He perdido el último autobús... otra vez.
Camino por las oscuras calles de Bayview, el barrio más peligroso de todo San Francisco, el barrio donde vivo.
Espero no encontrarme de frente con un atracador o algo así. Nadie es amable con nadie en un lugar como éste y eso lo he aprendido con los años. He perdido la cuenta de las veces que me han vaciado los bolsillos o me han dado un susto de muerte.
Esta noche, el viento húmedo es más frío que nunca. Siento que la piel de mi cara arde por las ráfagas de viento helado, así que me abrazo a mí mismo con la esperanza de mantenerme un poco más caliente; sin embargo, siento que por mucho que haga, nunca podré mantenerme a una temperatura decente en esta época del año.
De vez en cuando miro a mi alrededor y sólo por costumbre. Siempre es bueno saber cuándo es el momento adecuado para correr. La paranoia puede salvarte cuando vives en un suburbio peligroso.
Es entonces cuando miro por encima de mi hombro y miro a mi alrededor....
Mi corazón se ha detenido para reanudar su marcha a una velocidad antinatural. A pesar de la oscuridad, puedo jurar que su mirada está fija en mí. Va vestido completamente de n***o y lleva un gorro de punto gris en la cabeza.
El vecino de arriba se aleja unos metros, y en pocos segundos empiezo a sentirme ansiosa, nerviosa y un poco intimidada.
Vuelvo la vista a la carretera e intento avanzar con normalidad, pero es imposible ahora que puedo sentir su mirada apagada en mi nuca. Nunca me había encontrado con una persona tan imponente —e intimidante—, así que no estoy segura de lo que debo hacer.
Mi cortesía y mis modales me dicen que debo detenerme y decir —buenas noches—; pero hay una parte de mí que todavía se siente un poco incómoda al ver las cicatrices de su rostro. No sé si estoy preparada para volver a mirarlas a la cara.
Ha pasado más de una semana desde que vino a buscarme al apartamento. Hace más de una semana que le pedí que se fuera sin ni siquiera abrir la puerta. No estoy orgullosa de ello; de hecho, he querido disculparme por mi actitud más veces de las que me gustaría admitir, pero mi cobardía no me lo permite.
Quiero irme. Quiero apresurarme y perderlo de vista en la oscuridad de la noche, pero sé que esa no es la forma correcta de tratar a una persona. ¿En qué me convierto si huyo de él sólo porque me intimida un poco? ....
Aprieto los párpados con fuerza durante un segundo antes de respirar profundamente y girarme hacia él. Él se congela en el momento en que se da cuenta de mi acción. Todavía está a unos metros de mí, lo cual agradezco. Todavía no estoy preparada para enfrentarme a él.
Su expresión cautelosa y analítica me da escalofríos, pero le sostengo la mirada. Quiero decirle algo. Disculparme, saludar... algo; pero no sé cómo acercarme ni cómo iniciar una conversación sin parecer aterrorizada.
—¿Podrías fingir que no fui una idiota contigo la última vez y acompañarme? —digo, tras un largo momento de tenso silencio. Desde luego, no estaba en el plan pedirle que caminara conmigo, pero fue lo primero que se me ocurrió.
El silencio que sigue a mis palabras me retuerce las entrañas y asienta una bola de ansiedad en mi pecho. Sé de antemano que fui una completa imbécil con él la última vez que lo vi, pero esperaba que fuera capaz de hacer las paces conmigo; ahora no estoy segura de que eso vaya a ocurrir.
De repente, avanza hacia mí y pasa de largo. La decepción y la punzada de dolor que me invade son insoportables; pero me obligo a tragarme la humillación y me giro para seguir caminando.
Me quedo paralizada en el momento en que me doy cuenta de que está a pocos metros.
—¿Me estás esperando? —
Sus cejas se arquean un poco mientras me observa con detalle. No me atrevo a apostar, pero parece divertido.
—¿Vienes? —Su voz ronca y arrastrada se cuela en mi cuerpo como una oleada de calor.
Me entretengo unos instantes en el aire y, sin poder evitarlo, me tomo unos segundos para mirarlo con detalle. Las cicatrices parecen suaves bajo la tenue luz de la calle, pero no es eso lo que me invita a caminar detrás de él. Es el suave brillo de sus ojos y la sensación de protección que me produce la expresión serena de su rostro lo que lo hace.
Avanzo hacia él con cautela. Ni siquiera parece darse cuenta de mi reticencia a seguirle, ya que reanuda su marcha con paso seguro. No se me escapa que se ha colocado de forma que el lado izquierdo de su cara —el que está lleno de marcas— está en el lado opuesto al que yo me encuentro. Es como si intentara protegerme de la visión de su perfil desfigurado... Tal vez esté tratando de protegerse de mi mirada curiosa.
Un extraño silencio se instala entre nosotros, pero no me atrevo a romperlo.
Es difícil seguirle el ritmo. Es demasiado alto, o quizás soy yo la que es demasiado pequeña, así que cuando él da un paso, yo tengo que dar dos para alcanzarlo. Adam parece darse cuenta de ello y reduce la velocidad al doblar una esquina.
—Es tarde—, me saca de mis cavilaciones con ese simple comentario.
El tono de su voz suena ligeramente reprobatorio.
—Lo es... —digo. No sé qué espera que le responda.
—¿Qué hace una chica como tú en la calle a estas horas?
Quiero decirle que no soy una niña y que no es asunto suyo por qué estoy en la calle tan tarde, pero me trago las palabras.
—Perdí el último autobús, así que tuve que ir andando —intento quitarle importancia al asunto con un encogimiento de hombros; sin embargo, cuando le miro de reojo, soy capaz de notar cómo se tensa un músculo de su mandíbula.
