De repente, me lo imagino metido en una pelea callejera, o asaltado y atacado por un loco en la calle....
"¿Cómo las consiguió, cómo se siente cuando se mira en el espejo cada mañana?
-No eres el repartidor de pizza", su voz ronca está teñida de diversión y curiosidad.
Sus palabras provocan algo en mí y extiendo la mano para ofrecerle el dinero que se ha calentado dentro de mi puño. Él mira mi mano extendida y luego me mira a mí. Sus ojos esmeralda me estudian detenidamente, así que me permito hacer lo mismo con él.
Su pelo es una mata despeinada de color caramelo; su piel es tan blanca que las cicatrices destacan por el tono rosado que han adquirido por las cicatrices. Su mandíbula angulosa, junto con su ceño fruncido, le dan un aspecto peligroso y salvaje.
No puedo evitar compararlo con un depredador listo para atacar. Es aterrador a niveles que ni yo mismo soy capaz de comprender.
-¿Qué mierda crees que estás haciendo? -suelta, de repente.
Me sobresalto ante la dureza de su tono.
-He venido a pagarte -sueno asustada y tímida. Quiero darme una paliza por eso.
Su mandíbula se aprieta con tanta fuerza que temo que vaya a hacerse daño. Cierra los ojos e inspira profundamente. Cuando vuelve a mirarme, su expresión se ha relajado. Una máscara de serenidad se ha apoderado de su rostro.
-No necesitas pagarme -me mira de pies a cabeza-. Necesitas ese dinero más que yo.
La indignación arde en mi torrente sanguíneo. La ira y la humillación me aprietan tanto el pecho que apenas puedo respirar.
"Cómo te atreves...".
-He venido a devolver un dinero que me han prestado -le miro a los ojos-. No es asunto suyo si necesito cincuenta dólares o no.
Parece que le han dado una brutal paliza. Se nota que no está acostumbrado a que lo confronten así y puedo entender por qué. Es intimidante como la mierda y las cicatrices sólo acentúan esa esencia peligrosa que exuda.
-No voy a coger tu dinero -dice con severidad-.
Aprieto los puños con tanta fuerza que los nudillos se me ponen blancos. Quiero tirarle el billete a la cara y decirle que no tiene derecho a humillarme así, pero su expresión me aterra. Es tan oscura que no me atrevo a hacer otra cosa que desafiarle con la mirada.
-¡Cariño, date prisa, cobro por hora! -La voz femenina del apartamento nos golpea a los dos.
"¿Hay una prostituta ahí dentro?".
De repente, los papeles se han invertido. Ahora es él quien parece avergonzado y humillado. Me aferro al pequeño atisbo de poder que me ha concedido la situación y vuelvo a extender el billete en su dirección.
-No voy a aceptarlo. Haz lo que quieras -dice, tajante, y entonces el coraje se apodera de mi cuerpo.
-¡Que te den por el culo! -Escupo y giro sobre mis talones para marcharme. Me siento tan degradada que ni siquiera soy capaz de darme cuenta de que el repartidor de pizza pasa por delante de mí. No es hasta que casi ha llegado al apartamento del idiota de mi vecino cuando me doy cuenta de la oportunidad que tengo ahora mismo.
La reacción de mi cuerpo es casi inmediata. Subo las escaleras a toda prisa y lo alcanzo justo cuando está entregando el pedido al tipo de la cicatriz.
-Hola -le doy una sonrisa amistosa mientras me interpongo entre ellos-, yo pagaré por eso.
El repartidor parece confundido, pero acepta el dinero que le ofrezco.
-¿Qué demonios crees que estás haciendo? -Escucho desde detrás de mí: "¡No te atrevas...!
-Quédate con el cambio -añado, y corro escaleras abajo.
-¡Espera! El vecino grita, pero ya estoy demasiado lejos de su alcance, y a menos que quiera bajar semidesnudo a por mí, no puede hacer nada para detenerme.
Cuando entro en mi apartamento, lo hago con una pequeña sonrisa de satisfacción dibujada en mi cara. Estoy extasiada con mi pequeña victoria y no puedo contener los gestos de excitación que amenazan con salir a borbotones.
Me dirijo a la cocina, todavía con un subidón de adrenalina, y abro la nevera.
-¡Ya estoy en casa! -grito al aire.
Cojo la sartén con las sobras de la sopa de tortilla que hice anoche, dispuesta a calentarla. Tengo tanta hambre que no me importa comer todas las sobras de los días anteriores.
-¡Tengo hambre! -grita mi padre desde el destartalado salón- ¡dame de cenar!
-¡Estoy en ello! -anuncio, mientras enciendo los fogones. Ni siquiera su mal humor puede ahuyentar el sentimiento de triunfo que canta en mis venas.
Oigo sus pesados pasos acercándose y, de repente, toda mi aura positiva se desvanece por completo. Mi cuerpo parece detectar su presencia, mientras un escalofrío me recorre la espalda.
-¿Qué estás preparando? -Habla a mis espaldas y se me eriza la piel ante la proximidad; sin embargo, reprimo el impulso de pedirle que se aparte.
-Sopa de tortilla.
-Ayer comimos sopa de tortilla -se queja-. Siempre comemos sopa de tortilla.
