El mesero dejó la bandeja sobre el mesón de la cocina y resopló furioso, apoyado en la mesa para calmarse.
―¿Pasó algo, jefe? ―preguntó Johan, otro de los empleados.
―¿Siempre se topan con gente así de desagradable?
―¿Cómo esa tipa? ―replicó Ignacio, un mesero que entraba en ese momento a la cocina―. No. Esa mujer es de lo peor, voy a ir yo a hacer el recambio de platos.
―A mí me tocó un tipo así una vez, era un hombre, qué terrible, me hizo llorar ―intervino Xiomara.
―¿Por qué no me lo dijiste?
―El cliente siempre tiene la razón, ¿no? Sobre todo, estos ricachones.
―¡No!
―¿Y por qué no le dijo nada a ella ahora?
―Porque a mí no me ofenden sus palabras, pero no por eso voy a permitir que les hagan lo mismo a ustedes, ella se aprovecha de su condición social y cree que me ofende porque soy un simple mesero, como si eso fuera denigrante. Se cree la condesa del Godess Carité ―replicó con sorna.
―En todo caso ―intervino Ignacio―, el tipo no lo hace nada de mal, cuando pasé cerca de su mesa, él la felicitaba por ponerlo en su lugar.
―¿Y se va a dejar? ―inquirió Johan.
―Ya veré cómo lo arreglo.
―¿Y si se enojan? ―preguntó Xiomara, asustada.
El hombre sonrió divertido.
―Que se vayan, yo mismo los pondré en el tablón para que se bajen de mi barco.
Los empleados de la cocina se rieron con ganas, sabían que era imposible eso, a no ser que los lanzara al mar y nadaran a tierra firme.
―Ya, toca el recambio, yo voy ―se ofreció la chica.
―No, no te preocupes.
―A veces son pesados con el sexo opuesto, si se pone tonta, va otro.
―Estaré al pendiente, si te dice la más mínima cosa, me haces un gesto y voy, no permitiré que te trate mal.
La chica sonrió y aceptó con un gesto, sabía que eso era cierto, él jamás trataba mal a ninguno de sus colaboradores.
Ulises observó a su empleada en todo momento, pero no pareció contrariada. Al regresar, esperó sus comentarios; nada.
―¿Y bien? ¿Qué pasó?
―Creo que no se sorprendió al ver que había cambiado su mesero, al contrario, pareció aliviada.
―O sea, es conmigo la cosa, el odio de la loca es en contra de mí.
―No creo que la loca sea ella, no pareció aliviada porque usted no le gustara, pareció aliviada de relajada, como si yo no representara un peligro.
―¿La defiendes? Eso es imposible.
―No sé, esa es la impresión que me dio, ojalá no sea una de esas mujeres que sufren violencia y que, por ser ricachonas, no pueden hablar, saben que serán mujeres muertas.
―Por favor, Xiomara, esa mujer está loca, no hay otra explicación.
―Bueno, si usted lo dice ―aceptó la joven bajando la voz.
―Perdón, no quise ser brusco, es que esa mujer me saca de quicio y ahora tú la defiendes.
―Sí, sí, lo entiendo, no tiene que disculparse. Pero a veces no todo es blanco o n***o.
―Tienes razón, pero, lo que es yo, no me vuelvo a acercar a ellos por nada del mundo, no quiero ser el causante de que misteriosamente caigan al mar ―terminó con tono divertido.
―Bah, usted no sería capaz, es más bueno que el pan ―le dijo Ignacio con sinceridad.
―No se confundan, yo soy bueno con quienes son buenos conmigo, pero con los que no se lo merecen…
―Usted no mata ni una mosca ―repuso Xiomara―, si no, la pareja de allá afuera estaría a trecientos metros bajo el mar.
―Tampoco fue para tanto, la tipa ni siquiera sabe ofender ―se burló.
―No fue eso lo que pareció cuando entró aquí con ganas de asesinar a alguien ―indicó Johan algo socarrón.
―La condesa me saca de quicio, eso es lo que pasa, desde que la vi y me miró con esa carita de yo no rompo un huevo… Ya pasó. No pensaré más en ella.
Los empleados se miraron aguantando una sonrisa, esa mujer le había gustado a su jefe, de ahí su molestia.
―Toca el postre, ¿vas tú Xiomara o voy yo? ―preguntó Ignacio.
―No, yo voy.
La joven, de unos veinticinco años y estudiante de Ingeniería en Administración de empresas, llevó los tiramisú con una gran sonrisa en sus labios. Otra vez, Ulises Areleus no despegó la vista de su empleada y de la condesa hasta que volvió.
―Igual que antes, nada déspota, al contrario, bastante amable, muy agradable la mujer.
―Perfecto, cualquier inconveniente con ellos, me avisan. Si es así, que contigo no tienen problema, me gustaría que fueses tú su anfitriona, así no hay contratiempo con los demás chicos. Yo tomaré uno de tus clientes.
―Claro, por mí está bien. Podría hacerse cargo de la pareja Russo, los abuelitos que están terminando su comida, a él a veces hay que ayudarlo a levantarse y le da pena que tenga que ser yo, una mujer, porque según él, no tengo fuerza; me preguntó si no había un hombre disponible para no abusar de una pobre damisela como yo.
―Perfecto, me haré cargo.
―Gracias.
―Qué machista el viejito ―comentó Ignacio.
―¿Qué esperas? Tiene casi noventa años, bastante bien conservados por lo demás, pero se crio en una época distinta, donde la mujer era frágil y delicada. Al menos es machista de esos, de que a la mujer no se le toca ni con el pétalo de una rosa y no de los otros que creen que son superiores a las mujeres y son su propiedad, mira que de esos abundan hoy con todo el antimachismo que hay.
―Eso es cierto.
