Y yo lo amo

3293 Words
–¿Necesitas más? –le pregunté al chico de cabello platinado mientras sostenía un delgado vaso de papel repleto de café hirviendo a escasos centímetros de su rostro. Sean estaba medio dormido en la silla junto a la cama de Ed. El pelirrojo, por su parte, yacía inmóvil y descolorido entre un manojo de cables y sueros en el mismísimo corazón de aquella habitación privada que pagaba su seguro médico. Su escaso sueldo como camarero en un restaurante no podía cubrir ni la quinta parte de aquellos gastos, pero, desde que había sido diagnosticado con cáncer, Ed había permitido que se madre pagara la extensa cuenta del hospital, aunque se había negado rotundamente a que lo visitara cuando estaba internado. –No. Estoy bien –me respondió Sean haciéndole una mueca al café–. Otro más de esos y creo que terminaré con una úlcera en el estómago. – –Entonces ve a casa –habló Ed quien acababa de abrir los ojos y escuchaba atentamente nuestra conversación–. Llevas dos días sin salir del hospital. Necesitas un descanso –le regañó. El muchacho apenas podía respirar y, en contra de toda recomendación médica, cada vez que despertaba del profundo sueño inducido por sedantes y analgésicos, se ponía a discutir con Sean, quien no hacía más que respirar profundamente y evitarle darle las contestas que se merecía el pelirrojo. Nunca sentí más compasión por Sean que en aquellos días. Desde que Ed había sido estabilizado y había recuperado su consciencia, estaba muy irritable y Sean, por su parte, estaba demasiado sensible como para poder soportar los constantes reclamos de su pareja. Era imposible estar en la misma habitación que aquellos dos por más de quince minutos sin presenciar uno de los desagradables episodios que casi siempre terminaban con la frase de Ed: Quisiera estar muerto ya. –¿Por qué no vas al apartamento un momento y tomas un baño– le aconsejé apoyándome en su hombro en señal de afecto–? Quizás te sientas mejor. – El chico, sin protestar esta vez, tomó el café, escondió su cabeza en el vaso y salió de la habitación sin siquiera darle un beso en la mejilla a Edward como generalmente lo hacía. –¿Otra vez discutieron? –pregunté al ver que el delgado muchacho de cabello platinado se alejaba por el pasillo. –El doctor Larzon vino hace solo un momento. –habló apoyando su cabeza en la almohada y perdiendo su mirada en el desdibujado techo. –¿Malas noticias? –me aventuré a preguntar cuando, por la tensión que se respiraba en aquella habitación, ya sabía la respuesta a mi pegunta. –Siempre son malas noticias cuando se trata de mí –suspiró el chico. –¿Por qué eres tan dramático –sonreí pero al ver que Ed estaba a punto de estallar en sollozos, continué–? No siempre es así. – –¡Siempre es así, Vince –exclamó hastiado–! ¡Mientras más rápido se den cuenta de eso, más fácil será para ustedes dejarme ir en paz! – –¿Por qué siempre tienes que decir lo mismo? –pregunté con cierta ira en mis palabras. Desde la primera vez que había conocido a aquel chico, él se había empeñado en hacerme saber que más temprano que tarde moriría. –¡Porque es algo que irremediablemente va a suceder, lo quieran o no! ¡Voy a morir! –gritó histérico. Las enfermeras que pasaban por el pasillo se detuvieron a observar el espectáculo, pero ante la desagradable mirada que Edward les ofreció, siguieron su camino hablando indiscretamente sobre él. Para calmar el ambiente decidí bromear soltando el primer pensamiento inapropiado que pasó por mi cabeza. –Todos vamos a morir. Tú solo nos llevas ventaja. – El pelirrojo se quedó perplejo ante mi comentario, pero después dejó escapar una estrepitosa risa que ahogó con un suspiro y un par de lágrimas. –A partir de ahora, solo voy a empeorar –me habló después de haberse calmado un poco. Aún tenía sus ojos enrojecidos y en su pálido rostro, un millar de pecas naranjas que parecían multiplicarse por día–. Ustedes nunca han pasado por eso, pero Sean sí ha estado junto a mí desde que me diagnosticaron y no creo que él pueda soportarlo. Estoy seguro de que ni siquiera yo puedo soportar esto otra vez –dijo bajando su mirada–. Es una jodida maldición. – –Es la cosa más estúpida que has dicho en toda la tarde –sonreí intentando no darle demasiada importancia a sus palabras. –Para mi padre no era para nada