El salón estaba repleto de gente. Aquel viernes era la fiesta de cumpleaños de dos pasajeros y todos estaban invitados. A decir verdad, el crucero no era tan grande como los que solían aparecer en las revistas de viaje, pero era bastante cómodo y, como era para pocos pasajeros, la fraternidad era fácil de llevar.
Maritza y Ricardo llegaron algo tarde, él había querido disfrutar de su mujer antes de bajar, ya que no había podido hacerlo desde que subieron al barco, pero cayó dormido en cuanto tocó la cama y, al final, no pudo hacer nada. Al despertar, Bruno y Nelson se encontraban allí esperando a que se recobrara. Maritza estaba lista, sentada en una silla ante el tocador, rogando que no hiciera salir a los empleados para abusar de ella, pues, lo que hacía él en la intimidad con su mujer, no tenía otro nombre.
A mitad de la fiesta, Ricardo ya había tomado más de la cuenta. Maritza intentaba apartarse de él, pues la quería manosear delante de todos y demostrar que el amor no se había apagado.
―Yo sé que tú ya no me amas ―le reprochó a su mujer, cansado de luchar―, sé que quizá nunca me amaste, querías solo mi dinero, ya lo tienes, ahora, ¿qué más da tu marido? Nada importa, ¿cierto? Solo estás conmigo por mi dinero, ¿qué harías si te dijera que ya no tengo nada, que lo perdí todo?
―Ricardo, por favor, vamos al camarote, no hagas un escándalo aquí.
―¿Quieres demostrarme con sexo cuánto me amas? ¿Acaso crees que no me doy cuenta de que finges todo el tiempo? ¿De que eres una perra frígida? Ni para la cama sirves, eres peor que un hielo en la nieve… Yo te lo doy todo ¿y tú qué me das? Nada. Ni siquiera una buena cogida.
―Ricardo, ¿qué te pasa? Vamos al camarote, por favor.
―Pasa que lo perdí todo, princesa, todo.
―Bueno, nos arreglaremos de alguna forma, ¿para qué tomaste este crucero si no tenías dinero?
―Porque quería que me recordaras bien, como antes, como siempre.
Extendió sus manos para tocar sus pechos, pero ella lo evitó, estaban dando un espectáculo que daba pena.
―Vamos al camarote, por favor, no estás bien.
―¡Claro que no estoy bien! ¿No me estás oyendo? Lo perdí todo, princesa, se acabó tu vida de reina, ya no hay tarjetas doradas, no habrá más zapatos, ni ropa, ni lujos. Volverás a la mierda, como antes de ofrecerte como puta a cambio de mi dinero. Ahora de seguro me vas a dejar, ¿cierto? Como siempre has querido, pero tú sabes que no me puedes abandonar, lo sabes, lo sabes, ¿cierto que lo sabes? ―Arrastraba las palabras a causa del alcohol.
―Escúchame, Ricardo, saldremos de esta, hagámoslo juntos, como siempre debió ser, yo te puedo ayudar, estaremos juntos en esto, no te dejaré, pero permíteme ayudarte. Vamos al camarote y hablaremos con calma de las opciones que tenemos, sé que podemos hacer algo si estamos los dos juntos.
Maritza intentaba calmarlo mientras que, con su mirada, buscaba desesperada a Nelson o a Bruno.
―¿Hacer algo? ¿Hacer algo tú y yo? Tú eres una inútil, ¿de qué sirves? Solo para exhibirte, para nada más, para que los demás vean la clase de perra que eres; dentro de tu cabecita no hay nada, nada. ―Le golpeó con sus dedos la sien―. Hueco, ¿viste? No tienes nada en tu cabeza, ¿me oíste? Ni siquiera terminaste la escuela, ¿qué vas a hacer para ayudarme? ¿Te vas a prostituir? Podría funcionar. Tengo amigos que pagarían muy bien por tu culo.
―Tienes razón, no puedo hacer nada. Me voy al camarote, no quiero seguir aquí siendo el hazmerreír de todos.
La mujer caminó para apartarse de su esposo y salir de cubierta, donde habían ido a tomar aire, por suerte para ellos, no había mucha gente alrededor, muchos se habían alejado al empezar él con sus reproches y les dejaron tranquilos, aunque, otros tantos, estaban expectantes para acudir en caso necesario.
Ricardo la iba a seguir, pero Bruno apareció y lo detuvo.
―Tranquilo, no es momento de hacer un escándalo ―le dijo y le inyectó una pequeña aguja que lo hizo dormir de inmediato.
En tanto, Nelson fue detrás de su protegida.
―Camine más despacio, se puede caer con el movimiento del barco ―le aconsejó, ella, con el susto de escucharlo de repente, se tropezó y él la sujetó sin problemas, colocó su brazo enlazado al de él para así afirmarla camino a la habitación―. ¿Está bien?
Ella asintió y siguió caminando, quería salir pronto de allí, se sentía objeto de todas las miradas.
―¿Es cierto que mi esposo está en la bancarrota?
―Todavía no, pero para allá va si no toma medidas.
―¿Qué medidas?
