bc

La Teoría del Caos

book_age18+
123
FOLLOW
1K
READ
dark
badboy
drama
tragedy
bxg
bxb
bisexual
city
coming of age
self discover
like
intro-logo
Blurb

Jamie acaba de morir dejando a todos los que conoce en un caos total. Vince, uno de sus mejores amigos, comienza a perder el rumbo de su vida y a caer en una desesperación total luego del terrible suceso, lo cual provoca que sus peores instintos y sus más oscuros secretos salgan a la superficie. Sin embargo, no está solo, sino que el duelo lo experimenta junto a sus amigos: Ronnie, Ed, Sean y Liam.

En una lucha constante para sobrepasar las diferentes facetas de la soledad y depresión que cada uno de nuestros protagonistas sufre en su cotidianidad, los cinco jóvenes se apoyan mutuamente, así como se lastiman, en un intento de sobrepasar esa terrible experiencia, la cual se originó justo como la propia Teoría del Caos: con el mero aleteo de un mariposa al otro lado del mundo.

La Teoría del Caos les propone un drama juvenil que trata temas delicados a través de los ojos de un joven altamente trastornado por sus propios demonios internos, pero con una moraleja de encontrar lo positivo dentro de las más crudas adversidades y aprender de cada una de esas experiencias.

chap-preview
Free preview
Nosotros sin él.
–¡Apesta este día! Siento como si una docena de cuchillos se estuvieran clavando en mi estómago. ¡Odio este puto frío! –se quejó Ronnie llevándose una mano al rostro y secándose la nariz en el guante de grueso poliéster, mientras dirigía sus ojos amarillosos al mar debajo de él. Estaba fumándose el último cigarro de la cajetilla y solo eran las nueve de la mañana. Los veinte cigarrillos desaparecieron en menos de una hora, pues desde hacía una semana, Ronnie necesitaba dos cajetillas diarias, si quería mantener a raya sus nervios y el incesante temblor que se extendía por una de sus manos. Yo lo admiraba profundamente. Él era de esas personas que conoces una vez en la vida y solo si tienes suerte. Era cierto que, quizás, había tomado un montón de malas decisiones que le habían pasado factura (incluida su tronchada carrera universitaria) pero él era, indudablemente, la persona más inteligente que yo conocía. No había un solo tema de conversación, por muy aleatorio que fuese, sobre el cual el chico no tuviera una opinión bien argumentada. Lo sorprendente sobre ello era que Ronnie con muy poca frecuencia se documentaba sobre las noticias de los telediarios. Para él, todo lo que se transmitía en televisión era una mentira y una publicidad constante que recitaba solo aquello que nuestros oídos querían escuchar. Sin embargo, el chico de amigables ojos amarillosos disfrutaba leer todo libro que encontrara al alcance de su mano. Su apego por la literatura era enfermizo y no tardó en contagiarme con una buena dosis de él, por lo que no le era extraño a los otros que compartiéramos mucho más tiempo juntos, solo para discutir nuestros puntos de vista sobre diferentes escritores y obras. Sumado a esto, Ronnie era la única persona que conocía en su totalidad, ese verdadero Yo que me negaba a admitir y, aún así, aceptaba las faltas de mi difícil personalidad. –¿Me estás jodiendo? ¡Si tú te sientes así, imagínate cómo estoy yo! –habló Ed, quien estaba sentado junto a Ronnie solo para sentir el humo del cigarro batir contra su paliducho rostro. El chico de las pecas naranjas respingaba su nariz como para sumirse un poco de la nube blanca que se levantaba por los aires; como para imaginar que volvía a inspirar la nicotina que impregnaba la esotérica atmósfera. Ed había tenido que dejar de fumar desde que le diagnosticaron cáncer de pulmón, pero eso no significaba que algún que otro día se permitiera a sí mismo (y escondido de Sean, por supuesto) un par de cachadas de un cigarro. Según él, solo los dejaba para disfrutarlos en ocasiones estresantes, como fiestas, funerales, visitas de su madre, consultas con su doctor… aquella era su excusa perfecta para sucumbir a uno de sus tantos vicios, pues, después de todo, ¿quién le dice que no a un enfermo de cáncer? Aquella era su línea favorita y con frecuencia la aplicaba para que Sean se apiadara de él y se hiciera el de la vista gorda con alguna de las limitantes de su dieta y sus medicamentos. Sean era solo un par de años menor que Ed y podía ser calificado fácilmente como