Él debe amarnos mucho, V

3291 Words
Cass puso una taza de chocolate caliente entre mis frías manos y se sentó a mi lado. Ella llevaba el cabello suelto y una gruesa onda de color café caía sobre su rostro en un vago intento de cubrir un nuevo moretón bajo su ojo derecho. Se veía como una mujer mayor; como una cuarentona de esas que ha tenido que soportar demasiado dolor y sufrimiento en su vida, cuando en realidad solo tenía unos cortos veintisiete años. Sus expresivos ojos verdes, opacados por unas prominentes ojeras azulosas, se quedaban perdidos entre las persianas mientras aguardaba a que yo me tomara el chocolate y su rostro; ese que una vez fue la alegría de mi vida, lucía lúgubre y más delgado en cada una de mis visitas. –¿Por qué no te quedas a dormir aquí esta noche? –me preguntó rodeando la taza entre sus manos. Estaban incluso más frías y huesudas que las mías. –No, mejor no –le dije en un tono cortante mirando fijamente el casi imperceptible derrame rojo cerca de la pupila de su ojo derecho. –Mike no va a venir esta noche, Vince. Tiene que trabajar –dijo Cass apuntándome hacia el chocolate avisándome que se estaba enfriando. –Prefiero no arriesgarme a encontrarme con él ni en la mañana –hablé tomando un sorbo. Su amargo sabor neutralizaba a la perfección el aliento etílico que tenía en mi boca desde la noche anterior. –No deberías estar solo. Quizás si hablas conmigo… –me dijo en un intento por alcanzar una de mis manos. Tal intento terminó bruscamente cuando me alejé de ella. –No estoy solo. Tengo a mis amigos –respondí regresando la taza casi llena al lavaplatos. –¡Vincent, esto es diferente! ¡Yo soy tu familia! –me dijo con cierto dolor en su mirada. Odiaba cuando Cass me llamaba por mi nombre completo. Era una clara señal de sus reclamos. De igual forma, que yo la llamara Cassidie solo podía significar que estaba molesto con ella, cosa que en los dos últimos años se había convertido en algo regular. –Sé lo que estás haciendo. Sé cómo te cómo te comportas cuando crees que eres culpable de algo. A mí no puedes engañarme como a tus amigos… –me dijo mientras limpiaba bruscamente los platos mojados que esperaban sobre la meseta, justo al lado del fregadero. Ella tenía toda la razón. Cass, mejor que nadie, conocía mis autodestructivas tendencias cuando perdía a alguien cercano a mí. Me había sucedido una vez y me había tomado casi diez años recuperarme de tan traumática perdida, pero en aquellos momentos solo tenía a Cass; ahora, contaba con cuatro personas más con las que compartir mi miseria–. No creas que no veo lo que te estás haciendo a ti mismo –continuó ella. Su voz comenzaba a romperse; como si recordara todo lo sucedido la última vez. –No estoy haciendo nada –resoplé en voz baja un poco malhumorado poniéndome de pie y dirigiéndome a la escueta sala para marcharme de mi fallida visita. Yo también lo recordaba todo, aunque me esforzara demasiado por dejarlo ir. –¿Cómo puedes decirme eso en mi cara? ¡Estás hecho un desastre desde que Jaime murió! ¡No estás trabajando y todas las noches te las pasas bebiendo, fumando y haciendo no sé qué con esos “amigos” tuyos! –me gritó enfurecida. Su tono de voz solo conseguía molestarme más por lo que le respondí con la misma intensidad a sus gritos. –¡¿Y cómo quieres que esté si otra vez se suicida la única persona por la que todavía me quedaba un poco de respeto y se preocupaba por mí?! –le dije. Su reacción era esperable y entendible, por lo que ni siquiera moví mi rostro o detuve su mano cuando me abofeteó en la mejilla tan fuerte como su brazo se lo permitió. Mi rostro se reflejó en el espejo que colgaba en la pared cuando me dio la cachetada y pude verme a la perfección. Siempre había sido delgado, pero estaba prácticamente en los huesos y había perdido gran parte de mi masa muscular, que tampoco era muy abundante. Mis ojos azules estaban hundidos bajo mis tupidas cejas, tan negras como mi desaliñado cabello. Lo llevaba tan largo últimamente que ya podía recogerlo en una coleta desaliñada, mostrando el bajo undercut a ambos lados de mi cabeza o dejarlo caer sobre mi cara si quería esconderme del mundo en general. La cicatriz que cortaba una de mis cejas dolía cada vez que me miraba en aquel espejo. –¡No sé cómo tienes vergüenza para decirme eso! –exclamó mientras sus enormes y expresivos ojos verdes se abrían, como salidos de