La desesperación rompía la paz de aquel verano, el señor Rosenbaum ayudado por algunos trabajadores buscaban a Rosbell, se hizo cargo de que nadie de los vecinos del pueblo supiera lo que había pasado. Pero, Ingrid se había enterado, aunque era una buena amiga discreta. Le confesó a Mackenzie que Rosbell y John llevaban una relación de casi dos años, pero el hombre no se había atrevido a pedir su mano pues aún no tenía dinero suficiente, ni buena reputación
—¡Ese sujeto! ¿Acaso no se hace el muy valiente robando a otros, acaso no dice que es un hombre rudo y todo eso? ¡Palabras de papel! ¡Nunca creas en los hombres, Ingrid, están hechos de promesas falsas! —exclamó con decepción—. No me creía a Rosbell tan ingenua, ahora pagará por su ligereza.
—Sé qué piensas que Fortune es malo, pero, creo que ama a Rosbell con vehemencia.
—¡Ojalá! Que valga la pena el dolor que está causando a nuestros padres —Mackenzie no quiso oír más, subió a su caballo y cabalgó rumbo a su casa que quedaba a tres kilómetros.
Iba a galope tendido, aprendió a montar desde chica, su padre la enseñó bien, deseaba tanto que el último hijo fuera varón, pero no se decepcionó, porque en Mackenzie encontró a un alma afín a la suya.
Mackenzie estaba desesperada, decidió ir rumbo a la playa, que estaba a quince minutos, necesitaba respirar, no podía más.
Se bajó del caballo, sosteniendo las riendas, caminó por la arena, no había casi nadie por ahí. Era el atardecer, evitó llorar y fue inútil, no sabía cómo enmendar la situación, era difícil porque podían quitarles las tierras de siembra, quitarles todo lo que tenían. Eran tiempos complicados. Y aunque ella se esmeraba en ayudar a su padre, incluso labrando tierra, no podía hacer más, lo único que se esperaba de ella era que asumiera un matrimonio ventajoso, y así, poder mantener la buena reputación de su apellido, pensó en lo estúpido que era algo así. Una risa sarcástica como su carácter escapó.
Entonces, al girar su vista lo vio, estaba sentado sobre la arena, con los vaqueros doblados hasta los tobillos, descalzo, con una camisa de algodón blanca, observó su perfil, era perfecto, como un príncipe exiliado, que descansaba adornado por el mar, su barba perfecta y delineada, sus cabellos castaños y cuando la miró, observó sus ojos azules como el cielo, su piel clara que parecía suave, la nariz larga y esos labios carnosos y rosados. Mackenzie perdió el sentido de la realidad, como si esa presencia magnánima hubiese despertado algo que no entendía, embobada, impactada, se detuvo mirándolo. Él, víctima de ese escrutinio descarado se puso de pie, era muy alto, musculoso, pero su gesto no era amable, los rayos de sol parecían iluminarlo como a un ángel bajado a la tierra
—¿Qué tanto me miras? —esa voz fría, masculina y gruesa por fin la despertó
—Yo…
—¿Acaso tienes un retardo mental? ¿Quién más?
Mackenzie meneó la cabeza, para recuperarse del bochorno, su rostro estaba enrojecido
—Lo siento… —dijo para dar la vuelta e irse, alcanzó su caballo, que ya se había ido, lo montó con perfección y cabalgó deprisa, alejándose, sin notar que ese hombre tenía sus ojos clavados en ella. August se acercó al señor
—¿Quién es ella?
—Es la hija más pequeña de los Rosenbaum.
Andrew Derickson asintió con sorpresa
—Así que es mi futura cuñada, ¿Verdad? —August asintió
—¡Vaya casualidad! Estoy aquí de incógnita, y lo primero que hago es encontrarme con ella, yo queriendo pasar desapercibido.
—Tal vez el destino así lo quiere.
—¿Qué? —dijo aturdido
—Es solo un decir.
—No digas pavadas, August, el destino no existe, todo se trata de estar vivo, uno crea su camino, no lo olvides —dijo golpeando con suavidad la mejilla de su empleado, quien solo asintió consternado
—¿Acaso su madre creía en el destino? ¿No fue por eso que eligió desposarlo con Rosbell Rosenbaum desde su tierna infancia?
Andrew asintió, tenía razón
—Sí, mi madre creía en un destino, un lazo que unía a las almas destinadas a siempre encontrarse, pero, ella después se arrepintió, pudo saber que eso no era sino una falsa burda, aun así, quiero cumplir su voluntad. Pero, con ello, también conseguiré mi propio beneficio.
—Pero, no olvide la fábula del destino.
—¿Cuál es? —preguntó curioso
—¿La olvidó? Le recordaré:
«Durante una batalla, un general decidió atacar, aun cuando su ejército era muy inferior en número. Estaba confiado que ganaría, pero sus hombres estaban llenos de duda. El general sacó una moneda y dijo:
–Lanzaré esta moneda. Si es cara, ganaremos. Si es cruz, perderemos. El destino se revelará.
Lanzó la moneda al aire y todos miraron atentos como aterrizaba. Era cara. Los soldados estaban contentos y confiados, atacaron con vigor al enemigo y consiguieron la victoria.
Después de la batalla, un teniente le dijo el general:
–Nadie puede cambiar el destino.
–Es verdad –contestó el general, pero mostró la moneda al teniente. Tenía cara en ambos lados» —terminando su relato August caminó al automóvil, pero Andrew se quedó pensativo, pensó en el destino, pensó en su dolor personal, ¿Acaso algo de sentido tenía? Lanzó un suspiro, volvió al auto para ir a la casa que odiaba.
Cuando Mackenzie llegó a casa y bajó del caballo, Clarence corrió hacia ella, se veía angustiada, se lanzó a sus brazos, casi llorando
—¿Encontraron a Rosbell?
—No… pero, Lord Derickson llegó a Glosk, ¡Está aquí! Padre está desesperado —exclamó
Mackenzie estaba preocupada, pero se mantuvo ecuánime, transmitiendo calma a su hermana que era muy nerviosa, luego volvieron a casa.
—Mañana iré a ver a Lord Derickson, quiere verme. Mackenzie, dirigirás la búsqueda de tu hermana, mientras yo no esté, trataré de alargar el maldito compromiso para traer a tu hermana de vuelta.
—Padre, espera —dijo Mackenzie, cuando Clarence subió a atender a su madre—. Te has puesto a pensar si ya es tarde para esto.
El señor Rosenbaum entendió el trasfondo de las palabras de su hija, porque era listo
—Lo sé, y no hay otra cosa que hacer que ganar tiempo, hasta hallar una solución.