Dos días más tarde, Maritza y Ricardo subían al crucero prometido. El maquillaje que ella usaba ocultaba un pequeño moratón en su pómulo.
―Nelson, llévala al camarote, yo iré a dar una vuelta por ahí ―le dijo Ricardo al escolta de su esposa―. Espérame lista ―le ordenó a su mujer con tono frío.
―Está bien.
El guardaespaldas siguió camino al lado de la mujer sin emitir palabra alguna. Abrió la puerta de la habitación y la dejó así para que ella entrara.
―Descanse, mañana será un largo día, hay muchas actividades planificadas.
―Dudo que duerma, mi esposo quiere entrenar la ropa que usted me compró y después de esto…―respondió con amargura enseñando el golpe que le había dado hacía dos noches.
El hombre alzó su mano y pasó su pulgar por el pómulo herido.
―No se preocupe, esta noche él no vendrá a dormir.
―¿Cómo que no? ¿Qué va a hacer?
―¿Le preocupa?
―La verdad es que no, solo espero que no llegue bebido, se pone peor con trago en el cuerpo.
―No se preocupe, no vendrá. Descanse.
―Gracias.
El hombre hizo una inclinación con su cabeza, tomó el pomo de la puerta y la cerró. Se quedó afuera un momento y resopló, sacó su radio para hablar con su compañero.
―¿Está listo?
―Todo dispuesto.
―Perfecto.
Nelson miró la habitación unos segundos y caminó a paso apresurado por el vacío pasillo.
Maritza, por su parte, se dejó caer en la cama y suspiró. Esa noche dormiría sola. Sonrió. Eso era lo más parecido a la felicidad que había experimentado desde hacía mucho tiempo. En la ciudad, por más que llegara tarde, incluso de madrugada, ella siempre debía estar dispuesta para él, aunque no tuvieran relaciones, a veces solo gustaba de maltratarla, desquitarse con ella por cualquier nimio problema en su día, como si ella fuera la culpable de todo lo malo que le pasaba.
La mañana siguiente, Maritza abrió los ojos y se sintió relajada. Extendió los brazos en la cama, estaba sola, sola, sin su esposo. Había dormido muy bien, el vaivén del barco la había mecido toda la noche y el descanso fue muy reparador.
Se dio una larga ducha antes de ocuparse de su arreglo personal y salir a tomar el desayuno. Afuera la esperaba Nelson.
―Buenos días, señora, ¿cómo amaneció? ―preguntó algo burlón por la hora.
―Buenos días, Nelson, amanecí muy bien, gracias. ―Tenía una radiante sonrisa y no notó la ironía del hombre.
―¿Le gustó la cena? Pensé que no querría salir, por eso le envié la comida anoche.
―Pensó bien, gracias, estaba muy rico todo y tuvo razón en que no quería salir.
Las facciones del hombre se suavizaron, pese a que no llegó a esbozar una sonrisa.
―Vamos, su almuerzo la espera.
―¿Almuerzo? En realidad, pensaba tomar desayuno, pero creo que es más tarde de lo que pensé, ni siquiera vi mi celular.
―Pasan de la una, dudo que sea hora de desayunar.
Ella se encogió de hombros, sentía que no tenía por qué preocuparse, más que de mantenerse en pie. Se tomó del brazo masculino, ya que el movimiento de la embarcación la hacía tambalear.
―¿Y mi esposo?
―Está en la piscina con una horrible resaca.
―Ah.
―¿Quiere ir con él?
―¡No! ―Se detuvo y lo miró asustada―. ¿Tengo que ir?
―No, ni cuenta se ha dado de que usted no está. Preguntó por usted esta mañana, pero como no había salido del camarote, no le importó, supuso que todavía lo esperaba y decidió dejarla plantada ―dijo con un tono de ironía.
―Sí, estaba ansiosa porque llegara ―se burló.
Entonces el guardaespaldas sí esbozó una leve sonrisa, casi imperceptible.
―Bien, esta es su mesa, su anfitrión ya llegará a atenderla.
―Gracias, Nelson, ¿usted ya almorzó?
―Ahora voy a hacerlo, aquí no corre peligro.
Ella sonrió por respuesta y el gorila se alejó por un pasillo.
―Señora Zegers, buenas tardes, ¿ya decidió lo que quiere comer?
Maritza ni siquiera había visto el menú, miró al hombre que le regalaba una bella sonrisa y quedó estática.
―¿Qué me recomienda?
―No se preocupe, vuelva en un rato, yo decidiré por los dos.
La voz de Ricardo, su esposo, la puso a la defensiva.
―Sí, ordenaremos en un rato, déjenos espacio, por favor ―afirmó al mesero con voz agria.
―Claro, como ordene, vuelvo en unos minutos.
El hombre alzó las cejas y se retiró de la mesa, sorprendido por la actitud de la pareja.
―¿Y tú? ―le preguntó él.
―Acabo de levantarme, creo que el barco me hizo dormir demasiado profundo. ¿Y tú? No te sentí llegar ni levantarte.
―No quise despertarte ―mintió―, te veías muy bien durmiendo.
―Me imagino, como princesa de cuento, ¿no? ―ironizó.
―¿Acaso no vives en un cuento, princesa?
Ella miró a su alrededor y sonrió.
―Esto es un sueño para cualquier mujer ―aceptó, pero en su mente agregó que no para ella.
―Por ti, todo, mi princesa ―le dijo y tomó su mano para besar sus nudillos.
Maritza sonrió con extrañeza.
Ricardo llamó al mesero.
―Tráenos pato asado con papas rústicas, ensaladas verdes y de postre… tiramisú.
―¿Algo de beber, señor?
―Vino, el mejor que tengas.
―Está bien.
―¿La señora desea algo más?
―Ya oyó a mi esposo, ¿o está sordo? No queremos nada más. Retírese de una vez.
El empleado hizo un gesto de desagrado y se retiró.
―Me gusta que te hagas respetar, estos rotos patipelados, cuando les das la mano, se toman el codo, no saben mantenerse en su lugar y creen que todos somos iguales ―halagó Ricardo―. Espero que mantengas la misma actitud con él todo el viaje, es más, quiero que lo humilles cada vez que te acerques a él. Ese tipo quiere contigo y supongo que no lo vas a permitir, ¿verdad?
―Ricardo…
―¿Te gusta, acaso?
―¡No! Por supuesto que no, pero de ahí a humillarlo por nada…
―Bueno, no lo hagas. No te puedo obligar, ¿verdad? ―preguntó en tono de amenaza.
Ella suspiró y cerró los ojos.
―Aquí tienen su vino. Señor. ―Le vació un poco del líquido en la copa para que diera su aprobación.
―Sí, gracias.
El mozo sirvió el vaso de Maritza y luego el de Ricardo.
―Ya traigo su comida.
―Espero que no tarde, al paso que va, estará frío.
―¿Perdón?
―Apresúrese, lástima que no hay más donde comer aquí, en este pequeño cuchitril que llaman “crucero”.
El hombre resopló y volvió a la cocina.
―Muy bien hecho, princesa, perfecto.
―Sabes que no se lo merece.
―¿Y eso qué? Así no le quedarán ganas de acercarse a ti, ya vi cómo te comía con la mirada.
―Eso no es verdad.
―Eres demasiado inocente, princesa, para darte cuenta de las lascivas miradas que despiertas.
―Si no usara estas prendas…
―La culpa no es de las prendas, la culpa es tuya por ser tan provocativa.
La mujer iba a replicar, pero vio al mesero caminar hacia ellos y calló.
―Aquí está, espero que sea de su agrado.
―Siempre y cuando usted no lo haya cocinado.
―Por supuesto que no, para ello hay personal cualificado, señora, yo soy solo un mesero.
―Retírese de mi presencia, por favor, no quiero oír nada de usted ―le ordenó.
El empleado parecía a punto de estallar, sin embargo, se mordió la lengua y se fue de allí.
―Así actúa una mujer de clase, sabe muy bien poner en su lugar a los desclasados. Todos estos tipos esperan cazar a una ingenua mujer para subir de escalón en la sociedad, cosa imposible, por supuesto ―la halagó su esposo.
―Claro.
La mujer se sintió mal por pensar que ella también era una desclasada, pues, aunque su familia no era pobre, tampoco estaba al nivel de los Zegers. Cuando lo conoció, él era el hombre perfecto y nada quedaba ya de ese orgulloso y… Detuvo sus pensamientos de golpe. Sí, siempre fue igual, orgulloso, frío y algo engreído, solo que no es lo mismo admirar a alguien así, que vivir con uno. Ella lo entendió demasiado tarde.