estúpido –las palabras del pelirrojo me tomaron por sorpresa pues el chico raramente hablaba de su familia en Los Ángeles y, según Sean, la relación que Ed tenía con su padre no podía ser peor. –No tienes por qué contarme esto a mí –intenté librarme de lo que vendría a continuación. Realmente, yo era la persona menos indicada para contar cualquier cosa relacionada con problemas familiares y no quería escuchar nada sobre ello. A pesar de esto, el chico no se detuvo y continuó hablando. –Quiero hacerlo –dijo– Necesito hacerlo. He tenido estas palabras atragantadas desde hace mucho tiempo y quiero hacerlas salir –me habló– ¿Puedes al menos escucharme? –peguntó con la voz quebrada. Yo solo me senté a su lado e intenté actuar como Ronnie lo hubiera hecho para ayudarlo a olvidar aquello que le había hecho tanto daño. –¿Qué sucedió entre tu padre y tú antes de venir a New York? –pregunté. El chico tragó en seco antes de responderme y bajó la mirada avergonzado. –No fue solo con mi padre, es mi familia. Mi familia es complicada. – –Todas lo son –añadí desviando mi mirada al suelo. Ed sonrió ante mi comentario y luego continuó. –La mía tenía sus características. Mi padre es un respetado pastor de una iglesia. Él tenía la familia perfecta: una esposa amorosa, devota y hermosa, dos hijas obedientes casadas con dos hombres honestos y trabajadores y nietos regordetes e inteligentes. Y después estaba yo: un adolescente gay, fumador y un tanto vicioso que resultó ser diagnosticado con cáncer de pulmón a los 18 años –me dijo. –¿Qué dijo tu familia cuando les dijiste que eras gay? –pregunté en un tono curioso del que luego me arrepentí. Yo no quería revivir nada de mi pasado para contárselo a alguien, ¿cómo iba a hacer que Ed reviviera el suyo solo para “saciar” de cierta forma mi curiosidad? –Nada –respondió encogiéndose de hombros. –¿Nada? –pregunté escéptico. –Mi madre y mis hermanas obviaron por completo el hecho de había salido del closet en medio de una cena familiar diciéndoles que me gustaba sexualmente un chico de la escuela. No me dijeron nada. Solo lo suprimieron de sus memorias y decidieron no hablarme por casi tres semanas en las que únicamente me mandaban a la Iglesia a orar, arrepentirme por mis pecados ante Dios y me mantuvieron en arresto domiciliario hasta que decidí irme de la casa y vivir con Sean –se detuvo para tomar un poco de aire. Se sentía como si se le estuviera haciendo un poco difícil poder respirar mientras hablaba. Intenté disuadirlo nuevamente de la historia, pero Ed solo continuó interrumpiéndome–. Yo iba a la Iglesia y me disculpaba, una y otra vez. Lo que hacía… lo que me gustaba… quien me gustaba estaba prohibido para mí. ¡Toda la vida lo había estado! Lo que yo deseaba estaba mal. Sabía que no era una conducta correcta. Era inapropiado en tantas formas ¡Ni siquiera era ni biológicamente correcto, y la gran mayoría de las veces las ciencias desacreditan por completo la región, pero esta vez en particular todo estaba en mi contra! ¡Y yo sabía que estaba mal! Había leído mis pasajes de la Biblia, conocía los mandamientos y lo que se suponía no debía hacer…“No deberán yacer con un hombre mientras yace con una mujer”, lo leí un millar de veces. Pero también leí “Benditos los de corazón puro porque ellos verán a Dios”, “Benditos sean aquellos que han sido perseguidos por la rectitud y el bien, porque de ellos es el Reino de los Cielos”… ¡y yo leía todo eso y me sentía seguro de que Jesús era mi salvador, no mi padre o mi madre, quienes habían decidido negar a su propio hijo! Yo estaba seguro de que Dios perdonaría la debilidad de mi carne y todos mis pecados hasta un día… Un día fui al hospital por lo que parecía ser un terrible ataque de asma y terminó siendo un cáncer. – Yo no sabía que decir. Ante su confesión me había quedado sin palabras y sin aliento. Solo estaba a su lado sosteniendo su paliducha mano escuchando todo lo que tenía para decir. –Cuando mi padre se enteró de mi enfermedad te puedo asegurar que se sintió de maravilla. Se sintió como si el cielo mismo me estuviera dando una lección de vida. “Justicia divina” dijo él. Incluso sintió la necesidad de ir al hospital y hacerme saber que pensaba de mí y de mis “desviadas conductas”. Él me llamó una abominación y me sentenció a una