducción. Todos estábamos en silencio, aislados en nuestros pensamientos, aunque efectivamente, estábamos juntos en la misma habitación. Nunca nos había sucedido algo así antes. Liam estaba intranquilo, recostado en el sofá mirando alternadamente a cada uno de nosotros, como esperando que alguno dijera algo que rompiera aquel silencio, pero todos teníamos la mirada perdida en aquel asiento del sofá donde Jaime solía sentarse siempre. Sean se bebía los vasos de ron como si fueran agua y acariciaba el cabello rojo ensortijado de Ed mientras el chico se acomodaba en la butaca y cerraba los ojos. Fue entonces cuando me di cuenta de lo terriblemente pálido y flacucho que estaba el pelirrojo. Sus labios no eran más que dos hilillos tensados en su rostro sin color alguno y bajo sus ojos, unas preocupantes ojeras azules hundidas en un mar de pecas naranjas, lo convertían en una visión fantasmagórica. –Estamos perdiendo calidad con los años –dijo Ronnie tirándose en el espacio donde Jaime solía sentarse, solo para disipar los melancólicos recuerdos de nuestras mentes y, alternadamente entre un buche de alcohol y una larga bocanada de cigarro, murmuró luego de un largo silencio–. Se están volviendo aburridas nuestras fiestas –terminó saliéndose del asiento casi de inmediato. Todavía era muy pronto. Ninguno de nosotros debía estar allí. –Dije que este no era el mejor momento para hacer una fiesta –habló Sean con su mejor tono de sabiondo bebiéndose casi todo lo que le quedaba del ron en su vaso. El chico no era para nada un buen bebedor, por lo que dentro de poco estaría cantando, llorando, o haciendo cualquier cosa que su borrachera le diera por hacer, pero que seguramente incomodaría a todos. Sus intentos de llamar la atención y su debilidad para el drama eran sumamente molestos para mí, pero él tenía exactamente la misma opinión de mi persona, así que estábamos a mano la gran mayoría del tiempo. –¡Pero esto no es una fiesta –riño Ed irguiéndose en su butaca, aunque el sarcasmo inundaba sus palabras –! las fiestas son para celebrar algo… nosotros no estamos celebrando nada. – –¿Cómo que no –habló Sean estrepitosamente. Ya se notaba un poco borracho–? ¡Tal parece que estamos celebrando la “valiente” decisión de Jaime de irse de este mundo de mierda! ¡Brindemos a su salud –gritó levantando el vaso y botando parte de su contenido en el suelo. Al escucharse a sí mismo, dejó escapar una estrepitosa carcajada y se llevó una mano a la boca en completa sorpresa–! Joder, disculpa… ¿Qué salud si está muerto? – La ironía en su voz me molestó, como también lo hizo la indolencia de sus palabras. Pensé entonces que aquello, precisamente, era lo que yo había dicho la misma mañana del entierro de Jaime, pero se escuchaba muchísimo más doloroso de la boca de alguien más que de mí mismo. Había sido una muy mala idea reunirnos tan pronto luego de la muerte de Jaime, sobretodo, porque muchos de nosotros todavía atravesábamos alguna de las etapas del duelo, unos estábamos en el proceso de negación; otros por el de negociación y ninguno lograba aceptar verdaderamente la perdida. El entusiasmo que tenía desde el día anterior al saber que nos encontraríamos nuevamente se disipó tan pronto cuanto escuché a Sean hablar y fue entonces cuando comprendí algo que no había sido capaz de ver (o que no había querido ver) aquel día del entierro del chico: todo había cambiado para nosotros. Todo sería distinto a como había sido antes de la muerte de Jaime y aparentar que las cosas seguían igual que antes solo nos haría más daño. Ni siquiera nosotros éramos los mismos, y eso hacía que no nos divirtieran las mismas cosas, que no disfrutáramos escuchar la estrepitosa música todo volumen, o que no nos motivaran los más sencillos placeres, como sentarnos a beber y conversar como antes. Todo aquello, en última instancia, nos recordaba a Jaime. La más extraña pregunta rodó por mi mente: ¿Debíamos dejarlo ir o aferrarnos a él? –No he sido capaz de borrar el número de teléfono de Jaime de mi celular –hablé súbitamente sin despegar mis ojos del suelo. Por unos instantes, nadie dijo nada, sino que las miradas de todos se estancaron nuevamente en el asiento vacío de Jaime del que Ronnie se había movido tan pronto se sentó. Luego las dirigieron hacia mí, y muchas de ellas eran compasivas, lo sentía en mis sesos–. Traté –continué hablando–, el día después de su entierro intenté borrarlo, pero no pude. Entonces intenté buscar una foto suya en mi teléfono y no pude encontrar ninguna… ni siquiera tengo ninguna del grupo donde él aparezca, solo esta –dije sacando de mi cartera una foto del grupo donde él no estaba, pues había sido Jaime quien la había tomado–. Y tengo miedo de que finalmente terminemos olvidándolo, o que, cuando vea una foto de él, sea diferente al Jaime que yo recuerdo… Y lo más temo es que todos tomemos caminos diferentes y nos convirtamos en extraños con un amigo muerto en común –hablé apretando el vaso de plástico que tenía entre mis manos con tal fuerza al punto de casi romperlo. –Dos amigos muertos, dentro de poco –susurró Ed casi para que nadie lo escuchara, pero Sean escondió su rostro en su vaso y sorbió lo que quedaba en él. Era eso o que había empezado a sollozar ante las palabras de su novio. –Es lógico –dijo Liam desde el sofá–. Necesitamos encontrar formas de superar esto sin atormentarnos o terminar cada encuentro con un ataque de culpabilidad. – –Así que necesitamos más alcohol –comentó ocurrentemente Ed haciendo que todos nos volteáramos a mirarlo y algunos dejaran escapar unas sonrisas desconcertadas–. Seamos objetivos. Esa es la única manera de no darle más vueltas al asunto de Jaime –opinó tomando la botella que estaba bajo los pies de Sean y terminándose de tomar lo que le quedaba dentro, caminó hasta su cuarto donde se dejó caer sobre la cama y continuó hablando–. Y si nos lo tomamos con un par de antidepresivos, quizás podamos disfrutar lo que nos queda de juventud sin que terminemos lanzándonos todos al mar junto a Jaime. – –Estos primeros meses son los peores. Luego, dicen que el dolor se disipa un poco –dijo Liam. Yo lo miré incrédulo, pues el chico no tenía idea de lo que hablaba. Ronnie me dirigió una mirada lastimosa, solo para prevenirme de decir la verdad, pues era necesaria una mentira de consolación, aunque no fui yo quien la puso sobre la mesa; Ed interrumpió mis pensamientos y se apresuró a decir su verdad. –Ese tipo de dolor solo lo suprime el tiempo o el alcohol y no creo que a mí me quede mucho del primero. –
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