Estoy tan cansada que apenas puedo mantener los ojos abiertos, así que finalmente me rindo y dejo el bol de cereales a medio comer en el suelo antes de acurrucarme en mi cama improvisada.
La bruma del sueño se apodera rápidamente de mí; sin embargo, una última imagen invade mi cabeza antes de quedarme completamente dormida... La imagen de un chico con el lado izquierdo de la cara lleno de cicatrices.
Trabajo en un restaurante como camarera. Me paso todo el día limpiando mesas, lavando platos y aguantando las groserías de gente que se siente mejor que tú sólo porque está sentada en una de las mesas que tienes que atender.
Muchas personas parecen no darse cuenta de que la integridad de lo que se llevan a la boca está en tus manos.
Debo admitir que el mero hecho de pensar en esto me reconforta. Nunca he hecho nada a la comida de nadie, pero la posibilidad siempre está ahí. Puedo cruzar la línea en cualquier momento que lo desee.
Tengo compañeros que escupen en los platos de gente arrogante y déspota... Yo nunca lo he intentado. Me he concentrado en hacer todo lo posible para que esas personas estén contentas con mi servicio. Las propinas son increíblemente buenas cuando te esfuerzas lo suficiente.
Esta semana ha sido bastante ajetreada. Últimamente, mis días se reducen a levantarme, ir a trabajar, volver, limpiar en casa e irme a dormir. Esa ha sido mi rutina durante los últimos meses y, aunque no quiera admitirlo, me está matando.
Hace unos días pude vender mi ordenador. En realidad, no fue difícil hacerlo. Cuando conoces a la gente adecuada, todo es posible. De todos modos, tuve que trabajar horas extras para conseguir el dinero para pagar los servicios públicos y las compras del supermercado.
El suministro de alcohol de mi padre se ha abastecido gracias a los cincuenta dólares del vecino de arriba y me siento aliviado por este hecho. Me he estado recordando con frecuencia que debo pagar ese dinero, así que cuando recibo mi cheque quincenal, es lo primero que reservo.
Todo el mundo en el trabajo se ha puesto de acuerdo para ir a tomar algo al final del día, pero yo no puedo ni planteármelo. No tengo edad para entrar en un bar -al menos no en Estados Unidos- y no puedo permitirme gastar el dinero que no tengo en cosas así.
-Podrías entrar si quisieras -dice Kim, una de mis compañeras. Es cuatro años mayor que yo, pero eso no ha impedido que nos llevemos bastante bien.
-Estoy muerta -le digo con una sonrisa triste-. Sólo quiero ir a casa y dormir hasta mañana.
Pone los ojos en blanco mientras sacude la cabeza.
-Tienes diecinueve años, Lucy. Deberías intentar divertirte más -dice. Actúa como una mujer de cuarenta años con dos hijos a su cargo.
Se me escapa una risa nerviosa y sin gracia, pero consigo no parecer dolida por su comentario. Si mi vida fuera como la de cualquier joven de diecinueve años, probablemente no tendría el aspecto que tengo.
"Si sólo supiera...".
-¿Me estás llamando amargada? -bromeo, pero hay un filo herido en el tono de mi voz. Ella me rodea los hombros con uno de sus brazos.
-Sólo digo que deberías intentar tomarte un tiempo para ti -la calidez con la que habla me abruma por completo-.
-La próxima quincena, tal vez -prometo-. No he pedido permiso en casa.
Papá se va a enfadar.
Kim hace una mueca de disculpa.
-A veces me olvido de que sigues siendo una chica de familia. Hace años que no hablo ni veo a mis padres -sonríe a medias-. Se nota que es un tema difícil de hablar, pero nunca me he atrevido a indagar en él. No tenemos ese nivel de confianza.
-Tal vez deberías -intento sonar despreocupada, pero fracaso estrepitosamente-.
-Tal vez..." El tinte triste de su voz me hace preguntarme qué fue lo que la obligó a alejarse de su familia.
-Debo irme -me separo de su abrazo y le sonrío.
-Toma un taxi -me mira con severidad-. No quiero que la imagen de tu cuerpo salga mañana en las noticias.
Pongo los ojos en blanco.
-Dramático -murmuro y añado rápidamente-, tendré cuidado.
-Te veré mañana -me grita a medias, mientras avanzo por la calle vacía. Me limito a hacer un gesto con la mano en su dirección antes de girar y acelerar el paso.
Tardo unos cuarenta minutos en llegar a casa. He perdido el último autobús, así que he tenido que caminar; sin embargo, he aprovechado el trayecto para hacer algunas cuentas mentales. Apenas me van a quedar cincuenta dólares para cualquier emergencia, pero es un alivio saber que no vamos a estar un mes entero sin agua caliente ni energía eléctrica.
Me detengo un momento en el segundo piso, con la señora Goldman, una de las vecinas del complejo. Le cuento lo sucedido con papá y el dinero del alquiler, y ella accede a guardármelo hasta que llegue el momento de pagar.
