VII

1164 Words
Santiago manejaba deprisa, Allegra lo miraba de reojo, convencida de saber alguna parte vital de la historia, pero quería saber más. Ni ella misma entendía por qué tenía tanto deseo de conocer la vida de Santiago Sanders. Él parecía muy tenso, su mente estaba aturdida y no podía pensar en nada —¿Por qué sigues buscando a esa mujer, después de lo que te hizo? —preguntó Allegra —No sabes de lo que estás hablando, así que cállate. Allegra sintió una punzada de dolor en su interior. No sabía nada de aquella mujer, pero le ofendía que Santiago la defendiera —Ella te hizo daño, pero tú la buscas con un detective. Gastas dinero en una terrible persona. —¡Cállate, Allegra! ¡No eres nadie para meterte en mi vida! —exclamó Santiago con furia Allegra sintió que sus ojos se llenaron de lágrimas —¡Detente! —¿Qué? —¡Detén el maldito auto! ¡Me bajo aquí! —exclamó Allegra e intentó abrir la puerta del auto, Santiago frenó con rapidez y ella descendió —¡¿Qué carajos haces!? —gritó Santiago y bajó del auto tras ella, deteniéndola con firmeza—. ¡Vuelve al maldito auto! —Te dije que si me volvías a tratar mal me iba y no me verías ni el polvo —sentenció Allegra con fuerza —Pues entonces deja de meterte en mi vida. ¿Por qué lo haces? ¡Eres solo una maldita empleada! ¿Quién te crees que eres? Allegra lo miró con los ojos brillantes de decepción, enmudeció ante aquella afirmación y bajó su mirada al suelo. Santiago supo que la había lastimado con sus palabras y se arrepintió mucho. —Allegra… —Santiago intentó hablar, pero la chica dio la vuelta para volver al auto.    Entonces, otro automóvil que pasaba se detuvo justo detrás de ellos. Descendieron tres jóvenes de algunos veinte años, parecían acelerados y su vocabulario era malsonante. Santiago tuvo una mala corazonada, y su sangre heló al observar las navajas que llevaban en sus manos —¡Dame todo lo que tengas! —exclamó el joven más alto, acercándose a Santiago quien atinó a retroceder tomando la mano de Allegra quien temblaba de pavor—. ¡Me oíste, idiota, dame tu cartera, tu reloj y las llaves del auto! Santiago apenas pudo moverse, y se liberó del reloj de oro, entregándolo, sacó de su bolsillo la cartera y también las llaves del auto, alcanzándolas al hombre. Otro de los ladrones se acercó a ellos y observó minuciosamente a Allegra con tal lascivia, que Santiago se sintió asqueado —Vamos a llevarnos a la chica —afirmó el joven, y su acompañante le miró con desaprobación—. Está muy buena, la disfrutaremos mucho. —¡No te atrevas a tocarle ni un cabello! —exclamó Santiago con los ojos llenos de odio, escondiendo tras su espalda a la joven, como si fuera un escudo protector. El joven no parecía feliz, y le retó con la mirada —¡¿Y qué harás para impedirlo?! —exclamó amenazándolo con la navaja Allegra lloraba, estaba asustada no podía ni hablar y se sostenía del brazo fuerte de Santiago —¡Qué no! —exclamó el joven que parecía liderarles, y después habló en voz baja para que el resto de sus compañeros le escucharan—. Este tipo debe ser millonario, vean su reloj, su ropa y su auto. Esa debe ser su mujer, si la tomamos seguro de que terminaremos muy mal. Dejémoslo así, tenemos mucho dinero en la billetera como para comprar cualquier puta que queramos. No perdamos la cabeza. Luego les exigieron los celulares y todo el contenido de sus bolsillos. Cuando se convencieron de que no tenían más pertenencias, se marcharon con los autos, dejándolos ahí en medio de la carretera y sin dinero. Santiago colocó sus manos sobre la cabeza, estaba desesperado. Suspiró mirando a Allegra quien se había sentado sobre la calle y lloraba asustada. —¿Estás bien? —preguntó acercándose —Lo lamento, es mi culpa, no debí salir del auto—dijo Allegra sollozando —No digas eso, de todas maneras, nos hubiesen asaltado, quizás nos hubieran cerrado el camino más adelante. —¿Por qué me salvaste?, pudiste decirles que solo era una empleada, que podían tomarme y no lo hiciste —Santiago confundido alzó las cejas desaprobando su actitud—. Yo solo soy un préstamo a saldar. Santiago negó e intentó hablar tomando con suavidad el brazo de Allegra, pero ella se alejó con apuro, y comenzó a caminar. Santiago estaba triste por el sentir de la joven. No le gustaba hacerla sentir mal y tuvo ganas de correr y abrazarla hasta que se sintiera de nuevo feliz, pero como nunca se dejaba guiar por el impulso, decidió seguirla, manteniéndose distante.   Michael Jones estaba en aquel tenebroso cuarto que rentaba a la vieja. Bebía una cerveza caliente, nada más por querer huir de la realidad, ya poco le importaba lo mal que sabía. Abrió un pequeño cajón y sacó de ahí dos fotografías, en una de ellas estaba Megan, con su larga y brillante cabellera rubia, sonriente y vestida como reina de un concurso de belleza. La admiró por unos segundos, hasta que lágrimas rodaron por su rostro al ver la fotografía donde estaba él al lado de Santiago, era una foto vieja, eran unos niños de diez años y sonreían con efusividad.    La amargura y la nostalgia comenzaron a embriagar el alma del pobre hombre. Esos dos humanos representaban todo lo que Michael amaba en la vida. Una novia y un hermano. Dos amores, tan profundos, tan trágicos y tan dañinos. Un desgarrador sollozo quebró su garganta. Michael buscó debajo de la cama y encontró aquella soga. Caminó hasta la azotea, la tarde estaba despejada y el cielo se presumía tan azul como sus pensamientos. Colgó la soga a un poste, y subiéndose a una escalera ató un nudo alrededor de su cuello. Lloraba y su cuerpo temblaba, pero Michael ya no podía más, la culpa, la tristeza y el desamor lo estaban consumiendo. Solo quería no saber nada. La presencia de Santiago ese día y el resentimiento que había descubierto en sus ojos lo atormentaban. Michael ya no sentía ningún aprecio por su vida, no podía mirar más allá de la oscuridad de esa soledad que día con día lo consumía. Sus enrojecidos ojos observaron unos pájaros que se detuvieron en la azotea. Anhelaba ser tan libre y puro como ellos, lejos de aquellos deseos vanos que habían arruinado su vida hasta ese punto, convencido de que no había solución posible, empujó la silla a un lado y comenzó a ahogarse. No tenía tiempo para pensar en arrepentirse, porque el impulso de vivir lo tenía estrujándose, luchando por su vida. Cuando la anciana Mc Allen observó la escena gritó tan fuerte, que los vecinos corrieron a socorrer al desahuciado mental.
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