La chica de los ojos color turquesa

3190 Words
Solo para que quede claro, jamás he sido de esas personas a las que le sudan las manos cuando están nerviosas. Es más, nunca había tenido un ataque de pánico hasta aquella bendita mañana de sábado en la que vi a mi chica “turquesa” dentro de uno de los varios cafés de la avenida Monroe. Ella rellenaba la taza de café de un cliente mientras le regalaba una preciosa sonrisa en la misma cafetería a la que yo me había decidido a ir por recomendación de Ronnie. ¡Aquella era la avenida con más cafeterías de todo Maspeth y a mí me apetecía a entrar justamente en el que trabajaba ella! –¡Vaya momento de mierda para ponerme nervioso– pensé mientras me secaba en el abrigo el sudor de mis manos que parecían dos manantiales–! ¡Nunca más vuelvo a escuchar un consejo de Ronnie en lo que me queda de vida! –exclamé nuevamente para mis adentros recordando el momento exacto en el que el chico me había recomendado aquella cafetería específicamente. –Hay muy buenos libros. Nada demasiado comercial y tampoco tan conservador –recordaba sus palabras–. Y encontrarás que el servicio es bastante placentero –me aseguró el bribón entre risas. No cabía duda que el chico había visitado el lugar con antelación y al ver a una chica similar a la que yo tan frecuentemente le describía, se apresuró a indicarme el lugar para que yo comprobara con mis propios ojos si se trataba o no de mi más reciente amor platónico. –¿Hay lugar allí adentro o todo está lleno? –me preguntó una chica en la calle que esperaba junto a sus amigas para entrar en la cafetería. En su mano derecha cargaba una copia de Hamlet y su bolso estaba repleto de pegatinas de sonadas estrellas de pop del momento así que supuse que se trataba de una típica estudiante de secundaria. –No… no… Hay lugar adentro –respondí aclarándome la garganta. La chica continuaba mirándome un poco curiosa mientras que sus otras amigas se reían de algo que estaba en la pantalla de sus celulares. –¿Vas a entrar o esperas congelarte aquí afuera? –me pregunto nuevamente la chica con un tono de voz más coqueto. Olvidaba lo liberales que eran las chicas de New York (sin distinción de edad alguna) y lo mucho que ellas adoraban la aspereza que reflejaba mi persona. –En un momento. Estoy esperando a alguien –respondí, no sin antes sonreír. Las chicas entraron y nuevamente disimulé mi incomodidad mirando el no tan variado menú afuera de la cafetería. Aunque, aparentemente, mi subconsciente quería entrar en aquel lugar, mi Otro Yo estaba deseoso de salir corriendo y no asomarse más por aquella avenida. Mi momento de correr, sin embargo, había pasado, y no tuve más remedio que entrar y sentarme en la mesa más aislada que encontré; una escondida debajo de la rústica escalera junto a un estante de policiacos del siglo pasado. El lugar como tal, era bastante acogedor, aunque no había tanta gente como en un Starbucks. Quizás su falta de clientela se le achacaba al enorme cartel que el dueño del local había colgado en la pared advirtiendo que no decía su contraseña de la wi-fi. “Usted se encuentra en un café literario donde los únicos libros que se pueden leer para acompañar su bebida, son los que se encuentran en nuestros estantes, no en una aplicación en Internet. Muchas gracias por su atención.” El sitio estaba repleto de portadas de famosos libros enmarcadas y varias fotos de reconocidos autores disfrutando de una reconfortante taza de café, justo como yo estaba a punto de hacer en unos instantes. Yo no era el lector más devoto que existía, y eso he de admitirlo. Tenía un conocimiento más bien limitado de literatura, pero era suficiente como para afirmar que era una librería bien provista de libros. Aunque limitado, lo poco que conocía sobre el tema y mi novel hábito de lectura podía agradecérselo a Ronnie, pues fue él quien varias veces me recomendó infinidades de libros, entre los cuales se encontraban varios de los que me debí haber leído en mis años de mal estudiante. –¿Puedo tomar su orden? –me preguntó una voz femenina que a mis oído se escuchó terriblemente placentera. Al levantar la vista para intentar encontrar la poseedora de tan melodiosa voz, descubrí aquella figura esbelta y delicada a la que tantas y tantas veces le había dedicad mis pensamientos. Era ella: mi más reciente amor platónico; esa chica de cabello rubio platinado y grandes ojos turquesa. No hacía mucho tiempo