un perfecto espécimen de Adonis. Era de expresivos ojos verde y su cabello platinado cayendo por mechones lacios y desorganizados sobre su rostro era lo que más llamaba la atención de las mujeres, sobretodo de aquellas que eran mayores que él. Sin embargo, a él nunca le había interesado verdaderamente su sexo opuesto y lo corroboró un día, en el instituto, cuando conoció al chico de sobradas pecas naranjas en su lácteo rostro que ahora yacía acostado sobre sus piernas. Desde entonces estaban soportándose mutuamente y juntos habían decidido mudarse de Los Angeles a New York hacía casi tres años. Al principio de conocerme, pensaron que sería mejor para ellos ocultar su relación de mí. Creyeron que sería un tanto incómodo para un chico que no los conocía a plenitud saber de la naturaleza homosexual de su relación, pero nuestra amistad estaba muy por encima de la sexualidad de cualquiera de nosotros. Nuestra amistad, hasta el momento imbatible, se basaba en cuestiones mucho más profundas que compartir meros gustos triviales y experiencias sexuales, sino que el común denominador que actuaba como un pegamento difícil de diluir entre mis amigos y yo era un sentimiento abrumador de soledad en nuestro interior que muy pocos podían comprender o imaginar. Un sentimiento que provenía de un mundo oscuro y demasiado familiar a nosotros: un mundo que nos envolvía en su seno y nos había hecho suyo. El mundo del que hablo nos acogió porque no éramos bienvenidos en ningún otro lugar. No éramos ejemplares ciudadanos, ni buenos hijos, ni personas medianamente decentes ante la sociedad; sino que éramos todos, ante los acusadores ojos de los otros, bastardos, desviados sexuales, huérfanos o inadaptados incapaces de coexistir con otros seres que no compartieran nuestras creencias. Mis amigos y yo estábamos conscientes de que vivíamos en un continuo juego de Simon Says de los medios con las masas. Estábamos atrapados en una sociedad que nos había extirpado nuestros sueños bajo la premisa de centrarnos en nuestras metas a corto plazo. Al final, todos culpábamos a lo mismo: la sociedad y sus inasequibles normas; esas normas que carecían de sentido y valor alguno. No comprendíamos a esas gentes que ciegamente las seguían hasta la perdición de su verdadero ser (aunque realmente dudo que lo hubiesen descubierto en algún punto de su monótona existencia: una en donde solo trabajaban para comer y comían para trabajar). Aquellas gentes eran para mí muy parecidas a animales irracionales, solo que estos, en vez de tener el instinto natural de reproducirse para asegurar el mantenimiento de la especie, se cohibían, penalizaban y se avergonzaban de su propia realidad básica y se vanagloriaban de conductas tan poco reales como la impersonalidad de las r************* . Si lo único que nos distinguía como humanos; si aquello que nos hacía “superiores” a los roedores y los carroñeros era nuestro libre albedrío, ¿por qué se empeñaba la sociedad en quitárnoslo? ¿Acaso no se nos dice que es nuestra virtud como seres humanos pensantes el tomar decisiones propias? Entonces…¿por qué tenemos que ser todos perfectos muñecos de colección, trazados por el mismo molde y con las mismas metas gastadas que eventualmente resultarán en una profunda crisis existencial? ¿Por qué, si elegimos un camino diferente al resto de las gentes, somos despreciados como basura? ¿Por qué, entonces, si no disfrutamos de los mismos placeres que la mayoría, somos tildados de fenómenos y si no tenemos las mismas convicciones que aquellas que la sociedad impone, somos etiquetados de anarquistas y echados a un lado? Esa línea de pensamiento en especial, hizo de mí una persona solitaria y eso fue, en última instancia, lo que nos unió a nosotros seis. La realidad de los de mente estrecha era envidiable para mí. Ellos tienen la habilidad de ser como los pescados. Quizás, con cerebros tan grandes como una nuez, pero su dicha reside en que ellos no conocen la verdadera soledad. Era triste para mí, pero reconfortante para ellos. Nadie debería conocer la absoluta soledad y nadie debería sufrir por saberse incapaz de encajar en una humanidad de pescados, pero en la búsqueda de querer ser algo más, comencé a saberme incapaz de sentir como el resto. Durante toda mi vida me asechó una soledad diferente de aquella de la que todos me hablaban. Era