―Cosas de negocios, seguros…
Ella se detuvo en seco y miró a su guardaespaldas.
―¿Seguros?
―De sus empresas…
―No, es mentira, su seguro soy yo, ¿verdad? Si me muero, él recibirá una buena cantidad.
―Usted es mi protegida, ¿cómo cree que lo dejaré que la lastime?
―Porque usted trabaja para él, no para mí.
―Yo protejo a por quien me paguen.
―Pero él es el del dinero, así que yo no cuento en la ecuación. Yo le dije hace unos días que, si él quisiera matarme, sería usted el del gatillo, ¿será usted quien me lance por la cubierta?
―No piense eso, no será así.
―Y culparán al mesero, como yo lo he tratado mal…
―Creo que usted tiene una mente más retorcida que la de mi propio jefe.
―Será porque llevo demasiado tiempo conviviendo con él.
―Definitivamente, no hay ni una pizca de amor de usted hacia él.
―Él mató todo lo que yo sentía por él.
El hombre tomó del codo a la mujer y la condujo hasta el camarote.
―Duerma y descanse, no piense en tonterías, él no la arrojará al mar, tampoco lo haré yo, simplemente sus negocios están pasando por un mal momento y no sabe cómo enfrentar esta crisis, pero ya lo arreglará, no es la primera vez que se encuentra en esta situación.
―Y yo seré su saco de descarga de frustración.
―No lo será, no se preocupe. Acuéstese y no piense en tonterías.
―Dudo que pueda dormir; como estaba, seguro llegará haciendo un escándalo peor que el que hizo en cubierta.
―No vendrá a dormir hoy tampoco, no se preocupe.
―¿Anda con su amante de turno aquí?
Nelson sonrió.
―¿Celosa?
―Por supuesto que no, es solo que me causa extrañeza, ninguna de estas dos noches ha venido a dormir y jamás había hecho eso, él se jactaba de dormir solo conmigo, “aunque se revolcara con otras”, según sus propias palabras.
―Sí, solo duerme con usted, estos días ha dormido solo, eso se lo puedo jurar.
―Me parece muy raro, qué quiere que le diga, él quería este crucero para estar conmigo con el vaivén del barco.
―Si lo prefiere, puedo hacer que duerma aquí con usted.
Ella lo miró sorprendida.
―¿Usted lo mantiene alejado?
―Al menos unos días, sí, para que descanse y se relaje, no podré hacerlo por siempre.
―Gracias.
―Buenas noches, descanse, mañana la vendré a buscar a las diez, hay una actividad a la que no podrá faltar.
―Buenas noches, Nelson, y gracias otra vez.
―Buenas noches, señora.
El hombre se echó hacia atrás para poder cerrar la puerta del dormitorio, pero ella lo detuvo, tomándolo del brazo. Él se sorprendió.
―¿Por qué hace esto?
―¿No lo sabe?
―No lo preguntaría.
―Porque me pagan por protegerla.
―Mi marido es quien le paga.
―Me paga para protegerla, incluso de él.
―No creo que esa sea la razón, sé que me miente, pero, en fin, gracias.
―De nada.
El hombre miró la mano de su jefa en su brazo y ella se apartó.
―Buenas noches, descanse.
―Buenas noches.
Ella entró y él cerró la puerta.
Maritza no sabía qué pensar, ¿sería verdad lo de la bancarrota de su esposo? Si así era, ¿cuáles eran sus planes? ¿Por qué gastar tanto dinero en un crucero si estaba al borde de la quiebra?
Se sentó en la cama y se dio cuenta de que había dejado su cartera en cubierta. Sabía que no había ladrones en ese lugar, pero tenía sus cosas allí. Salió de la habitación y se encontró a Nelson en el pasillo.
―¿Pasa algo? ―le preguntó el hombre preocupado.
―Es que se me quedó mi cartera en la cubierta.
―Yo voy por ella, no se preocupe. Vuelva al camarote, por favor, no es conveniente que salga en este momento, además, usted no sabe mantenerse en pie ―se burló.
Ella entrecerró los ojos ante ese comentario y sonrió avergonzada.
―Tiene razón. Esperaré aquí.
―Vuelvo enseguida.
La mujer se devolvió y, antes de entrar, miró a su guardaespaldas que iba a paso veloz a buscar sus pertenencias, no entendía cómo no se bamboleaba con el movimiento. Nelson era un hombre de unos treinta y cinco años, quizás un poco más, apuesto, muy musculoso, muy alto también, un hombre soñado para muchas mujeres. No para ella, que no lo veía más que como el gorila de su marido, aun así, algo extraño provocaba en sí misma, como si con él de verdad estuviera a salvo, como si una luz de reconocimiento pasara por sus ojos cada vez que lo miraba hacia arriba, pues ella le llegaba más abajo del hombro; tampoco es que ella fuera muy alta, al contrario, era bastante menuda.
Se dio la vuelta para entrar cuando se topó con Ulises cara a cara. O cara a pecho, mejor dicho.
―¿Quién es la que no mira cuando camina? ―interrogó él, con un irónico mal humor.