Bajo agua

953 Words
Me marché del apartamento cuando Liam llegó y se tiró sin fuerzas sobre el sofá. No quería ir a mi casa. Parecía que ya no quería estar en ella ni un solo momento, por lo que me senté en uno de los bancos del metro y me dediqué a ver como las personas se dedicaban a abordar en el tren, algunas con un paso apresurado, otras con una graciosa calma. Siempre me era refrescante observar a los otros. Supongo, porque quien mira afuera evita mirarse a sí mismo. La cabellera plateada de ella recogida en un moño llamó mi atención de inmediato. Era tan peculiar que era imposible no verla. Abordó en el metro guardando un libro en su bolso y viendo como se alejaba de la estación, dejé escapar una sonrisa. –¿No me digas que no querías ver hacia donde iba –me habló una familiar voz a mi lado. Un escalofrío subió por todo mi cuerpo y me negué a voltear mi rostro hacia él–? ¿No me vas mirar, V? Hace unos días estabas pidiendo a gritos que yo regresara. Te escuché, lo sabes –me decía. Aferrándome al asiento con las manos volteé a mirarlo. Necesitaba tocar algo frío que me dejara saber que realmente estaba sucediendo todo aquello y que Jaime sí se encontraba a mi lado hablando conmigo. Era él. Su cabello castaño, sus amables ojos verdes, su amplia sonrisa y su benévola mirada. Todo era él. –Estoy soñando –me dije a mí mismo y comencé a rascarme el dorso de mi mano derecha. El reloj de la estación marcaba las 12:13 horas. –No –negó él acomodándose sobre el asiento–. Pero quizás yo lo estoy. Nunca se sabe –habló divertido encogiéndose de hombros y sacó la fosforera que le había regalado a Ronnie antes de marcharse. –Pero tú moriste –dije, pero Jaime no pareció inmutarse. –¿Y qué te hace pensar que tú no estás muerto también? –preguntó y bajo mis pies, el agua comenzó a inundar la estación. Era un sueño. Tenía que ser un sueño. Una pesadilla más bien. Los demás no se inmutaban cuando el agua les llegaba a las rodillas, sino que seguían su camino como si no fuera real. El reloj apuntaba las 12:12. –El caso es, V –me dijo Jaime haciendo que regresara la mirada a su rostro–, que estás fallando –sentenció–. Estás fallando en todo lo que realmente importa, y eso es morir lentamente. – El agua me llegaba al cuello, pero a nadie parecía importarte como a mí. Nadie forcejeaba por salir a flote, sino que solo fluían. Como uno reacciona ante sus más oscuros impulsos es en realidad como es. Si ese era el caso, yo sabía que era tan o quizás más vil de lo que imaginaba. Estaba siempre el guerra; con mí mismo y con el mundo. Ante la más mínima idea del fracaso y cuando sentía que sobre mis hombros tenía más peso del que podía soportar, la ansiedad me colmaba. Y se sentía como el agua que me ahogaba en aquel momento. Incapaz de respirar y queriendo buscar aire, no me detenía en observar a todos los que estaban hundidos conmigo. Cuando caía en cuenta que mis impulsos solo me sumergían más, la ira me envolvía. Una ira desmesurada y dirigida de mía hacia el mundo, hacia los cielos y hacia mí mismo. Si el pecado más grave era el de la desesperanza, yo ardería en el infierno, pues cada vez que estaba en una situación que me colmaba, lo maldecía todo, no me aferraba a nada. –Tú vives sobre la premisa “ensayo-error” y no te das la oportunidad de intentarlo otra vez. ¿Tan aterrado estás de ti mismo, Vincent? –me decía Jaime aun sumergido bajo el agua. ¿Cómo podía escucharlo hablar así? – –¡Cállate –le gritaba y la voz también salía de mi boca–! ¡Tú eres el que se suicidó por Dios sabe qué motivo! –acusé de inmediato. Su mano tocó mi hombro y ladeó su cabeza en un benevolente gesto. –¿Resolví algún problema con ello, Vince? –me dijo. Allí en la calma que me ofreció mi amigo lo comprendí todo. Me escuché a mí mismo y lo escuché a él. No hubo nada más gratificante que el absoluto silencio tras sus palabras. Estaba llorando. Sentía las lagrimas salir de mis ojos y fundirse con el agua a mi alrededor. Comprendí que sobreponerme a mis propios instintos autodestructivos sería mi única vía de supervivencia, pero sabía que, llegado el climax de mi existencia; ese dilema en el que inevitablemente estaría atrapado tarde o temprano y que sería la prueba definitiva de mi valía, iba a terminar cometiendo una atrocidad contra alguien más, y en última instancia contra mí mismo. El reloj marcaba las 12:08. –¡Vince! ¡Llevas media hora casi sin pestañear! ¿Qué diablos te pasa? –me habló Ronnie sacudiéndome por los hombros. Volví a estar en el piso catorce mirando el barco de carga en la distancia como un punto en el mar. Liam no estaba allí. Yo nunca me había ido y, por supuesto, la conversación con Jaime no había sido para nada real. –Creo que estoy perdiendo la cabeza –dije, pero el reloj en mi mano marcaba las 12:08 exactamente. Ronnie me dirigió una mirada lastimosa, como si no quisiera decirme todo lo que opinaba realmente, pero no podía esconder mucho de mí. –Yo creo que tú nunca has estado muy cuerdo, amigo mío. –
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