un sentimiento en mis entrañas que era imposible de suprimir o saciar. Ni en los más felices momentos de mi niñez pude separar de mí aquella soledad abrazadora que me hacía suyo y durante mi adolescencia, aquel vacío se intensificó en las noches en mi cama, poco importaba que tuviera o no cierta compañía placentera a mi lado. Únicamente esos cinco chicos comprendían la sensación de estar incompleto, y a diferencia de los otros que pasaron por mi vida, no intentaban rellenar el inconmensurable hoyo con mentiras piadosas o relaciones vacías, sino que solo se sentaban a mi lado y tiraban a la fogata todos sus sueños frustrados y admitían sinceramente toda la mierda que los llenaba; todos sus miedos, incluso los más insignificantes; sus errores y sus más estúpidas ilusiones. Eso los hacía mejores que quienes escudaban sus inseguridades detrás de vidrieras de mentiras y volátiles fracciones de indiferencia hacia una cruda realidad que nos azotaba a todos. Ellos comprendían lo que era sentirse prisioneros de sus propias palabras, sus propios pensamientos y sus turbios mundos internos. Todos estábamos conscientes de que cada una de aquellas cosas nos ahogaba dentro de las profundidades de nuestra soledad, de nuestro exilio, pero se sentía bien mantenerse alejados de rostros enmascarados cubiertos de sonrisas falsas. Conocí a estos cinco chicos por primera vez cuando recién terminaba de graduarme de la preparatoria mientras trabajaba como dependiente en una farmacia de uno de los tantos barrios bajos de Maspeth. Tal trabajo lo conseguí únicamente porque mi hermana conocía a los dueños del lugar. Por aquellos años, mi vida comenzaba a hacerse demasiado tediosa e insoportable para mí, por lo que en mi cabeza tenía una lista con varias formas de terminarla de una vez. Había varias razones fuertes y contundentes para hacerlo, (siempre las hay) pero la raíz de todos mis problemas era mi inadaptación a la realidad en la que vivía y mi incapacidad de conectar con las personas y comprender las irracionales decisiones de aquellos más cercanos a mí. Casualmente, Ronnie, Jaime y Liam compartían gran parte de estos problemas conmigo y, convenientemente, trabajaban en una gasolinera a pocas manzanas de la farmacia. Los vi por primera vez una tarde que fueron a comprar un frasco de lorazepam y otros medicamentos para Ed, quien recientemente había sido dado de alta en el hospital. A diferencia de las otras personas que comúnmente entraban en la tienda, los tres chicos se mostraron amables conmigo y el más joven, Liam, incluso mostró cierto interés en el cuaderno de dibujo que mantenía debajo del mostrador en el que terminaba mi más reciente caricatura del niño infeliz en el cuento Los que se alejan de Omelas. Los muchachos continuaron visitando la farmacia más a menudo al descubrir que yo compartía la gran mayoría de sus ideales y sueños, y por un momento me sorprendió la facilidad con la que logré integrarme en un grupo de chicos de mi edad. Al cabo de unas semanas terminé conociendo a Sean y a Ed; quedando así como el sexto m*****o permanente de lo que, a modo de broma, solíamos llamar La hermandad de los forajidos. Todos los chicos ya estaban en sus veinte, exceptuando a Liam, que era dos años menor que yo, y a mí mismo que en aquel tiempo tenía diecinueve años. Durante los años por venir fuimos un ancla emocional los unos para los otros y los momentos que compartimos juntos siempre iban cargados de risas, bromas internas, conversaciones sin sentido, teorías conspirativas, conferencias pseudo-psicológicas y alguna que otra charla motivacional de parte de Ed. La vieja camioneta de Jaime servía como vía de escape de la jodida realidad. Más de una vez fue nuestra habitación del pánico y el techo sobre la cabeza de quien no quisiera pasar la noche en su casa. Hablando desde la experiencia, pasé varias semanas viviendo en los asientos traseros de aquella camioneta antes de irme definitivamente de casa de mi hermana. Nuestro mejor escondite y búnker filosófico era un viejo centro de ocio que esperaba abandonado a unos veinticinco minutos al norte de la gran ciudad. Allí, dentro de la gran piscina completamente vacía, teníamos dos viejos sofás revestidos con unos sacos de algodón que Sean sacó de su trabajo en el muelle, rodeando una pila de madera seca y unos galones de gasolina