-Muchas gracias por hacer esto -le sonrío, agradecida.
La ancianita agita la mano para restarle importancia al enorme favor que me está haciendo. Tengo entendido que está jubilada y que el gobierno le paga una pensión mínima, por eso no vive en un lugar mejor que éste. Lo que le dan es apenas suficiente para sobrevivir.
-Es un placer, cariño -dice-. Hazme el favor de venir a verme más a menudo; la soledad es la peor de las compañías. Más aún a mi edad.
-Haré lo que pueda -prometo-. He estado tan ocupada que...
-Entiendo -me interrumpe-. Los jóvenes de hoy en día sólo corren de un lado a otro con prisa -una sonrisa triste se dibuja en sus labios-. Ven a verme cuando tengas la oportunidad. Es suficiente.
-Lo haré -asiento-. Te prometo que lo haré.
-Bien -su sonrisa se ha vuelto un poco más ligera-. Ahora ve a descansar, parece que vas a caer desLucy da en cualquier momento.
Se me escapa una risita ante su comentario, pero le tomo la palabra y empiezo a caminar en dirección a las escaleras.
Subo las escaleras a paso lento y cansado. Me arden las piernas de tanto caminar, el frío me cala los huesos a pesar de llevar una chaqueta gastada, y tengo tanta hambre que el estómago me duele y se retuerce.
Cuando llego al nivel donde vivo, me quedo helado. Mi mirada se clava en las escaleras que llevan al piso superior. Me meto las manos en los bolsillos y palpo el solitario billete que dejé al cobrar en el restaurante.
Me muerdo el labio inferior, sin saber qué hacer.
Pagar al vecino está fuera de lugar. Tengo que hacerlo. De lo que no estoy seguro es de querer enfrentarme a la espeluznante visión de su cara llena de cicatrices.
Una parte de mí dice que es más fácil pasar el dinero por debajo de su puerta y no volver a hablar con él, pero otra parte me dice que no sea cobarde. Que debo entregar ese dinero personalmente.
Sé que es lo correcto. Me ha salvado de una paliza segura. Debo agradecérselo como es debido.
Maldigo para mis adentros, porque no quiero hacerlo; pero avanzo en dirección al piso superior. Cojo el billete de cincuenta dólares e intento mentalizarme para no parecer asustada o alterada cuando lo vea de frente. El nerviosismo detona en mi organismo al recordar su expresión cruel y cruda. No sé cómo voy a conseguir parecer despreocupada y fría cuando él parece hostil y aterrador.
Me detengo bruscamente cuando estoy a unos pasos de llegar al pequeño vestíbulo. No sé qué esperaba ver, pero desde luego no era esto. Estoy tan acostumbrada a los estrechos pasillos del resto del edificio que me resulta extraño ver sólo un metro de espacio entre la puerta y la escalera.
"Su apartamento debe ser enorme". Pienso, con un poco de envidia, mientras miro la ridícula cantidad de pared a ambos lados de la puerta principal.
Intento apartar todos los pensamientos extraños de mi cabeza y respiro profundamente, mientras recupero un poco el aliento antes de atreverme a golpear la madera de la entrada con los nudillos. El billete está apretado dentro de uno de mis puños y espero a que el vecino responda.
No sé cuánto tiempo ha pasado, pero empiezo a impacientarme. Vuelvo a llamar a la puerta y me cruzo de brazos. Soy consciente de lo ansiosa que me siento, pero no hago nada para reprimir la oleada de nerviosismo que me invade.
"Quizá no esté en casa...".
Estoy a punto de salir, cuando la puerta se abre de golpe.
Entonces, me quedo completamente paralizada por la visión que se despliega ante mí.
No son sus cicatrices las que me inquietan, ni el ceño fruncido con el que me saluda. Es su torso desnudo lo que hace que me congele en el sitio.
La vergüenza invade mi torrente sanguíneo y siento que mi cara se calienta en cuestión de segundos. La incomodidad me inmoviliza y me pica bajo la piel de forma insoportable.
Intento mirar sólo su cara, pero es imposible. No cuando la tinta de la piel de sus brazos, pecho y estómago es tan llamativa. No cuando la firmeza de los ondulantes músculos de su abdomen queda así expuesta.
Los pantalones que lleva caen por debajo de sus caderas y están desabrochados. Dejan ver una franja de la tela oscura de su ropa interior y me siento más que avergonzada al darme cuenta de ello.
Cuando mis ojos se encuentran con los suyos, me arrepiento. Su expresión es seria y recelosa, pero hay un destello de diversión en su mirada.
Sin que pueda detenerme ni darme cuenta, mis ojos se posan en las impactantes cicatrices de su rostro durante más tiempo del que deberían y un escalofrío recorre mi cuerpo mientras intento comprender quién pudo hacerle algo así.