-Podríamos comer otra cosa si trabajaras -las palabras salen de mi boca antes de que pueda detenerlas.
Me congelo inmediatamente. Ruego al cielo que no haya podido oír lo que he dicho, pero el silencio tenso y crispado me da la respuesta. Ha escuchado cada palabra que acabo de pronunciar.
Me vuelvo hacia él y busco desesperadamente una justificación para lo que acabo de decir. No sé qué debo hacer primero. No sé si debo disculparme o rogarle que no me pegue; pero ni siquiera me da tiempo a reflexionar.
Su palma conecta con mi mejilla derecha en un golpe que apenas soy capaz de registrar. El dolor estalla en forma de quemazón y reprimo un jadeo de dolor. El impacto es tan fuerte que me tambaleo y caigo al suelo bruscamente.
Apenas tengo la oportunidad de orientarme cuando me tira del pelo. Casi puedo jurar que me va a arrancar el cuero cabelludo si sigue tirando así. Me obliga a levantarme del suelo y para entonces ya estoy temblando.
En mis ojos brotan lágrimas de impotencia y odio.
-¿Qué has dicho? -escupe, y yo gimo de dolor.
Me tira al suelo una vez más y yo reprimo un grito ahogado. De repente, el dolor sube a mi estómago e invade mi cuerpo. Es insoportable. No puedo respirar. No puedo moverme. No puedo hacer nada más que abrazar mis rodillas contra mi pecho. Un montón de puntos oscuros oscilan en mi campo de visión y sé que me voy a desprender de dolor.
"¡Te ha dado una patada!" Grita una voz dentro de mi cabeza. "¡Te ha dado una patada!".
-¡Lo siento! - hija dice mi padre con tono de, medio grito, medio sollozo, lo siento, por favor, ¡lo siento!, con arrepentimiento fingido.
Jadeo una y otra vez, en un intento desesperado por recuperar el aliento, pero apenas puedo retener el aire en mis pulmones.
Él no dice nada mas. Se acerca lentamente a mí, y entonces siento que rebusca en los bolsillos de mi chaqueta. Busca dinero. El coraje y la impotencia arraigan en mi pecho porque siento que me está atracando y tomando mis ultimos esfuerzos.
"Te está robando". Susurra la voz insidiosa en mi cabeza.
Entonces, oigo sus pasos alejándose. Segundos después, la puerta principal se cierra de golpe.
Se ha ido.
No puedo dejar de llorar. No puedo dejar de sentirme humillada y rota en todos los sentidos posibles. Me odio a mí misma. Me odio por ser débil y no ser capaz de enfrentarme a él. Me odio por no tener el valor de detenerlo. Un día me va a pegar tan fuerte que me va a matar.....
Sigo aquí, tumbada en el suelo de la cocina, sin mover un músculo. He perdido la noción del tiempo y ni siquiera eso me importa. Sé que no debería revolcarme en mi propia miseria, pero no puedo parar. Me siento tan impotente.
Los golpes de la puerta principal me sacan de mi estado de trance de un segundo a otro. Intento incorporarme, pero el dolor es insoportable y sigo aturdida.
Permanezco medio sentada, esperando a que quien está al otro lado de la puerta se vaya; sin embargo, el sonido vuelve. -¡Ya voy! -Me obligo a gritar, con la voz ronca y ahogada.
Tardo una eternidad en ponerme en pie; pero cuando lo hago, me muevo con más facilidad de la que espero.
Avanzo hacia la puerta para abrirla, pero me paralizo en el momento en que mi mano toca el pomo.
"¿Y si es él, y si ha olvidado las llaves?"
-¿Quién es? -Mi voz suena temblorosa por el miedo y la falta de aliento.
No hay respuesta.
-¿Quién es? -Exijo, ahora.
-Es Adam -dice una voz familiar desde el exterior del apartamento-, el vecino de arriba.
La imagen del chico con cicatrices en la cara invade mi cabeza en un abrir y cerrar de ojos, y el alivio de saber que no es mi papá quien llama, es placentero.
De pronto, la realidad se asienta en mi cabeza. Acaban de golpearme en la cara. No puedo dejar que me mire así. No puedo permitir que vea la hinchazón que, seguramente, tengo ya en un lado del rostro. Va a hacer preguntas y no tengo las fuerzas necesarias para mentir. No ahora.
—Vete —mi voz suena temblorosa, asustada y desesperada.
—¿Estás bien?
—¡Vete! —esta vez, trato de ser tan dura como puedo—, ¡vete de aquí!, ¡ya tienes tu dinero, ahora largo!
El silencio del otro lado es tan doloroso, reconfortante y duradero, que tengo la esperanza de que ya se haya marchado para este momento; sin embargo, un escalofrío me recorre el cuerpo cuando pronuncia, con la voz enronquecida, un débil: «Bien. Como quieras».
Entonces, se marcha. Puedo escuchar los pasos alejándose por el pasillo y el alivio viene a mí en grandes oleadas. Una pequeña punzada de remordimiento me atenaza el pecho durante unos instantes, pero me obligo a ignorarla lo mejor que puedo.
«Es mejor así de todos modos». Me digo a mí misma, en un débil intento de convencerme de que ha sido lo correcto. «No puedes permitir que te vea de este modo. No puedes dejar que nadie te vea de esta manera».