que utilizábamos para hacer una fogata en aquellos días en los que solo queríamos tomar hasta emborracharnos, bailar como tontos y terminar con unas clases de filosofía barata acerca de nuestro lugar en el mundo. Si, por otra parte, lo que queríamos hacer era desgastarnos gritando pestes contra aquella ciudad y todas sus frívolas gentes, íbamos a los contenedores donde el viento era tan fuerte que hacía que las olas rompieran contra el muelle con una fiereza descomunal y ahogaran todos nuestros gritos, los que siempre iban acompañados de par de cigarros y unos buches de alcohol. En la mañana que da comienzo a mi historia, a pesar de encontrarnos en los muelles, no subimos al viejo contenedor a gritar o a beber, aunque siempre nos dejamos llevar por las viejas costumbres. Aquel día no era como todos los demás. La razón: no fuimos los seis, sino que uno de nosotros había quedado atrás para siempre. Eran las 9:30 de una fría mañana a principios de diciembre y acabábamos de regresar del entierro de las cenizas de Jaime, quien se había suicidado con solo 24 años. –Solo tengo una pregunta –hablé súbitamente en un intento de disipar el silencio sepulcral en el que llevábamos sumidos por más de quince minutos. –Dispara –dijo Sean tomando un sorbo del alcohol que llevó dentro de una botella de agua mineral al entierro. –¿Por qué todavía lloramos a quienes mueren? –pregunté luego de llenarme de valor y tomar una probada del cigarro de Ronnie. Yo odiaba fumar, pero necesitaba sentir que algo me consumía por dentro. Al escuchar mi pregunta los chicos se quedaron atónitos. Una parte de mí quería creer que a esas alturas ya estarían acostumbrados a mi incesante necesidad de arruinar el momento, pero cada vez que decía las palabras precisas para incomodar a todos, Ed se reía, Liam se ahogaba, Sean fruncía el ceño y Ronnie se quitaba el gorro y se estrujaba los ojos. Era incluso gracioso saber que muy en el fondo y a pesar de nuestra conexión, la entropía jungiana se justificaba en lo diferentes que éramos los unos de los otros, pues mientras todos habían llorado durante toda la ceremonia de entierro, yo no había sido capaz de derramar una mísera lágrima a pesar de considerar a Jaime como mi hermano mayor. –Porque hemos perdido a un ser querido –respondió Liam, el más pequeño de todos, con cierto interés en saber lo que vendría después de su simple respuesta. Él sabía que yo tenía una tendencia a enredar las cosas más sencillas. –Entonces lloramos por nuestra perdida… no por quien muere. ¡Es una mierda egoísta de nuestra parte llorar! –exclamé. Sean comenzaba a desesperarse por mis palabras. Él era demasiado emocional y raras veces podíamos estar juntos en la misma habitación sin recordarme un par de veces lo imbécil e insensible que podía llegar a ser cuando me lo proponía. Ed me soportaba y Liam se reía de mis idioteces, pero Ronnie era diferente. Ronnie entendía que yo no podía ser como el resto de los chicos. Él sabía que para mí era todo mucho más complicado y a veces me era imposible no herir la fibra más sensible de los Sean en mis intentos por comprender el actuar de las otras personas. –Déjalo, por favor –le pidió Ed a Sean poniéndole una mano sobre su hombro. El chico rubio que tenía su melena escondida debajo de un gorro de poliéster color vino se puso de pie súbitamente y caminó hacia mí a punto de explotar. –¡¿Crees que él quería morir?! –me preguntó y fruncí mi rostro en una mueca de dolor, pues di por sentado que el chico me iba a pegar un puñetazo al verlo con toda la disposición de hacerlo. –Él se suicidó, así que la respuesta a tu pregunta es bastante obvia –respondí inmutable y encogido de hombros al ver que no llegaría a pegarme, pues el pelirrojo lo arrastró de la mano de vuelta a su lado murmurando que no le prestara atención a la crudeza de mis palabras, pues eran el resultado del shock causado por la situación. –Sí. Él quería morir –dijo Ronnie tomando un sorbo de alcohol como para tragarlo junto a sus palabras–. Él nos lo hizo saber muchas veces, solo que no lo escuchamos... o no quisimos hacerlo. – –Vince también lo dice muchas veces y todavía está vivo –hizo notar Liam ahogándose mientras se revolvía por el sabor del alcohol que a duras penas bajaba por su reseca garganta. Era cierto, yo todavía seguía respirando a pesar de que todos estaban al