sus órbitas y sus gruesos labios se tensaban en una mueca molesta. –Que bien que a mí si puedes gritarme un par de verdades en la cara y abofetearme cuando me lo merezco –le hablé regresando a mi natural tono taimado y grave comenzando a sentir la incomodidad del golpe picando en mi mejilla izquierda. Cass volvió el rostro y se secó las lágrimas. Ella sabía bien hacia dónde se dirigían mis reclamos pues cada vez que iba a su casa terminábamos en la misma discusión, recordando riñas que no habían terminado del todo–. Al menos sé que puedes, solo que elijes no hacerlo –terminé. –No comencemos otra vez, de favor te lo pido, Vince –dijo ella caminando hasta la única habitación que tenía su apartamento y, metiendo su mano dentro de una cesta de ropa recién lavada, comenzó a doblar unas camisas a cuadros rojos y negros. –¿Por qué no te enfrentas a tu marido como lo haces conmigo –le pregunté siguiendo sus pasos dentro de la casa–? Porque recuerdo muy bien como te hiciste a un lado el día que ese mal nacido me dio una golpiza y me sacó de esta casa… de mi casa. ¿por qué me abofeteas a mí y no a él? – –¡Sabes bien por qué! –me respondió gritando. –¡No! ¡No lo sé! ¡No lo comprendo –respondí a sus gritos con las lágrimas amenazando con saltar de mis ojos–! No entiendo como sigues creyendo toda su habladuría. Prometiendo que cambiará para que lo dejes pasar a tu habitación y luego cayendo en la vieja costumbre de golpearte. ¿Cuándo abrirás los ojos y te darás cuenta de lo que es tu vida? – –¿Y cuando te darás cuenta tú de que yo no soy la única con un problema de autodestrucción? –arremetió y la realidad era que lo tenía bien merecido. Quizás ninguno de los dos estaba en condición para juzgarnos mutuamente, pero algo era totalmente cierto; no podíamos ver y aceptar nuestros propios problemas, por lo que nos enfocábamos en lo que podíamos hacer por el otro. –Pues deja de buscarle soluciones a mis problemas y comienza a pensar en los tuyos. Yo también te di un consejo que tú decidiste echar a la basura cuando te dije que te alejaras de ese hijo de… No me pidas, entonces, que me separe de mis amigos cuando no son ni la mitad de despreciables que tu maldito marido –le hablé y recogí mi bufanda de camino hacia la puerta–. El día que tú dejes de soportar los golpes de Mike, yo dejo de llevar esa mala vida de alcohol y cigarro que tanto reprendes, así que no te metas en mi vida hasta que comiences a arreglar la tuya –terminé saliendo del apartamento detrás de un fuerte portazo. Hubo un tiempo en el que yo adoré a Cass. Ella era mi hermana mayor… esa que me cuidaba cuando estaba enfermo y siempre tenía unas palabras reconfortantes acompañadas de un buen café cada vez que comenzaba una de mis injustificadas crisis existenciales. Ella era, ante mis ojos, la mujer más hermosa, dulce y perfecta que había en el mundo. Ni siquiera el recuerdo del amor de nuestra madre en sus días más lúcidos, era comparable con aquellos fuertes sentimientos que mezclaban la ternura, la dependencia y la nostalgia que sentía por Cassidie. Juntos, logramos superar varias casas de acogida y “sobrevivir” gracias a la beneficencia de una iglesia hasta que ella fue mayor de edad y logró comenzar a trabajar legalmente y a tiempo completo, como una camarera en un problemático Dinner en Maspeth. Para esos años, yo recién comenzaba en el instituto en una escuela pública y ella se había decidido a ahorrar todo lo que pudiera para hacer nuestra vida un poco mejor. Y todo habría salido medianamente bien para nosotros si ella no hubiera conocido a Michael Evans. Él era unos años mayor que ella y trabajaba en un taller de autos de terrible reputación. Yo lo detesté desde la primera vez que lo vi junto a ella, esperándola afuera del Dinner en un viejo Chevi de color rojo. Lo odié incluso antes de ver cómo le pegaba a Cassidie por el más insignificante de los detalles; incluso antes de que comenzara a gastarse el dinero que mi hermana tan trabajosamente ahorraba en apuestas y prostitutas, o antes de que amenazara con ponerme en el hospital con una golpiza suya si volvía a enfrentarlo. Lo odié desde que vi en sus ojos el reflejo de una vida de violencia y abuso; de una vida problemática y solitaria, y cada vez que lo veía temía que ese comportamiento explosivo mío me llevara a convertirme en alguien como él. Con el tiempo, la situación se volvió