eternidad en el infierno. Mi madre, por otra parte no armó tanto escándalo al respecto. Mi madre se comportó como una dama y fue mucho más diplomática. Ella solo me preguntó dónde se había equivocado en mi crianza. Me preguntó si yo sabía lo devastador que era querer a un hijo que ella había criado por tantos años sabiendo que no lo vería en el Cielo. Mi padre se comportó como un amateur en eso de hacerme sentir mal, pero mi madre… ¡ella fue una profesional! – –Pero ahora, las relaciones son mejores con tu madre que con tu padre –recordé. –Sí. Por un tiempo no entré en contacto con ninguno de los dos, pero la primera vez que toque fondo y estuve en estado crítico, les envié una carta pidiéndoles que vinieran a despedirme en el hospital y solo mi madre vino. Verás, en aquel momento, era muy claro que yo estaba muriendo y solo mi madre fue a darme un último adiós, así que aclaré mis cosas con ella y cuando, milagrosamente fui dado de alta del hospital, también con mi hermana menor, Annie. – –No le has escrito a tu madre esta vez, Ed… – hice notar, pero él sonrío trabajosamente. –Sí lo hice –me dijo negando con la cabeza en un gesto totalmente vencido–. La llamé esta tarde para que viniera a verme –se secó las lágrimas–. Yo realmente creo que esta es mi última oportunidad, V, y no quiero irme sin verla. – –Pero si quieres separarte de Sean. ¿Cómo es eso justo –no lo comprendía. No sabía sus razones, pero nuevamente, yo no estaba en su situación–? ¿Sean ha estado contigo desde que te diagnosticaron la enfermedad? –pregunté. –Sí –respondió con un tono nostálgico–. Él siempre ha estado ahí conmigo. En Los Ángeles, cuando no tenía ningún seguro médico, él trabajó duro para conseguir los ahorros para que no me sacaran de la lista para unos pulmones nuevos. Pero al final, la junta del hospital decidió que era un desperdicio utilizar un par de pulmones funcionales en mí. Todo el mundo se dio por vencido conmigo: mi padre, mis doctores, pero Sean nunca lo ha hecho, y por primera vez desde que estoy enfermo quiero que lo haga –me dijo. –Yo consigo comprendo. – –Nunca lo entenderías. No lo harás hasta que estés postrado en una cama con los días contados viendo sufrir a la única persona que tú amas justo frente a ti –me dijo llorando. –¿Por eso es por lo que lo tratas así –le pregunté agobiado–? ¿Por qué le importas y él te quiere ver sano y fuera de este hospital? – –¡Nunca voy a conseguir salir de este hospital! ¿No comprendes eso? ¡Nunca voy a volver a estar sano otra vez! Me estoy muriendo. Y yo sé que estoy muriendo, pero no quiero que él tenga que sufrir por eso –exclamaba el muchacho. El pelirrojo comenzaba a beberse las lágrimas y constantemente tenía que detenerse a causa de los sollozos y la falta de aire–. No hay lugar en este mundo para una persona con un luto continuo. Creo que nadie mejor que tú puede comprender lo que significa eso. – Sus palabras me golpearon con la más brutal fuerza. No le deseaba mi sufrimiento a nadie y no, no había lugar para alguien tan dañado como yo en este mundo. –Él te ama –murmuré. –Lo sé. Y yo lo amo a él –me confesó–. Lo amo lo suficiente como para saber que verme muriendo lentamente lo está matando a él. – ¿Era eso lo que las personas que se amaban hacían para librar de su dolor al otro? ¿Mi madre entonces no me amaba a mí? –Entonces ¿cuál es tu plan? ¿Hacer que te odie para que se preocupe menos por ti? Porque eso nunca va a pasar. Solo estás haciendo que Sean se sienta miserable cada vez que peleas con él –le dije. –No sé qué hacer –se sinceró secándose las lágrimas del rostro. El chico estaba cansado, enfermo, y por encima de todas las cosas, Ed estaba vencido–. Ya no sé nada –dijo el chico exhalando a duras penas. Ed se quedó dormido entre sollozos y luego de un rato, la enfermera fue a hacer su ronda por la habitación cuando me quedé dormido. Cuando me desperté no sabía qué hora era; si era de día o de noche porque en aquel hospital no entraba un solo rayo de luz en ninguna de las habitaciones. Solo sé que el roce gentil de una mano sobre mi frente me hizo volver a la realidad. –Vince… ¡Vince –me llamaba, y en mis sueños, se parecía mucho a aquella voz maravillosa voz de Alice, la chica del café–! Vincent, por favor, despierta. Necesito hablar contigo –sin embargo, al