atrás, solamente podía encontrarla en mis pensamientos; ocasionalmente, la veía en la intersección del metro donde descubrí sus ojos por primera vez. En aquellos momentos, ella, la chica que era la protagonista cada uno de mis sueños, estaba realmente frente a mí. Yo, por mi parte, lo único que podía hacer era intentar hacerle saber a mi cuerpo que mantuviera la compostura ante semejante visión para no arruinar cualquier escasa posibilidad que pudiera tener con ella. El resultado, sin embargo, no fue el que esperaba, pues al intentar parecer lo más regular posible (cosa que era realmente difícil para mí), mis manos estaban sudorosas, mis piernas, en un puro temblor y lo único que mis cuerdas bocales dejaron escapar al abrir mi boca fue un absurdo chillido, fruto de mi nerviosismo. –No… no. Todavía no –respondí luego de aclararme la garganta y reparé encima de la rústica mesa buscando por algún tipo de menú que mostrara las opciones del día de la cafetería. Al encontrarlo, encuadernado en forma de libro viejo, comente que, quizás deberían poner el menú al alcance del cliente y no hacerlo parecer otro adorno más del lugar. Mi comentario, por supuesto, no estaba intencionado a criticar, pero sí se escuchó como tal, por lo que la chica se disculpó un poco nerviosa y me dio un tiempo para que pudiera elegir mis opciones. ¡Maravilloso, Vincent! Nuevo paso para agradarle a una chica: critica su trabajo, pensé enojado conmigo mismo mientras mi mirada vagaba perdida entre los nombres de los cafés en el sobrio menú. –¿Ya está listo para ordenar? –me preguntó la chica nuevamente acercándose a mí con una pequeña libreta en sus manos. Mientras estaba leyendo el menú, la muchacha no había apartado su mirada de mí ni durante un segundo. No me había decidido por nada aún. Lo que verdaderamente quería probar aquella mañana era sus labios, no ningún café, de manera que decidí hacerle una de las preguntas más tontas que mi mente pudo formular. En el mismísimo momento que abrí mi boca, supe que se trataba de una pésima idea. –No estoy muy seguro de qué ordenar –dije cruzado de brazos con el rostro serio–. Verás, estoy un poco confundido y por la apariencia del lugar, no sé si beberme un libro o leerme un café. – Ella, de forma casi automática, suspiró con cierto cansancio a la vez que yo, con pesar, cerré los ojos y me mordí el labio inferior. ¿Cuántas veces, algún que otro gracioso le había hecho la misma pregunta estúpida? –Lo siento –me disculpé al ver como la chica me observaba con una de sus gruesas ceja color café arqueada–. ¿Ves? Es por eso que no me gusta salir sin mis amigos: ellos no me dejan hablar con otras gentes porque siempre estoy haciendo las preguntas equivocadas en el momento más inoportuno. Supongo que esa es la desventaja de no tener un filtro entre tu cerebro y tu boca –divagaba. Al ver que en el rostro de la chica se dibujaba una estrecha sonrisa, simplemente me detuve y volteé la vista a la pila de libros que esperaba detrás de mí. Entonces, de buenas a primeras, le pregunté–. ¿Se puede fumar aquí dentro? Y si se puede, ¿me puedes traer un cigarro? No uno que sea muy fuerte, no soy un fumador tan apasionado y no quiero ahogarme con la primera cachada. De hecho, no me gusta fumar. No sé ni por qué lo hago… bueno, en realidad sí, pero no estoy muy orgulloso de ello –comencé a divagar nuevamente. Esta vez, la sonrisa de la chica se hizo mucho más amplia, como si estuviera disfrutando de mis estupideces acerca de los cigarrillos y mi no-hábito de fumar–. Bueno, ¿sabes qué? Mejor no me traigas ningún cigarrillo. Quizás… un simple cappuccino… para llevar… por favor –finalicé y nuevamente aparte la vista hacia los libros. Ella ladeó su cabeza y sonrió condescendientemente otra vez mientras escribía algo en su improvisada libreta de notas. –Así que –habló ella luego de arrancar la nota que acababa de tomar y guardarla en su bolsillo. Escribiendo otra nueva, continuó–, un cappuccino y Silver Linnings Playbook. Pero no puede ser para llevar porque no hacemos préstamos de libros a los clientes, Patrick –me habló y sonriéndome cándidamente, se alejó hacia el mostrador donde le entregó la nota al regordete cocinero. Sus palabras me habían dejado anonadado. Me había llamado “Patrick” por alguna razón sin siquiera saber mi nombre, y quizás ella fuera una de esas personas que le ponen sobrenombres a los que no conocen para etiquetarlos de