insoportable para mí luego de que Cass y Mike se casaran y él decidiera instalarse permanentemente en nuestra casa. Supe que, en caso de que aquel perdedor y yo llegáramos a enfrentarnos, ella iba a estar ciegamente del lado de él en diversas ocasiones, pero el beneficio de la duda y la fuerza de la sangre me llevaban a creer lo contrario hasta que una noche sucedió lo inevitable. Lo había visto tomando algo de dinero de los ahorros de mi hermana y, estúpidamente, me enfrenté a él. Terminamos en una fuerte pelea en la que incluso los vecinos se vieron obligados a llamar a la policía. Yo, con unos escasos dieciséis años, solo me valía de mis puños, pero él terminó rompiendo un vaso y cortándome la cara con el cristal roto. Terminé en el hospital con una herida de cuatro puntos en la ceja izquierda y con la fortuna de no perder el ojo por la cantidad de sangre que había entrado en él por el corte. Lo más doloroso, sin duda, fue que Cass tomó el lado de su esposo justificando todas sus acciones; alegando que todo había sido un gran malentendido que terminó en un accidente y que el causante de lo sucedido había sido yo. Así fue como decidí salir de la vida de mi hermana y mantenerme alejado de todos sus conflictos pues, cada vez que había una pelea entre ellos, siempre intentaba aconsejarla o sacar la cara por ella, pero al cabo de unos días él se disculpaba, decía que no lo iba a volver a hacer y Cass volvía a perdonarlo, quedando en el medio yo como el estúpido hermanito celoso y sobreprotector. Aun así, siendo consciente de mi resentimiento hacia ella, a veces me llamaba para encontrarnos, aunque solo cuando Mike no estaba en el apartamento, y al final terminábamos en la misma pelea. Pero mi hermana era una gran fan de los círculos viciosos y se volvió adicta a ese tipo de tristeza, por lo que volvía a llamarme al cabo de unas semanas para conversar, pelear y disgustarse. Cada vez que regresaba a esa casa, mi mente terminaba vagando por recuerdos que herían las más recónditas y sensibles partes de mi ser, por lo que me dedicaba a caminar por la ciudad en total silencio luego de salir de allí para calmarme. Mientras vagaba por un desolado Central Park, el teléfono vibró en el bolsillo de mi pantalón y dejé escapar un suspiro de resignación. Si era Cass, no respondería más, sin embargo se trataba del número de Ed. La llamada del pelirrojo fue una bendición en aquellos momentos. No quería ir a mi casa y definitivamente no me apetecía estar solo. –¿Dónde estás, V –preguntó el chico al otro lado de la línea con una notable fatiga en la voz –? ¿Estás trabajando todavía? – –No. Estaba con mi hermana… ¿Dónde están ustedes? – –No. Solo estoy yo –respondió con la voz quebrada. Solo con que dijera eso ya sabía que necesitaba correr. Edward no podía estar solo por su delicado estado, y con frecuencia se metía en los más bizarros líos cuando se escapaba de los cuidados de Sean–. Ven a buscarme a la iglesia, por favor –me suplicó a punto de llorar. Que Ed estuviera en la iglesia significaba que se encontraba en las peores condiciones. Quizás, igual que yo había hecho al ir a donde mi hermana para aliviar mi dolor, él intentó reconfortarse en aquello que le aportó calma y seguridad en su vida pasada, pero simplemente no lo logró. Ed siempre había negado su religión, pero su vasto conocimiento de teología me dejaba saber que en algún momento fue muy devoto. Aún así, cada vez que se sumía en una situación a la que no le encontraba explicación racional o no lograba solucionar, recurría a la quietud de la iglesia, para luego llamarme cuando el silencio se volviera absoluto y la búsqueda de piedad se tornara en un asfixiante dolor en el pecho. A Sean no estaba muy de acuerdo con la idea de que el chico fuera por su cuenta, pues una vez lo habían expulsado luego de romper las estatuas de yeso de los santos en medio de un ataque de ira, complementado por algo de alcohol en sus venas. El incidente lo había llevado a la policía y hasta había terminado con cargos a su nombre, así como una inmensa deuda por pagar. Pero lo más doloroso para ambos fueron las ofensas de los miembros de dicha congregación. ¿Acaso amar al prójimo no era uno de sus mandamientos? Me encontré a Ed en uno de los bancos más cercanos a la cruz. Su paliducho rostro mostraba una nariz hinchada y unos enormes ojos enrojecidos. En silencio, caminé