despertar, encontré que no se trataba de Alice, sino de otra mujer igualmente relevante en mi vida: Cass. –¡¿Qué sucedió?! –exclamé con una sobrada preocupación poniéndome de pie de un brinco e inspeccionado su figura con mis ojos buscando algún golpe, marca o moretón. Por supuesto, para mí, que Cass estuviera en el hospital solo significaba que Mike la había herido de gravedad. –¡Shhh –me silenció Cass poniendo una mano en mi boca–! Hablemos afuera. Él está durmiendo –me dijo apuntando hacia Ed que yacía en su cama profundamente dormido. Caminamos sin decirnos una sola palabra hasta la cafetería del hospital donde Cass pidió un descafeinado y yo un cappuccino. Ya sentados en una de las mesas del fondo, cerca de los ventanales de cristal mojados por las lluvias de diciembre, yo me decidí a hablar finalmente al ver que ella no lograba levantar su vista del frágil vaso del café. –¿Cómo supiste que yo estaba aquí? –pregunté. –Uno de tus amigos me lo dijo. El alto, de cabello rubio. –me dijo. –Ronnie –le aclaré. Por supuesto que había sido Ronnie. ¿Quién más, si los demás ni siquiera sabían que yo tenía una hermana?– ¿Cómo conseguiste su número? – –Más bien pregunta cómo él consiguió mi número –me dijo–. Recibí una llamada suya hace unos días diciéndome que tú estabas un poco errático –me tomó de las manos y me miró a los ojos–. Sé que no tienes las medicinas, pero, Vince, tienes que decirme si empiezas a sentirte como mamá…– –¡Estoy bien, Cassidie! –respondí con rudeza. Detrás de ella, Jaime leía un libro y yo me esforzaba por no mirarlo. –¿Qué le sucedió a tu amigo… el chico que está encamado? –me preguntó mi hermana para desviar el incómodo tema de conversación y penetrar mi defensiva coraza. Yo la conocía. Ella no quería decirme todavía el motivo por el cual estaba en el hospital. –Ed tiene cáncer de pulmón. Está en la etapa IV del cáncer –respondí– ¿Y tú por qué estás aquí? ¿Él te hizo algo –pregunté encolerizándome un poco al imaginarme lo que aquel hombre le pudo haber hecho a mi hermana–? ¿O acaso él recibió alguna golpiza de parte de la gente a la que estafa? – –No sucedió nada, Vince –me respondió escondiendo sus manos debajo de la mesa. Cass hacía eso solo cuando tenía algo importante que decirme y se avergonzaba de ello. –Puedes decirme lo que quieras. No me voy a molestar –le dije suavizando un poco la dureza que se reflejaba en mis ojos en aquel momento. Cass respiró profundamente y cerró los ojos. Al abrirlos, vi en ellos un miedo que jamás mi hermana me había demostrado; un terror tan abismal que me heló por dentro. ¿Cuándo mi hermana había comenzado a tener miedo de cómo yo pudiera reaccionar? –Vince... –me habló con la voz quebrada –estoy embarazada de Mike. – Contuve las lágrimas tanto como pude. Una parte estaba feliz por Cassidie, pero la otra parte de mi ser quería gritarle todos esos miedos reprimidos de mi alma. Si mi hermana llegaba a tener un hijo con ese hombre, jamás lograría separarse de él y tener la vida que merecía. Esa criatura que llevaba en su vientre, era su muerte. –Vincent, no sé qué hacer –me habló. Ella se sentía igual que yo. Sabía cómo su vida cambiaría de ese momento en adelante. –¿Él lo sabe? –pregunté luego de un largo silencio en el cual intenté asimilar toda la información que Cass me había confesado. –Todavía no se lo he dicho. – –Quizás deberías decírselo –le dije–. ¿Quién sabe? Quizás deja de pegarte durante el embarazo… o quizás no. Y en ese caso sería mejor que te prepares para perder el niño, o quizás perder la vida –sentencié molesto y pronunciando mis últimas palabras, me levanté del asiento dejándola sola en la cafetería del hospital. Me sentía mal por ella. Estaba agobiado por toda la mierda que estaba sucediendo en mi vida últimamente. Subí a la habitación de Ed y me dejé caer sobre el sillón frente a su cama. El chico abrió sus ojos lentamente y me echó una mirada cargada de preocupación. –¿Sucedió algo grave? –me preguntó. –No –respondí en un tono reseco–. Solo lo normal –suspiré encogiéndome de hombros y cerrando mis cansados ojos. –Necesito salir de aquí, V –me habló el chico en un suspiro–. No quiero pasar mis últimos días entre estas cuatro paredes –confesó–. Prométeme que me vas a sacar de este lugar. –
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