El sol está prácticamente en su punto más alto, cuando salimos de la iglesia con mi pequeña Victoria, algo inquieta en mis brazos. Una bocanada de aire fresco acaricia mis mejillas y trata de desacomodar mi cabello, pero no por eso, me afectan menos las miradas que nos siguen gran parte del trayecto como una sombra.
La señora Amelia trató de prepararme para este momento y aunque debo confesar que agaché la cabeza un par de veces, la mayor parte del tiempo tuve una mirada relajada y la cabeza erguida. Si o si, la instrucción de la señora Amelia, es mantener una expresión neutra, espalda recta y cabeza erguida mientras esté en la calle.
—No fueron tus pecados, no tienes nada de que avergonzarte —esas fueron sus palabras para tratar de motivarme.
Al llegar a la modesta residencia al final del pueblo, suspiro aliviada. La señora Amelia me dirige una mirada de orgullo antes de entrar a la casa.
—Los dos hombres son buenos partidos, aunque hay uno más difícil de trabajar que el otro y da la casualidad que en esas dos casas, hay personas que requieren nuestros servicios.
Miro interrogativamente a la mujer, quien con voz de suficiencia, afirma:
—Los malestares estomacales son muy comunes y da la casualidad que…
La mujer está hablando cuando somos interrumpidas por un golpeteo acelerado en la puerta de la casa.
—Señora Amelia, la señora Dolores, se puso mala —afirma Juan, el bello hombre de tez bronceada y espalda ancha que trabaja en la tienda de telas que tiene la habilidad de generarme pensamientos pecaminosos.
—Vamos —me dice la mujer, tomando su canasto de hierbas para luego salir de la casa —a la señora Dolores aún debería quedarle unos dos meses para entrar en labor de parto.
La sigo sin chistar, pues quiero aprender todo lo que pueda de la señora Amelia, pero también porque es mi forma de retribuir a todas las atenciones que la buena mujer tiene conmigo y con mi hija. A pesar de su edad, la señora Amelia es una mujer muy enérgica y me cuesta un poco seguirle el paso, teniendo a Victoria en mis brazos.
Un pequeño camino de piedra nos recibe al ingresar al jardín delantero de la casa, lo cual aunque no es lujosa ni grande, deja ver a todas luces que pertenece a una familia de estrato medio, que está en pleno auge por tener algunos espacios adicionales y cosas bonitas que no tenemos los pobres.
Al menos eso es lo que dice la señora Amelia, pues para mí es una casa muy lujosa, así sea solo de dos aguas y no tenga electricidad. Ella dice que en la casa de los ricos hay luz, sin necesidad de usar lámparas de gas o aceite, como hacemos el resto de los cristianos, por eso no debo maravillarme por esta casa. Yo solo he visto eso de lejos, y debo confesar que para mí, eso es como ver magia, algo casi imposible de creer. Prender y apagar una luz con solo oprimir un botón, no es fuego, no debo cuidar que se caiga y queme la casa, es casi como si fuera una extensión de la luz del día, en plena noche, creo que es maravilloso, algo casi irreal.
El techo de la casa es muy alto, así que es una casa muy fresca si se compara con el lugar en que vivimos. El señor de la casa nos recibe en la entrada:
—Ella se queja de dolor bajo —afirma el hombre con rostro de preocupación —pero aún es muy pronto para que nazca el bebé.
—Es la primera vez que la voy a revisar, eso quiere decir que la estaba atendiendo el médico, ¿por qué no lo llamó a él?
La señora Amelia mira el rostro acongojado del hombre fijamente, esperando la respuesta a su pregunta.
—El doctor Castro ya la revisó y dice que es por su edad, que ella ya está muy vieja para estar teniendo niños. Sé que mi esposa no es joven, ya tiene casi treinta años y nuestro hijo menor tiene ya cuatro, por eso pido su ayuda.
El hombre mira a la pequeña Victoria y es más que evidente su gusto por los niños. Él quiere ayudar a su esposa, quiere que su hijo nazca bien. La señora Amelia deja escapar un suspiro antes de hablar.
—No puedo garantizar nada, pero voy a revisarla y le daré mi concepto —afirma la mujer.
El hombre nos guía hasta la alcoba matrimonial, en la cual una mujer nos mira entrar y me lanza una mirada de odio, apenas me reconoce.
—Solo la señora Amelia, no quiero a esa perdida aquí —grita en medio de su evidente incomodidad la mujer.
Mis pies se quedan plantados en el suelo, justo después de cruzar el marco de la puerta. Estoy por retirarme del lugar cuando la voz de la señora Amelia me frena:
—Ella es mi familia y mi aprendiz, ella se queda.
La mujer endurece aún más su mirada y sigue hablando.
—Le aseguro que familia o no, su clientela disminuirá mucho debido a ella, es más, hace rato debe estar sintiendo los efectos de eso. Es una pecadora, una mujer manchada y todos quienes tengamos contacto con ella estaremos ligados no solo al deterioro de nuestro nombre, sino que posiblemente recaerá sobre nosotros el castigo divino.
Las palabras de la mujer son duras y representa lo que piensa la mayor parte de la sociedad. Mis ojos pican amenazando con dejar salir lágrimas, debido a la vergüenza que escuchar esas palabras me genera. Lo peor de todo, es que no se me había ocurrido que mi permanencia en la casa de esa buena mujer, le estuviera generando problemas económicos, mucho más grandes de los que normalmente enfrenta.
—¿Usted quiere el bien para su familia? Yo también señora Dolores. Tal vez muchos deberían estudiar mejor lo que dice la biblia y no solo dedicarse a juzgar.
La mujer toca su vientre y apachurra los ojos, lista para contestar cuando su marido interviene.
—Ella se va a dejar atender, no se preocupe señora Amelia. Siga por favor —me dice el hombre.
Algo dudosa, mi mirada pasea entre el rostro enojado de la mujer y la mirada altiva de la señora Amelia, decidiendo que solo puedo seguir. Afortunadamente, Victoria duerme plácidamente en la pequeña canasta, aunque pronto ya no cabrá ahí.
El hombre mira fija y duramente a su mujer y esta derrotada aparta su mirada y vuelve y se recuesta en la cama, siguiendo las indicaciones de la señora Amelia. Mientras la señora Amelia, toca su vientre crecido por todas partes, la mujer cuenta los síntomas que tiene. Realmente nada le duele, pero este es su sexto hijo y dice sentir diferente al bebé, diferente su vientre y eso la asusta.
—Amalia, ven acá —me llama la señora Amelia y toma mis manos para ponerlas sobre el vientre de la mujer, la cual contrae levemente su cuerpo al sentir mi contacto —esta es la cabeza del niño —me dice indicando que haga más presión con las yemas de mis dedos, pero a estas alturas la cabeza del bebé ya debería estar aquí —mueve mis manos y las deja mucho más cerca a la zona pélvica de la mujer.
—¿Por qué un médico no se ha dado cuenta de eso? —pregunto un poco sorprendida de que el doctor no lo detectara.
—Hay muchas cosas en las cuales los médicos no creen, como en el cuajo, el mal de ojo, en las sobadas y en los malos espíritus.
No sabía eso, no entiendo como es posible que un médico no crea en esas cosas, eso quiere decir que no cree en Dios, pues ¿cómo es posible creer en Dios y negar por completo la existencia del diablo y sus demonios?
—¿Hay algo que podamos hacer? —pregunta el hombre, quien había ingresado con nosotras a la habitación y cerrado la puesta tras él, para evitar que sus hijos curiosos y preocupados, ingresaran también.