alguna forma, o solo supusiera que yo tenía la cara de un “Patrick”. Ella era una chica curiosa, de aquello no me quedaba la menor duda, y, a diferencia de otras veces, donde la chica por la que me interesaba a primera vista resultaba ser mucho menos atractiva para mí cuando llegaba a cruzar dos miradas con ella, aquella muchacha realmente captó mi atención después de aquel escaso intercambio de palabras. Unos minutos después la chica regresó a mi mesa con una taza marrón repleta de un espumoso cappuccino y un pequeño libro con colorida portada llamado Silver Linning Playbook. –Disfrútalos –me dijo poniendo el cappuccino sobre la mesa de irregulares retazos de madera. –Me llamaste Patrick antes. ¿Por qué lo hiciste? –pregunté curioso al ver que la chica se alejaba de mi mesa. –Patrick Peoples es el protagonista del ese libro –me dijo señalando la copia que esperaba sobre mi mesa a ser leída por mí–. Al principio parece un tipo raro y muchas veces dice y pregunta cosas que no debe solo por el hecho de sobre pensar mucho sus palabras. Verás, él tampoco tiene un filtro entre su cerebro y su boca, pero tiene un trastorno bipolar. – –Me siento halagado. Me han llamado muchas cosas en mi vida, pero nadie me había llamado bipolar antes –bromeé sonriendo, tomándome sus palabras como un cumplido. Ella dejó escapar una melodiosa carcajada. Me encantaba todo de ella, incluso como se reía. No quería mirarla demasiado. Estaba cohibido de examinar toda su figura, pero en aquel momento pasé mis ojos por todo su cuerpo. Debo decir que, pesimista al fin, intentaba buscar algún defecto que me llevara a hacerla prescindible para mí porque, si llegaba a enamorarme de ella justo en medio de toda la mierda que estaba pasando en mi vida, sabía que, eventualmente, podía llegar a hacerle daño. Aun así, no encontré nada reprochable. ¿Cómo hacerlo si para mí ya era perfecta? Era de estatura alta, quizás rondaba el metro setenta y era la dueña de un esbelto, pero aun así voluptuoso cuerpo, con curvas en los lugares exactos donde debía haber curvas. En su uniforme se asomaba un cartel de letras doradas con el nombre de “Alice”, y era curioso lo mucho que la chica se asimilaba a la pequeña protagonista de Alice in Wonderland. Su piel era de un blanco lácteo que contrastaba a la perfección con mi piel bronceada y sus labios eran de un tono rosa pálido dando la impresión de una perfección absoluta. Ante mis ojos, aquella chica era lo más parecido a una divinidad; quizás una de las más hermosas valquirias de los antiguos relatos nórdicos o la absoluta Venus romana que reinaba sobre todo lo referente a asunto del amor y la pasión. Por un momento, me imaginé explorando aquellos voluptuosos labios suyos y besando hasta sus codos en alguna penumbra, pero inmediatamente me detuve y sin esfuerzo alguno logré apagar aquella parte s****l de mi mente que solo quería poseer su cuerpo al ver sus gigantescos ojos turquesa. Yo no quería solo besar su cuerpo por una noche… yo quería más. –De cualquier forma, es un personaje bastante particular, Pat –me explicó. Mientras hablaba, yo escondía mi rostro en la taza de café–. Lo siento si te molestó que te llamara por otro nombre. – –Descuida. Uno de mis mejores amigos solía llamarme Emil Sinclair –sonreí al recordar cómo Jaime solía llamarme Emil en los primeros días de nuestra amistad. Él decía que yo era tan ingenuo como el pequeño en los primeros capítulos de la novela y que, tal y como el personaje protagónico de su historia favorita, estaba en una desesperada búsqueda para encontrar a mi verdadero Yo. –¿Emil Sinclair? –repitió ella un poco sorprendida. –Sí… es de un libro de un escritor alemán: Herman Hesse… no creo que lo conozcas –respondí yo. -Demian. Por supuesto que lo conozco –me dijo ella con una de sus cejas arqueada nuevamente. ¡Perfecto! Segundo paso para agradarle a la chica de tus sueños: insulta su nivel intelectual, pensé. –Lo adoro. Es uno de mis favoritos, realmente. Y creo que debería ser de obligada lectura para todos los adolescentes –me sonrió y no pude evitar caer por todo su atractivo. –¡Incluso tengo un Pistorius y una Beatrice!