tanto de mis tendencias suicidas. Jaime solo lo había dicho dos veces luego de una muy mala racha y él era quien lo había hecho finalmente. –Bueno, él tenía las bolas que a mí me faltan –dije terminando el cigarro–. Mi punto es, entonces, que no deberíamos llorar por alguien que decidió suicidarse, porque esa persona tomó su decisión e hizo realmente lo que quiso. – –Maldito estúpido –murmuró Ronnie con una sonrisa de medio lado quitándole otro cigarro a Liam–. Eres tan hijo de puta como él –me habló apuntándome con una sonrisa de medio lado y los ojos enrojecidos. Jaime era el mejor amigo de Ronnie. Lo había sido desde la infancia y, de un momento a otro, sin motivo aparente, despedidas o aclaraciones, se había suicidado. En la ceremonia de entierro sus parientes parecían devastados. Todos lloraban estrepitosamente y nos preguntaban la razón de tan drástica decisión. A mis ojos, todo aquello era solo un teatro de apariencias pues si tan solo hubiesen conocido realmente a Jaime, supieran que nunca hubo una única razón concreta para hacer lo que hizo, sino un sinfín de pequeños e insignificantes sinsabores que lo jodieron lo suficiente como para que el chico decidiera acabar con su vida. Nada necesariamente grave tenía que suceder para que esa peligrosa idea se pasara por nuestras mentes. Todos los que yo conocía, cuando se cansaban de pretender ser los muñecos descabezados que la sociedad quería que fueran, terminaban sincerándose y admitían que, por las más estúpidas razones, habían sucumbido a ese oscuro mundo interior que todos negamos y pensado que era necesario que su vida llegara a su fin. Creo que esa es la más triste verdad del ser humano: todos pensamos que no merecemos estar vivos, aunque solo sea por unos breves instantes y no sé con certeza si se debe a la temida influencia del Demonio o a nuestra naturaleza autodestructiva, pero tal pensamiento siempre se oculta en un pequeño rincón de nuestra mente, donde lo guardamos temerosamente, y si se escapa y nos acecha en nuestra más oscura hora, puede ser fatal. Para Jaime no fue diferente. Tal pensamiento lo atormentaba; me lo comentó en varias ocasiones luego de llegar a conocer mi historia, a pesar de que solo lo dijo en voz alta una sola vez frente a los otros chicos, pero necesitó un empujón definitivo para tomar la decisión y era eso, en realidad, lo que me asustaba. El motivo que lo llevó a hacerlo, nadie lo supo con seguridad, pues el chico solo dejó tras de sí un manojo de fotografías nuestras en las que él no figuraba y una libreta llena de relatos en los que exponía sus más melancólicos puntos de vista acerca de variadísimos temas. Dentro de mí mismo, sin embargo, sentía que no era necesario buscar mucho más allá, pues todos sabíamos de sobra el verdadero motivo, pero nadie se atrevía a considerarlo si quiera. De cualquier forma, era una situación irreversible y encontrar un culpable no lo traería de vuelta a la vida ni nos haría sentir mejor. Por eso, aquella mañana nos habíamos reunido en su lugar favorito; demasiado cerca de donde se había tirado con su camioneta en el agua congelada y había muerto. Tomábamos unos tragos en su nombre; para dejarlo ir finalmente y poder continuar con nuestras vidas, o eso nos dijimos a nosotros mismos. –Entonces, –me habló Ed– ¿tú propones que no debemos llorar por la muerte de Jaime? – –Debemos llorar, –respondí– pero no por él, sino por nosotros. Porque él no estará más aquí haciéndonos compañía o diciéndonos cómo comportarnos… o halando nuestras orejas cada vez que fumemos o le gastemos una broma de mal gusto a alguien… o cuando Sean me caiga a golpes –hablé sonriendo pero para ese punto de mi discurso ya mis lágrimas amenazaban con correr congeladas por mis paliduchas mejillas–. Pero también tenemos que estar contentos por él, porque no va a sufrir más –terminé expirando fuertemente, como para dejar ir todo lo que sentía por dentro. –¿Lo ves –le dijo Ed a Sean–? El idiota es mucho más sensible de lo que aparenta, lo que está equivocado en todo. – –Pues sí. Parece que tiene un poco de corazón –añadió Liam y acto seguido Sean le estrujó su vasta cabellera negra. –No puedo dejar de sentirme mal respecto a todo esto que está sucediendo. Es como si no comprendiera nada. Ni siquiera puedo aceptar que ya no está –habló Ronnie con su voz ronca un poco