―Voy a ver a los Russo, al parecer ya terminaron ―informó Ulises.
El hombre se acercó a la mesa y ayudó a Walter Russo a levantarse.
―Yo seré su anfitrión de ahora en adelante, mi nombre es Ulises Areleus.
―Gracias, joven, esto de llegar a los cuarenta ―bromeó el anciano.
―Sí, ya quisiera llegar yo a los cuarenta como usted ―contestó su anfitrión.
―Ojalá y con una mujer a su lado como mi Gianna.
―Eso es muy difícil en estos tiempos. Encontrar una buena mujer que lo aguante a uno, es complicado.
―Es de a dos, joven, el trabajo del hombre es enamorarla día a día. Ya encontrará a una mujer que lo ame y a quien usted ame hasta el fin de sus días.
―Espero que sus buenos deseos se cumplan, ya voy teniendo mi edad y todavía no aparece una mujer que me quite el sueño.
―No busque una que se lo quite, busque una que se los dé y que sueñe a su lado.
―Este viaje fue nuestro sueño de siempre ―intervino la mujer, unos diez o quince años menor que él―, pero nunca se nos pudo dar, llegaron los hijos, pasó el tiempo… y ahora estamos aquí, con nuestro último sueño cumplido. Ahora nos podemos ir en paz con mi viejo. Soñar juntos es muy importante, jovencito, luchar por ellos también y, como dice mi esposo, no olvidar de enamorar y enamorarse cada día. Hasta el fin, que en nuestro caso ya está cerca.
―Les queda mucha vida todavía, no diga que se pueden ir en paz o que se viene el fin de sus días.
―Ya no tanto. Lo único seguro de la vida es la muerte y nuestro reloj se está parando. ―La anciana tomó las manos de Ulises―. Joven, a veces el amor se encuentra donde menos lo espera, nunca trate mal a una mujer porque puede ser allí donde su corazón quiere alojarse.
―Jamás he hecho eso y espero no hacerlo nunca, mis padres me enseñaron a respetar a todos.
―A veces, las mujeres hacemos cosas que no queremos para no parecer obvias, en especial las mujeres que no son felices; aprenda a mirar más allá de las palabras.
―No entiendo a qué se refiere.
―Ya lo entenderá, joven. Gracias por la atención.
Los ancianos salieron del restaurant del crucero a paso lento y Ulises quedó confundido con las últimas palabras de la mujer.
Recogió los cubiertos y desocupó la mesa. Iba llegando a la cocina, cuando por el pasillo contiguo, el que daba a los servicios higiénicos, salió una mujer y lo chocó, casi le hace botar todo.
―¿Usted? ―espeta la mujer―. ¿Por qué no se fija por dónde va?
―¿Yo? Usted me golpeó a mí.
―¿Me va a culpar a mí? Por favor, usted no se fijó. Agradezca que no llamo a su jefe para acusarlo de acoso.
El hombre iba a sonreír hasta que escuchó la última palabra.
―¿Acoso? ¿Usted cree que la acoso? Por favor, señora, no me gustan las mujeres prepotentes con aires de grandeza y que no son más que… ―”baratijas, Condesa”, terminó en su mente y no de muy buena forma.
―¿¡Qué?!
―Permiso, no voy a seguir discutiendo con usted aquí.
―Imbécil ―dijo muy enojada y él pudo notar en sus ojos un brillo tal, que sintió que su odio era más grande que el mismo océano.
―Agradezca que es una mujer. Permiso.
Él entró a la cocina y, luego de dejar la bandeja sobre la mesa, sacó un vaso de agua y se lo tomó al seco.
―Esa mujer sí que lo odia ―comentó Johan.
―Esa mujer siente cualquier cosa por el jefe, menos odio ―aclaró Xiomara con un toque de ironía.
―Esa mujer lo buscó para poder gritonearlo, ¿cómo puedes decir que no lo odia?
―No sé, a lo mejor estoy loca, pero estoy segura de que esa mujer no lo odia, a lo mejor su marido es un psicópata y quiere que ella le demuestre que no siente nada por usted y por eso se siente obligada a maltratarlo.
Ulises sonrió divertido.
―Me parece que estás viendo demasiadas teleseries turcas ―bromeó Johan.
―Sus novelas rosa son las culpables, siempre que tiene tiempo libre, anda leyendo esas novelitas de amor ―se burló Ignacio―, esas son las que le dan esas ideas y anda viendo romance en todas partes.
―¡Pesado!
―No se burlen de su compañera ―ordenó Ulises con calma―. Mi querida Xiomara, eres demasiado joven para ver la realidad de la vida, esa mujer es un asco de persona, ella me odia simplemente porque soy hombre y mesero, soy de una clase social inferior… Como ella es condesa ―terminó burlón.
―Pero eso no es verdad, usted…
―Pero ella no lo sabe, para ella soy un arribista que quiere conseguir dinero a toda costa. Vi la verdad en su mirada ahora mismo, cuando me llamó imbécil. Ella tenía la sinceridad marcada en sus ojos. Esa mujer no siente nada más que rencor contra mí. No puedo hacer nada aparte de hacerme a un lado y rogar porque no me siga buscando, porque me va a encontrar.
―Llámenme loca, romántica, inocente, todo lo que quieran, pero de que hay algo raro en ella, hay algo raro, espero que no me den la razón cuando ella esté tres metros bajo tierra, como un número más de feminicidio.
―Por favor, míralo, él no le despega la vista de encima, vienen a celebrar su décimo aniversario de matrimonio… Mira, mira, ahora mismo él le está besando la mano como todo un lord.
―Y el moratón en su mejilla fue un golpe con la puerta del baño. No. Él es el loco y ella no es más que su víctima ―manifestó molesta y salió de la cocina para llevar el postre.