- comenté apartando mis ojos de ella en un vago intento de poner en orden mis pensamientos. Siempre había comparado a Ronnie con Pistorius. De hecho, se lo había dicho varias veces, aunque el chico siempre se lo tomaba como una broma, pero era cierto que, tal y como Sinclair veía a Pistorius como su mentor, Ronnie era para mí ese maestro del cual tenía que, más tarde que temprano, dejar ir para encontrar mi propia personalidad. Por supuesto, mi Beatrice era ella, aunque a diferencia de Sinclair, yo sí me había acercado a mi amor platónico. –¿Y tienes un Max Demian? –me preguntó Alice curiosa. La expresión de mi rostro se nubló automáticamente ante la pregunta de la chica. –Tenía –respondí. Mi Demian era Jaime. Ella comprendió todo lo que quise decir a pesar de que no articulé palabra ninguna. –Mis amigos no son para nada originales y por mi nombre solo puedo ser Alice, la del País de las Maravillas, pero, a diferencia de ti, yo no tengo ningún conejo blanco ni soy amiga de ningún sombrerero loco –bromeó ella. –Puedo prestarte un par si quieres –continué su broma. –Realmente –habló ella con un brillo diferente en sus ojos–, me gustaría conocerlos –dijo. Muy dispuesto a complacer su pedido a pesar de los fuertes y constantes resoplidos del cocinero, articulé las primeras palabras de la pregunta que ella quería que le hiciera, pero, interrumpiendo mis palabras, un mensaje con el escueto texto 911 apareció en la descuidada pantalla de mi teléfono. Debo decir que jamás odié tanto a Sean, a Ed y a su puñetero cáncer como en aquel preciso instante. –¿Una emergencia? –preguntó ella al ver el mensaje en mi teléfono. –Un amigo… –quise explicar observando ansioso la pantalla esperando algún otro mensaje que me aclarara la situación, pero al ver que no hubo ninguna otra explicación, me terminé el cappuccino de un tirón y me levanté del asiento de un brinco–. Lo siento –me disculpé dejándole un billete de diez dólares–. Tengo que ir al hospital JFK tan pronto como pueda. Te prometo que la próxima vez no te molestaré con tantas preguntas estúpidas; solo las necesarias –le dije sonriendo. –Por favor, hazlo –me dijo–. Esta ha sido la conversación más interesante que he tenido en muchos días. – En cuestión de minutos estuve en el hospital. Por razones obvias, el JFK era el centro oncológico más cercano al apartamento de Sean. Como estaba a unas pocas manzanas del café literario donde yo me encontraba, solo tuve que tomar el metro y bajarme en la segunda parada. Entrando al hospital encontré a Ronnie que al igual que yo había recibido el súbito mensaje de Sean. El chico de expresivos ojos avellanados y cabello rubio estaba con el uniforme del trabajo y tenía lo que parecían ser unas manchas de grasa en sus rodillas, manos y en casi todo su rostro. –¿Dónde están? –me preguntó ansioso al verme sin siquiera notar que la enfermera que trabajaba en Información esperaba a que nos presentáramos. –¡Solo recibí un 911! –respondí. El chico comenzó a buscar el típico cartel de Prohibido Fumar de los hospitales como para olvidarse de su única preocupación en el momento. Después de haber sacado un cigarro de la cajetilla con sus temblorosas manos, encontró el sobrio cartel rojo y blanco sobre la puerta de una habitación en el fondo. –¿En qué puedo ayudarlos? –preguntó la enfermera al ver que ninguno de los dos teníamos la intención de acercarnos a preguntar. –¿A Emergencias ha venido algún paciente con cáncer de pulmón en la mañana –le pregunté a la mujer–? Él es pelirrojo… de un metro setenta aproximadamente y lo traía un chico rubio más o menos más alto que él –intenté describir con palabras torpes. –¿Me pueden decir el nombre del paciente –preguntó la mujer pegando sus ojos en el monitor de la computadora–? De otra forma, no les puedo dar la información que me piden. – –Edward Peterson –respondió Ronnie mientras yo intentaba buscar un rostro familiar entre las personas que esperaban en el salón. –Un Edward Peterson fue admitido hace media hora en Emergencias. Ahora mismo debe haber sido trasladados a Cuidados Intensivos –afirmó la enfermera. Sin siquiera agradecerle a la mujer, Ronnie y yo echamos a correr hasta encontrar la sala de Cuidados Intensivos donde nos confirmaron que, efectivamente, Ed estaba siendo estabilizado en ese preciso momento. Sean esperaba sentado en el suelo con los ojos enrojecidos e hinchados. Así parecían muchísimo más azules de lo que en realidad eran y lo que parecían unos leves arañazos en su rostro mientras que Liam recién llegaba de comprar unos cafés en la cafetería del hospital. Los cuatro supimos que aquella tarde iba a ser particularmente larga.
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