1. UN NUEVO INICIO
—Puja niña, puja.
Duele, duele como los mil demonios y aun así, no tengo más opción que seguir las instrucciones de la partera. No tengo idea de esto, es mi primer parto y siento como si me estuviera partiendo en dos. Mi frente está empapada y mi cuerpo se siente pegajoso debido al clima húmedo y a la actividad que mi organismo y este bebé me está obligando a realizar.
Estoy asustada, el dolor no cesa y temo por mi vida y la de mi bebé, pues he escuchado muchas historias de mujeres que mueren durante el parto. La historia de mi madre fue una de esas.
Un grito especialmente fuerte se desprende de mi garganta, cuando el peor dolor de todos se siente en mi zona baja.
—Ya salió la cabeza, Amalia, lo estás haciendo muy bien, puja una última vez, fuerte.
Los gritos de la mujer me dan la esperanza de terminar pronto con esto y gracias a Dios, no se equivoca. El llanto de mi bebé se escucha de repente y tras unos pocos segundos, la mujer pone el pequeño cuerpo de mi bebé sobre mi pecho.
—Es una niña, una hermosa y fuerte, niña.
El llanto corre por mis mejillas, en parte es emoción, pero también es miedo. Una niña, las niñas son lindas, pero en este mundo es más difícil cuidar de una, yo misma no pude cuidarme, así que la abrazo con fuerza tratando de no entrar en pánico.
Estoy exhausta, así que echo la cabeza hacia atrás y la dejo descansar por fin sobre la superficie. La mujer toma a mi bebé para limpiarla y vestirlas, mientras tanto, observo el humilde techo de barro y paja y las rústicas e irregulares paredes y agradezco al cielo que naciera aquí y no sola en medio del monte. Estoy segura de que no habríamos sobrevivido. Mis párpados empiezan a pesar y creo que pierdo la conciencia por unas cuantas horas.
El sonido del crepitar del fuego me recibe cuando vuelvo a abrir los ojos. Es de noche y las sombras generadas por las llamas de una estufa de hierro y una vela sobre una pequeña mesa de madera, dan al lugar una imagen algo fantasmagórica. La mujer que me ayudó no está a la vista, al igual que tampoco está mi bebé, pero la olla, con el guiso en el fuego, me indica que deben estar cerca.
Me incorporo lentamente y para mi sorpresa, el cuerpo me duele mucho menos de lo que pensaba que lo haría. Quedo sentada al borde de la cama de paja, la cual había sido cubierta por una vieja sábana blanca, para poder dar a luz ahí, así que aunque no soy capaz de ponerme erguida, tomo la sábana y me dispongo a salir para humedecer parte de la tela limpia para asear mis piernas y zona íntima. Estoy hecha un desastre.
—Qué bien que ya despertaste.
La mujer carga a mi bebé dentro de una cesta de mimbre con trapos como base y en su otra mano, lleva otra cesta llena de hierbas.
—Sí, ya estoy mejor, gracias —digo apenada con la señora Amelia y recibiendo la cesta con mi bebé.
—Aliméntala, puede que no te salga mucho al inicio, pero aun así debes ponerla o si no no te bajará la leche.
Escucho atentamente las palabras sabias de la mujer, pues no se nada de bebés, excepto que son pequeños y delicados. Es tan pequeña que me da miedo tomarla entre mis brazos, siento que podría partirla. La señora Amelia se burla de mí, dice que me veo encartada.
La mujer me recibió dos días atrás, me encontró en el bosque adolorida y con hambre y me brindó su mano. Ella es una mujer de unos cincuenta años, vive sola en esta pequeña cabaña, en la frontera del pueblo e inicio del bosque. Antes de conocerla, no se me habría ocurrido que una mujer pudiera vivir sola o ser independiente, al menos no en este mundo.
—Come bien para que puedas cuidar a la pequeña —me ofrece un plato humeante de sudado, recibe a mi bebé dormida y vuelve y la deja en la cesta —mientras tanto voy a prepararte los baños de asiento para que sanes bien, no es bueno subestimar los efectos de una dieta mal cuidada.
Como siempre, su comida me sabe a gloria.
—¿Ya has pensado un nombre? —miro a mi hija dormida y sonrío con algo de tristeza pensando en la posible vida dura que deberá vivir.
—Victoria, ese será su nombre.
—Victoria —repite la mujer —es un lindo y fuerte nombre, me gusta.
—Señora Amelia, no sé cómo agradecerle todo lo que está haciendo por nosotras —la mirada se me nubla por las lágrimas al saber que estamos viviendo de la caridad de esta mujer, quien evidentemente no tiene mucho.
—No te preocupes por eso niña, por el momento solo recupérate y después miramos que vamos a hacer —toma mi mano de manera fraternal —yo también pasé tiempos muy difíciles en mi juventud, pero ya estoy vieja y de alguna forma eso hace que mis problemas ahora sean diferentes a los tuyos.
Los cuarenta días de la dieta se pasaron en un parpadeo. Por recomendación de la señora Amelia, estoy diciendo a todo el mundo que soy su nieta y que nos quedaremos con ella por el momento. La casa más cercana está a unos quince minutos a pie, así que cuando acompaño a la señora Amelia al pueblo para ver a alguna paciente, la señora Ortencia cuida de Victoria junto a su pequeña hija, la cual es solo unos pocos meses mayor y obviamente cuando ella lo necesita, yo hago lo mismo.
Ha sido un tiempo de aprendizaje muy duro, no solo por ser ahora madre, sino que la señora Amelia me está enseñando a sobar para acomodar a los bebés y asistir en los partos. He tenido que memorizar también el nombre y propiedades de muchas hierbas, pues fuera de ser partera, la señora Amelia también tiene muchos conocimientos en medicina natural e insiste en transmitírmelos.
—Me estoy volviendo vieja —me dice un día —para mí es magnífico estar acompañada y pasarte mi conocimiento, he aprendido a verte como la hija que perdí.
Su mirada se pierde en la nada y es evidente que está pensando en ella.
—Tenía solo diez años cuando me la quitaron, era bella y vivaz —seca rápidamente sus lágrimas —me la quitaron y no supe a dónde la llevaron, no sé si sigue viva o que fue de ella.
Bajo la cabeza y ahora comprendo mejor por qué me ofrece su desinteresada ayuda. Aún en estos tiempos modernos, el gobierno no ha podido hacer nada para eliminar ese delito o simplemente no les importa, supongo que lo segundo es lo más seguro. Fui secuestrada hace tres años, justo después de la gran celebración del cambio de siglo.
Recuerdo la felicidad de esa noche, pues era la primera vez que veía los fuegos artificiales. Estábamos todos en el gran parque principal, papá y mi nueva madre estaban enfrascados en el cuidado de mis hermanos menores y yo muy descuidadamente me alejé de ellos para mirar mejor las increíbles luces.
Y así, fue como me despedí del año 1899 y recibí el 1900. Alejada de mi familia a la tierna edad de trece años y tratando de sobrevivir a una vida impuesta en uno de los tantos lugares de diversión nocturna frecuentado por los caballeros de alcurnia de la época.