—Claro que sí, pero será algo doloroso —afirma la señora Amelia mirando a la señora Dolores con algo de preocupación y luego a su marido —debemos hacer que el bebé termine de girar.
No es sino hasta que el proceso inicia, que puedo entender lo delicado de todo. La señora Dolores se queja de dolor y su frente suda un poco, pero no intenta en ningún momento detener las manos de la señora Amelia, mientras soba su vientre y poco a poco acomoda al bebé. Me sorprendo cuando la mujer me dice que es mi turno, pues siento que esa es mucha responsabilidad para mí.
Con paciencia la señora Amelia acomoda nuevamente mis manos y me hace sentir al bebé y poner presión suficiente para irlo corriendo lentamente. No sé cuanto tiempo pasa, pero al final el bebé queda en la posición en que debe estar. Siento que mis manos tiemblan de la impresión por la forma en que palpé al bebé sobre la piel de su madre. Los últimos minutos son angustiantes, sobre todo porque Victoria despierta y de forma enérgica exige mi atención.
—Lo más importante está hecho —afirma la señora Amelia mientras se acerca al señor Argemiro para darle las indicaciones para el cuidado de su esposa y entregarle las hierbas para que esta se relaje y pueda descansar.
Tomo a Victoria rápidamente y salgo de la habitación para alimentarla mientras espero a la señora Amelia. Afortunadamente en ese momento la sala está sola y puedo con mayor libertad liberar uno de mis senos para alimentarla. Hasta ahora estoy cubriendo mi pecho y mi bebé con mi chal, cuando ingresa nuevamente Juan.
Es un mal momento, pues estoy segura de que alcanzó a ver parte de mi pecho antes de que pudiera cubrirme, así que no supe que más hacer, fuera de concentrar mi vista en mi bebé, siendo consciente del sonrojo nuevamente en mi rostro.
—Qué bien, ya terminaste con la señora Dolores —afirma Juan después de aclarar su garganta y esconder muy mal una sonrisa que me indica lo mucho que le gusta lo que acaba de ver —las espero para acompañarlas nuevamente hasta la casa.
—Así es, ya terminamos, pero no es necesario que nos acompañes —respondo algo tímida pero con un extraño cosquilleo en mi estómago.
—Sé que no es necesario, pero quiero hacerlo, ¿le incomoda? —esos ojos verdes se centran en los míos y solo atino a mover la cabeza en señal de negativa.
Juan debe ser unos cuatro años mayor que yo, pero algo me dice que tiene muchas vivencias interesantes y por la forma en que me mira, es más que obvio que le gusto. Si tan solo él pudiera garantizarnos seguridad a mi hija y a mí, gustosa buscaría la forma de perderme en esos labios carnosos y de enredar mis dedos en su cabello algo rebelde.
—Tienes la piel muy bronceada, no es algo común con tu color de ojos —no puedo reprimir más mis ganas de saber de él.
—Si, hasta hace muy poco trabajé como marinero en el puerto, pero ya tengo veinte años, así que quiero asentarme, conocer a una buena mujer y por qué no, formar hogar. El señor Argemiro me dio la oportunidad de trabajar, ya que me conoce de tiempo en el puerto, pues las telas, llegan todas por mar.
Sé que mi rostro se oscurece cuando él dice que conocer a una buena mujer. Él no es lo que estoy buscando o lo que necesito, pero aun así, me entristece pensar que él no me considere una buena mujer.
—Es hora de irnos —la voz de la señora Amelia interrumpe el momento y agradezco eso —aún tenemos muchas cosas que preparar para mañana.
La mujer mira seria a Juan y camina en medio de los dos todo el trayecto, como si de una madre sobreprotectora se tratase. En el trayecto hablamos generalidades, mientras con la mirada nos decimos un par de cosas más. Tiene una sonrisa confiada y ahora entiendo por qué. Si trabajó en el puerto o fue hombre de mar, es normal que tenga la piel bronceada y que el trabajo duro le dejara un cuerpo marcado, tan varonil como es evidente que tiene.
Al llegar al lugar, una gran sorpresa nos está esperando en la puerta de la casa. Una hermosa cuna de madera, tallada a mano. Miro por todas partes tratando de encontrar una nota o algo que me indique quien y por qué alguien nos estaba haciendo tan generoso obsequio, pero nada, no encuentro nada.
El ceño de Juan se frunce y aunque no dice nada al respecto, es evidente que el regalo no le cae en gracia. No cualquier persona se puede permitir hacer un regalo de este talante.
Se despide de las dos y me regala un guiño a escondidas de la señora Amelia, logrando con ese gesto que termine de olvidar el mal rato que pasé con la señora Dolores.
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A medida que pasan los días, pequeños obsequios continúan llegando a la puerta de la casa y son dejados cuando no hay nadie, como si conocieran nuestro itinerario diario. Ropa bonita para Victoria, pañales bordados, juguetes y, lo más destacado, un hermoso coche, que nos facilitó mucho la movilidad, pues cada día Victoria pesa más y es más inquieta, tal y como de ser una niña de su edad.
Me pregunto si alguno de los dos hombres que llamaron mi atención en la iglesia es mi benefactor misterioso, pero aunque suspiro imaginando que puede ser el joven cautivador de ojos celestes, la señora Amelia, cree firmemente en qud es el señor Alcazar.
Sea quien sea, no puedo evitar sentir un cálido agradecimiento en mi corazón, pues no creo posible que alguien que invierta tanto en nosotras y se arriesgue al desprestigio social sin que yo haga nada para tentarlo, pueda ser una mala persona. Es imposible que sea una mala persona, menos cuando todo lo está haciendo de forma anónima.
La cuna se ha convertido en el rincón más especial del pequeño hogar, adornado con lazos y flores que hacen ver mucho más animado y bonito el humilde lugar.
La señora Amelia ya está haciendo planes para mañana, pero mientras me doy mi necesario baño de la noche, he decidido que buscaré la forma de encontrar a nuestro benefactor.
—¿Quién serás?