La campana de la iglesia resuena por todo el pueblo, anunciando la misa dominical. Nunca me habría imaginado en una situación de estas. La señora Amelia está al lado mío y no teme por dañar su reputación al brindarme su apoyo. Me ayuda a cargar a mi bebé, mientras buscamos acomodarnos en una banca lo más adelante que podemos.
El sol de la mañana ya ha alborotado el calor en todo el lugar y espantado toda posibilidad de lluvia por hoy, pero no ha podido disipar las sombras de desaprobación que se ciernen sobre mí. Siento que muchas miradas me siguen, haciendo que los colores suban de manera inmediata a mi rostro. La mayoría de esas miradas son acusadoras, sobre todo las de las mujeres, quienes enfundadas en sus vestidos abotonados y sombreros adornados, cuchichean sobre lo descarada que soy al presentarme en la iglesia en el horario en que va la gente decente. No les importa que yo las pueda escuchar, esa es su intensión.
Encontramos un espacio disponible en la sexta fila, así que sigo el ejemplo de la señora Amelia, quien con calma se sienta derecha y acomoda debidamente su falda. Debo estar excesivamente roja, pues siento la cara caliente y no soy capaz de levantar la vista del suelo por el momento. El padre inicia la misa y pide que nos levantemos para recibir la bendición inicial.
La pequeña iglesia de piedra huele a incienso y velas encendidas, dando al lugar un aire solemne que me hace sentir en presencia de Dios. Mi bebé, envuelta en un manto suave, es ajena a la tensión que me generan esas miradas y el discurso moralista que está dando el padre. El padre Ramón recorre con la mirada la nave y se detiene en mí, con un gesto de desaprobación apenas perceptible. Siento el peso de la condena en esos ojos que deberían reflejar compasión.
Un grupo de chicas jóvenes, curiosas e intrigadas por el escándalo que me rodea, lanzan miradas furtivas en mi dirección, pues nunca habían visto a una mujer de moral dudosa y reputación manchada. Debo ser una novedad para ellas, casi como ver un animal extraño.
La señora Amelia dice que a pesar de mi condición de madre soltera, tengo muchas cosas a mi favor. Ella afirma que debo aprender a manejar mis atributos, para que pesen más que mi supuesta mancha. Mi juventud, mi vulnerabilidad, las condiciones especiales con que se dieron las cosas, mi belleza.
No había pensado en mí misma como una mujer bonita, pero debo admitir que no es la primera vez que escucho que lo soy.
Ella dice que mi piel blanca contrasta con mi cabello n***o, largo, y que mis ojos color avellana, en conjunto con mis largas y tupidas pestañas, tienen el poder de hechizar a los hombres, que los hace desear conocer mi historia y protegerme.
La atención de la mayoría de los hombres solteros y casados se desvía hacia mí, aunque unos me miran de forma más disimulada que otros. Soy del gusto físico de la mayoría, lo detecto en varias miradas lascivas que aunque tratan de disimular, soy capaz de percibir.
Conozco ese tipo de miradas y los efectos físicos que sufre el cuerpo masculino cuando las hacen y me parece repulsivo que tengan esos pensamientos en la casa del Señor.
Las curvas de mi cuerpo han sido moldeadas nuevamente por la maternidad y sé que eso es lo que las está generando. No puedo decir que no quiero esas curvas, pues eso quiere decir que a mi bebé no le faltará la leche materna por un buen tiempo.
A lo largo de la misa, intento concentrarme en las palabras del sacerdote, en las oraciones que deberían guiarme hacia mi redención. Sin embargo, las sombras de la desaprobación y la lujuria que me rodean, forman un cerco invisible que amenazaba con ahogarme.
—Es momento de que empieces a mirar disimuladamente tu entorno, Amalia. Debes decirme quién es de tu agrado —dice la señora Amelia, muy suave a mi oído.
Ella tiene razón, ese es el motivo de mi arreglo y este horario de misa. Si he de sacrificarme, que sea no solo con alguien que valga la pena, sino que sea de mi agrado, alguien a quien yo elija. No quiero pasar mi juventud sin emoción y pasión.
Aún algo tímida, recorro con la mirada las primeras bancas, pues ese es el lugar en que suelen sentarse las clases sociales más altas, pero a primera vista nadie llama mi atención. Soy observada por algunos hombres jóvenes cuyas vestimentas revelan que son de buena cuna, pero todos se ven tan… ¿Cómo decirlo sin que suene poco delicado? Tediosos.
Hay un hombre mayor que me mira con insistencia y que pese a qué podría ser mi padre, no puedo negar que es bastante atractivo aún. Nuestras miradas se cruzan un par de veces y pese a qué su mirada gris brilla, no es lujuria propiamente lo que encuentro. No soy capaz de descifrar su mirada.
—Me sorprendes, no pensé que un hombre mayor te llamara la atención —dice la señora Amelia, tan perceptiva como siempre —él es don Armando Alcázar, un próspero hacendado de la región. Viudo.
—Aún no me decido —digo torpemente.
La misa avanza y llega el momento de la comunión, la cual por obvias razones no puedo recibir. La fila para recibir el cuerpo de Cristo es larga, pero fructífera para mí; pues soy hechizada por los ojos más azules y hermosos que he visto.
El hombre es un sueño, un manjar para la vista de esta pobre mujer que acaba de pecar en pensamientos en la casa de Dios.
—Perdóname, Señor —murmullo mientras me persigno, con tan mala suerte que el hombre se da cuenta de mi gesto y una sonrisa encantadora surca su rostro, haciéndome sentir avergonzada.
Es un hombre alto y apuesto, quien seguramente está acostumbrado a qué le lluevan expresiones de afecto.
—Ese hombre es una mala idea, tiene fama de rompecorazones
—¿Quién es? —Pregunto muy curiosa.
—El señorito Julián Cuartas, hijo mayor de don Rodrigo Cuartas, dueño de todas las boticas de la zona.