quebrada. El chico de cabello rubio a ras de su cabeza y severa mirada, rara vez mostraba sus sentimientos. Era ese estilo de hombre cliché: con chaqueta de cuero negra y jeans de mezclilla desgastados que nunca se arrepiente de sus decisiones, incluso de las más estúpidas, y jamás llora delante de los otros pues pensaba que si lo hacía, su hombría se desvanecería, pero que en aquel momento no hacía otra cosa que ahogar sollozos en bocanadas de humo. –Aceptémoslo, a partir de ahora todo va a ser bastante jodido –habló Liam, quien nuevamente se ahogó con el humo del cigarro de Ronnie. El de los cabellos negros continuaba siendo un niño pequeño frente a todos, pues era demasiado noble para este mundo y muy inocente como para que estuviera con nosotros. Su ingenuidad lo hizo sufrir mucho cuando era pequeño: los inhumanos golpes de su padre le costaron un par de costillas rotas y que su custodia fuera a las manos de su tía materna que, si bien no le pegaba luego de cada partido fallido de póker, tampoco le importaba un bledo siempre y cuando pudiera cobrar el dinero que mensualmente le pagaba el estado para mantener al muchacho. En New York, la vida de Liam no fue muy diferente a la que llevaba en Pheonix y sufrió de acoso en el instituto por parte de sus compañeros solo por ser hijo de inmigrantes latinos. Luego de tanto abuso, uno quisiera creer que la vida lo había hecho fuerte, pero solo lo hizo dependiente de Ronnie y su rudeza cuando este lo encontró golpeado en el baño de la gasolinera en la que trabajaban. Justicia divina, dirían muchos, pues el mismo Ronnie admitió que en sus tiempos de estudiante era uno de esos de los que ahora protegía a Liam y luego incluso de ver el otro lado de la moneda, todavía arreglaba cualquier riña a golpes, por mínima que esta fuera. Era casi irreal que una persona de su inteligencia tuviera la necesidad de canalizar sus emociones a través de la violencia física, pues este no se detenía hasta sentir el candor de a sangre en sus manos. –No quiero seguir trabajando en esa gasolinera –dijo Liam terminándose el ron de un sorbo y poniéndose de pie sobre el contenedor, pateó la botella hacia el mar con su molesto tono de niño malcriado. –¿Qué dejarás para mí –habló Ronnie–? Yo estaba trabajando allí la noche del… –habló el chico buscando en su bolsillo la gastada fosforera naranja que solía ser de Jaime. Él nunca se separaba de aquella fosforera vieja y desgastada por lo que era como el único recuerdo permanente y concreto que nos quedaba a todos de él– El cabrón me pidió que le rellenara el tanque porque, aparentemente, iba a hacer un viaje muy largo y me dejó su fosforera con un último consejo de mierda: No fumes más me dijo. No vas a llegar a los treinta –hablaba Ronnie intentando parar los sollozos–. Y después, el muy hijo de puta se tomó un batido de antidepresivos y condujo directo al mar … –el chico no pudo terminar de hablar. Parecía que se le cerraba la garganta y se ahogaba con sus propias palabras y reclamos. –Ninguno de nosotros quiere regresar a su rutina, pero todos tenemos que continuar –dijo Ed escondiendo su cabello rojizo enmarañado en un gorro de lana gris. El frío era infernal en aquel muelle neoyorkino y sus pulmones gastados lo empezaban a notar– Eventualmente, –prosiguió luego de un silencio en el que todos nos catapultamos a nuestros propios miedos– incluso llegaremos a olvidarlo –terminó. No hubo ningún reclamo a su comentario a pesar de lo jodido de la situación y en parte se debía a que todos sabíamos que Ed también estaba muriendo y que, tristemente, hablaba de su propio miedo a desaparecer y ser olvidado por todos aquellos que le importaron. –No podremos. Al menos sé que yo no podría –afirmé luego de escuchar las palabras del chico que a cada minuto que volvía más escuálido y gris ante mis ojos–. Nuestra amistad fue inconmensurable. Compartimos todos nuestros secretos como familia, y ni siquiera la muerte puede hacerte olvidar a tu familia. –

editor-pick
Dreame-Editor's pick

bc

Prisionera Entre tus brazos

read
88.8K
bc

Bajo acuerdo

read
14.1K
bc

Navidad con mi ex

read
9.6K
bc

La esposa rechazada del ceo

read
178.7K
bc

Mi Sexy Vecino [+18]

read
56.8K
bc

Tras Mi Divorcio

read
517.3K
bc

Yo, no soy él

read
89.6K

Scan code to download app

download_iosApp Store
google icon
Google Play
Facebook