a su lado, pero las miradas de los que me escudriñaban me hacían querer gritarle a Ed y salir de inmediato de allí. –¿Ed –le llamé, pero el chico no pareció escucharme–? ¿Edward? – –¿Has escuchado la historia de Job alguna vez? –me dijo sin bajar su mirada de la cruz. –Ed, podemos hablar en otro lugar. – –¿La has escuchado? –insistió. Al ver que el pelirrojo no tenía ninguna intención de irse de la iglesia, decidí sentarme a su lado y escuchar lo que tenía para decir. Quizás mi silencio no sería tan insoportable como el de Dios. –No he escuchado nunca esa historia –respondí–. Cuéntamela. – El chico finalmente me dirigió la mirada, y haciendo caso omiso a los continuos regaños de los miembros de la congregación para que hiciéramos silencio, Ed me habló. –Job era el más recto de los hombres y el más temeroso de Dios. Su más leal siervo –comenzó con una sonrisa en su rostro–. Tenía siete hijos y tres hijas y ofrecía sacrificios para purgar los pecados que quizás sus hijos hubieran cometido, de pensamiento o acción. – –¿Y recibió alguna recompensa de Dios? –pregunté, a lo que el chico me respondió tragando el seco. –Él le permitió al Diablo atormentarlo para demostrar que nunca blasfemaría contra su nombre –me dijo secando sus lágrimas–. Primero mató a sus hijos e hijas, a su ganado, a sus sirvientes; después tocó su piel y lo atormentó por días en sus sueños. Él maldijo hasta el día de su nacimiento y le rogó a Dios que lo matara. – –¿Alguna vez lo negó? – –Estuvo a punto, pero Dios apareció frente a él y lo cuestionó. Lo curó, le dio el doble de lo que una vez tuvo e hizo que le nacieran otros siete hijos y tres hijas más –mientras hablaba, la voz del muchacho iba flaqueando y notaba como el aire no le alcanzaba para pronunciar las palabras. Con el puño cerrado, se apretaba el pecho, para intentar calmar el dolor en sus pulmones. Necesitaba un calmante. Necesitaba la morfina. –No lo entiendo Ed… –le dije. –Yo tampoco lo comprendí, V– me confesó–. Al menos no hasta ahora. Mi padre siempre me recalcó que la desesperanza era el peor de los pecados y que nunca cuestionara las decisiones del Creador o las pruebas que ponía sobre nosotros. “Bienaventurado es el hombre a quién Dios castiga; por tanto no menosprecies la corrección del Todopoderoso.” Ese era el versículo que mi padre constantemente nos hacía repetir, pero toda mi vida me cuestioné la historia de Job. ¿Acaso poner la vida de un hombre en manos del Diablo es algo que hace mi Dios? ¿Pudo olvidar a sus primeros hijos muertos? ¿El reemplazo de sus pérdidas lo hizo despegarse de lo que tuvo anteriormente? – –Ed, no puedo responderte eso –hablé, en el más crudo intento de hacer que el muchacho desistiera y poder llevarlo a su casa. Su rostro comenzaba a palidecer y sus labios a tornarse morados–. Yo no lo comprendo. Sé demasiado poco de lo que me hablas, y sabes que la fe siempre ha sido un completo misterio para mí. Si te sientes así cada vez que vienes aquí, ¿por qué sigues buscando confort en la religión? – –Por el mismo motivo que tú aún buscas el tuyo en tu hermana. Tú necesitas la validación de aquellos que están cercanos a ti, para mí, la más necesaria de todas es la divina. – –¿Y entonces por qué no regresas a tu religión? –pregunté con una marcada curiosidad. –Pudiera hacerlo, pero la hipocresía del arrepentimiento clavado a la cruz, a escasos segundos de expirar y luego de llevar una vida de pecado, no es para mí. Soy muchas cosas, Vince, pero no soy tibio. Soy consecuente con mis decisiones y mi alma es lo que soy –respondió. –Vámonos, Ed. Tienes que descansar –insistí, y apoyándolo sobre mi espalda logré llevarlo a su casa. –¡¿Dónde diablos estabas –exclamó Sean al verme bajar las escaleras a su piso con el pelirrojo a cuestas. Sus ojos estaban enrojecidos de llorar y por el nerviosismo de su voz, había supuesto lo peor –?! ¡No respondías mis llamadas y no sabía qué hacer…! – –Ahora no, Sean –le dije intentando que recuperara la compostura, pues las manos de Ed se engarrotaban sobre su pecho y estrujaban sus ropas mientras se esforzaba por respirar. –“Yo castigo y reprendo a todos los que amo.” Dios debe amarnos mucho, V… porque el tormento es parte de nuestras vidas –me dijo acostado en su cama, mientras Sean le inyectaba la morfina y sus ojos se volvían en blanco.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD