Capítulo 1
Maritza se sentó frente a su esposo en el elegante restaurant en el que la había citado. Sostuvo su mirada unos segundos y luego bajó la cara, ni un “hola”, mucho menos una sonrisa de parte de su esposo, la recibió.
―¿Cómo estás? ―le preguntó ella en tono bajo.
―Nos vamos a ir de viaje ―le explicó él con tono autoritario―, vamos a tomar un crucero por el Mediterráneo, estaremos veinte días fuera.
―¿Veinte? ¿Y tu trabajo? Jamás lo dejas.
―Esta es una ocasión especial, es mi regalo de aniversario, no todos los días se cumplen diez años de feliz matrimonio.
Ella sonrió entre confundida y nerviosa, ¿feliz matrimonio?
―Ahora, después de almuerzo, quiero que vayas a comprarte ropa, quiero que seas la más linda del barco, aunque claro, no para coquetear con otros hombres.
―Sabes que no, Ricardo, yo no...
―Sé que no, cariño, yo solo digo.
Ella bebió un sorbo de su vino, era muy dulce y suave.
―También quiero que te compres ropa interior sugerente, hacer el amor en un barco es muy excitante.
―Está bien.
El resto de la comida fue en silencio. Al terminar, él la tomó de la mano y la sacó del local como si fuera una niña pequeña a la que había que tener controlada para que no hiciera una maldad.
―Nelson te acompañará, ya le di mi tarjeta, él te orientará en lo que espero de estas compras. ―El hombre le dio un corto beso a su esposa―. Ah, y nos vamos pasado mañana, ten todo listo para entonces.
―¿Pasado mañana?
―¿Algún problema?
―No, no.
―Bien. Nos vemos a la noche. Te quiero preparada. ―Otro corto beso, se subió al automóvil que lo esperaba y se fue.
Maritza miró a su escolta, el que tenía una expresión indescifrable, como siempre.
―¿Le dijo dónde comenzar?
―Claro que sí, señora. Vamos.
El hombre le indicó una dirección y comenzaron a caminar lado a lado. Durante toda la tarde, todas las horas que tardaron en comprar, Nelson no pronunció palabra alguna, solo escuetos “No” cuando alguna prenda que ella quería elegir no sería del agrado de su jefe, quien había sido muy específico en lo que quería que su esposa llevara. Cada cierto rato, tras varias compras, aparecía el chofer y se llevaba las cajas o bolsas de lo que había adquirido. En más de una ocasión, Maritza le dijo que ya era suficiente, sin embargo, el hombre la obligaba a seguir comprando; debía llevar al menos, dos conjuntos diarios.
Al llegar a la sección de ropa interior, Maritza esperaba que el hombre se alejara y, contrario a ello, eligió un conjunto de encaje n***o y una diminuta camisola que no dejaría casi nada a la imaginación. La mujer se puso roja.
―En esto, su esposo fue mucho más específico.
―Menos mal que no me los tengo que probar frente a usted.
―No se preocupe, sé exactamente cómo le quedarán.
―Supongo que eso no se lo dirá a mi esposo, lo despediría de inmediato.
―Al contrario, señora, él me enseño un video suyo muy sugerente, por eso tengo claras sus medidas y la forma de su cuerpo.
―¿Un video? Pero... pero... ¿cómo? Yo nunca...
―No se preocupe, nadie más verá esos contenidos. Tome, este se le verá muy bien y mi jefe quedará muy satisfecho.
Ella se lo arrebató de las manos y lo hizo una bola con ganas de lanzárselo por la cabeza.
―No se moleste, él solo quiere lo mejor para usted ―dijo de una forma que Maritza no distinguió si lo hizo con ironía o con enojo.
―Claro, si usted lo dice...
―¿Lo duda, acaso?
―No lo dudo, lo que digo es que usted no tendría por qué haber visto nada íntimo de mí y mucho menos estar eligiéndome la ropa interior.
―Él paga y tiene derecho a obtener lo que quiera a cambio de ese dinero, así funciona, ¿no?
―¡Yo no soy un objeto!
―No, pero la ropa sí y esa la quiere él a su gusto.
―Entonces debería haber venido usted solo, si usted escogió todo.
―Escuche, señora, yo trabajo para él, si él me ordena algo, yo lo cumplo. Usted, en cierto modo, también trabaja para él. Todos sus gustos y todos sus caprichos salen del bolsillo de él, así que él tiene derecho a decidir y a exigir lo que se le dé la gana y muy esposa suya será, pero él manda, él decide, él es dueño de su vida y si no le gusta, lárguese, a ver dónde va a estar mejor. Su familia no tiene todo el dinero del que goza con su esposo, señora, además, dudo que la reciban de vuelta después de las humillaciones que los hizo pasar cuando se convirtió en la gran señora Zegers. Usted quería dinero, joyas, una posición social... Ahora tiene que pagar el precio y, por el momento, este es el precio, que sepa que yo la vi desnuda en todo su esplendor, que sea yo el que le escoja la ropa interior y, si se me da la gana que se la pruebe para verla, lo hace, porque así lo ordenó el señor Zegers, ¿le quedó claro? Y vaya al vestidor a ponerse esto, cuando esté lista me avisa, quiero verla ―ordenó de un modo intimidante.
―¿Y si no quiero?
―Tengo orden de llamar a mi jefe y él mismo vendrá a ponerla en vereda, ¿quiere que lo llame?
―¿Le dirá esto?
―No, si usted obedece y hace lo que le digo.
―Entonces no lo llame ―suspiró y entró al vestidor, resignada.
Cuando estuvo lista, lo llamó. El hombre se acercó y abrió la puerta solo un poco y se asomó.
―No esperará a que salga, ¿verdad? ―preguntó casi como un ruego.
―Por supuesto que no. Gírese.
Ella lo hizo.
―Bien. Sí, mi jefe estará muy satisfecho.
―Lo imagino.
―Aquí le dejo esta para que se la pruebe. No es necesario que me la muestre.
―Gracias.
Él hizo un asentimiento con la cabeza y cerró la puerta.
Ella se probó los conjuntos que le entregó el hombre y luego salió, desechó uno con el que no se sintió cómoda; él no insistió.
―¿Tiene hambre? Su esposo llegará muy tarde esta noche y me dijo que la llevara a cenar cuando termináramos, ya es tarde.
―Sí, tengo un poco de hambre, pero seguramente en la casa debe haber algo…
―No, no, vamos. ¿Quiere ir a algún lugar en especial?
―No.
―¿Algún lugar al que no quiera ir?
―Nada muy lujoso, por favor, algo discreto.
―Muy bien, conozco el lugar perfecto.
Nelson abrió la puerta del automóvil que acababa de llegar hasta ellos e hizo subir a la mujer, él rodeó el vehículo y se subió por la otra puerta.
―Llévanos al Barrio Lincoln ―ordenó a su chofer.
―¿Usted irá al crucero con nosotros? ―Se atrevió a preguntar ella.
―Por supuesto, como también Bruno, seremos sus escoltas en caso de que pase algo.
―Claro.
―Está enojada.
―No, solo estoy cansada.
―Ya podrá llegar a su casa a descansar.
―Dudo que pueda hacerlo, mi esposo me pidió que estuviera preparada. ―Entornó los ojos.
―A veces el precio de querer todo sin trabajo es demasiado alto, ¿no es verdad?
―¿A qué se refiere?
―A eso. Usted era una chica de barrio, sin estudios, que quiso tenerlo todo sin esfuerzo, pero siempre, siempre, hay un precio, un esfuerzo, un trabajo, sea del tipo que sea, incluso el de prostituta.
Ella lo miró horrorizada.
―Eso es usted, una cara prostituta con papeles legales. ¿O me va a decir que le gusta tener sexo con su esposo?
―Usted no sabe nada.
―Sé mucho más de lo que cree, señora, mucho más.
―Si lo sabe, entonces debe estar enterado de que no me puedo negar a él, y no por el dinero, precisamente.
Él la miró sin comprender.
―Yo no creo que sepa todo, si lo supiera…
―Ilumíneme, yo sé mucho más de lo que usted piensa. Aunque al parecer no tanto como debería.
―Tal vez solo sabe una parte.
―Ya le dije, dígame lo que no sé. Al fin y al cabo, solo llevo un par de años trabajando para su esposo. Y para usted.
―Se está burlando, ¿cierto?
―No, por supuesto que no, no suelo hacer eso, quiero saber su versión, creo que es la primera vez que hablamos desde que llegué a trabajar aquí.
―A usted nunca le he caído bien, no tenía por qué hablarme.
―¿Cree que no me cae bien?
―No lo creo, estoy segura.
Él la miró un largo rato, parecía analizarla, como si no la hubiese visto en mucho tiempo.
―Dígame, cuénteme su versión de la historia, si no se vendió por dinero a un multimillonario arrogante, ¿por qué está casada con él? ¿Por qué le permite que la trate del modo en el que lo hace? ¿Y por qué no lo deja?
―Si no hago lo que él me pide… A él le encantan las marcas que tengo en mi cuerpo, no sé si se verán en el dichoso video, pero supongo que sí las vio ahora… Él dice que son el reflejo de mi sumisión a él. Si me atreviera a abandonarlo, me mata, usted lo sabe bien, porque usted mismo sería el del arma, ¿no es verdad? ―El hombre la miró sorprendido―. No me venga a decir que yo estoy con él por el dinero, estoy con él para mantenerme con vida, aunque todavía no sé para qué. No soy una prostituta y nunca lo he sido. Me enamoré como una idiota y, cuando traté mal a mi familia, cuando la ofendí, fue para protegerlos, si no lo hacía, él los “apartaría” del camino para que no me estorbaran. Pero eso también usted lo sabe, ¿no? Usted lo sabe todo, ni siquiera tendría que estarle contando esto, ¿para qué?, ¿para que se burle de mí por mi estupidez de creer que un hombre como el gran Ricardo Zegers, el millonario empresario, se había fijado en una pobre chica tonta? Sí, me enamoré, Nelson, me enamoré… hasta la Luna de Miel, desde entonces, mi vida se volvió un infierno. Ni siquiera debería estar diciéndole esto, seguramente, usted irá con el cuento de que soy una bocona.
―De mi boca no saldrá nada de esto y estoy seguro de que nuestro chofer tampoco lo hará.
El aludido negó con la cabeza.
―También creo que está cansada, podría tomar una siesta antes de que llegue su esposo, podemos apresurarnos en comer.
Maritza asintió levemente. Nelson no dijo más, guardó un tenso silencio el resto del camino, silencio que ella interpretó como enojo, pues sus puños estaban cerrados sobre sus rodillas, con los nudillos blancos por el apretón.