—¿Cuántas veces pierdes el autobús? —hay una tensión en la forma en que me habla.
"Casi todos los días"
—Casi nunca —miento.
—¿Vas a la escuela nocturna? —Por primera vez en el viaje, me mira. La curiosidad está pintada en todo su esplendor.
Me aclaro la garganta, incómoda por la respuesta que debo dar.
—No —murmuro—, no voy a la escuela. Trabajo en un restaurante.
—¿Qué hace que una chica como tú trabaje de todos modos, es legal? —Mis ojos están pegados a mis pies, así que no veo su cara cuando habla.
—No soy una niña —se filtra la irritación en el tono de mi voz—.
Tengo diecinueve años —guardamos silencio durante unos segundos, y añado—:
El alquiler no se va a pagar solo, así que, trabajo.
—Pareces más pequeño de lo que realmente eres —observa.
No me sorprende que lo mencione. Sigo diciéndome a mí misma en el trabajo que parezco una mujer de dieciséis años, pero tengo que admitir que no es agradable escucharlo una vez más.
—Lo sé —intento sonreír, pero sé que no lo he conseguido del todo—.
Puedo visualizar el edificio donde vivimos desde donde estamos y me encuentro deseando que podamos alargar el poco tiempo que nos queda para hablar un poco más.
—¿Cómo te llamas? —pregunta, y yo oculto una sonrisa.
—Lucy Biel.
—¿Biel? —lo miro y noto cómo su ceño se frunce ligeramente en señal de confusión.
—Es italiano —le explico—. La familia de mi madre es italiana y mi padre es mexicano. También se llama Lucy, así que....
—Entiendo... —asiente, y luego saborea mi nombre en sus labios—, Lucy Biel . Me gusta cómo suena.
Un escalofrío me recorre el cuerpo en el momento en que su voz pronuncia mi nombre, pero hago lo posible para que no lo note.
Nos quedamos en silencio durante unos segundos.
—Y tú, ¿Cómo te llamas? —me atrevo a preguntar.
Soy consciente de que me mira, pero no me atrevo a devolverle el gesto. Es como si estuviera analizando las consecuencias de decirme su nombre.
—Soy Adam Hughes —dice finalmente. Una sonrisa idiota me arranca los labios sin que pueda evitarlo, y noto cómo la confusión se instala en su rostro.
¿Qué es lo que le hace tanta gracia?
Sacudo la cabeza, pero sigo sonriendo.
—No es nada —digo—. Cada vez que oigo el nombre de Adam, me viene a la mente la familia Adams y...— Para cuando me doy cuenta de lo infantil y ridículo que sueno, intento corregirle, pero ya es demasiado tarde. He dicho que me gustan las series de libros para adolescentes.
Él ya cree que eres una niña, ¿de verdad le estás diciendo esto?
—es tan tonto. Lo siento.
No dice nada, así que me obligo a posar mis ojos en él. Sus ojos están fijos en la carretera, pero hay una pequeña sonrisa pegada a sus labios. Soy capaz de ver la sombra de un hoyuelo en su mejilla y la emoción se cuela en mi pecho.
Estamos a pocos pasos de la entrada del edificio e, inevitablemente, me siento decepcionada.
—Hemos llegado —anuncia, pero no parece muy entusiasmado.
Empezamos a subir las estrechas escaleras uno al lado del otro. Soy consciente de que mi hombro roza su brazo. Tengo la ligera sospecha de que él también lo siente, ya que todo su cuerpo irradia tensión.
—Gracias por la compañía —digo cuando llegamos al piso donde vivo. Dudo un momento, pero me obligo a añadir: —Y siento mucho lo del otro día. Yo...
—No pasa nada —se encoge de hombros—. En cualquier caso, soy yo quien te debe una disculpa. No debería haber dicho que necesitabas ese dinero más que yo.
Me detengo y fijo mis ojos en los suyos. De repente, las marcas de su cara no me parecen tan aterradoras. La calidez de su expresión le hace parecer amable y eso cambia por completo su semblante hosco.
—Supongo que nos veremos por ahí —le doy una media sonrisa.
—Supongo que sí —mete las manos en los bolsillos de los vaqueros—. Intenta coger el autobús a tiempo.
—Tal vez no lo haga y pueda caminar contigo más a menudo —no quiero sonar necesitada, pero lo hago—. Aunque no tengo el más mínimo y remoto interés en él, sueno necesitada y acosadora.
—No creo que eso sea posible —hace una mueca—. Tengo un coche. Ahora mismo está en el taller, pero lo tendré conmigo en unos días.
—Oh...— Digo, porque no sé qué más decir. La humillación me escuece bajo la piel, pero consigo disimularla un poco. Entonces nos vemos —le doy una sonrisa tensa y añado—: Buenas noches.
Me doy la vuelta y me dirijo a la puerta del apartamento.
—Tal vez pueda recogerte algún día —oigo su voz detrás de mí. Me giro en su dirección y le miro, incrédula. Parece incómodo y nervioso; un marcado contraste con el tipo duro e intimidante que suele ser. Luego se muerde el labio inferior y añade. Si estoy cerca y te parece bien, por supuesto. No es bueno que estés en la calle tan tarde, podría pasarte algo.
Mi corazón da un vuelco furioso antes de empezar a latir a una velocidad alarmante. La emoción hace que mis manos tiemblen ligeramente, pero me obligo a mantener la expresión en blanco.
—Eso estaría bien —suena mi voz temblorosa y tímida—.
—¿Puedes darme tu teléfono y ....
—No tengo —interrumpo—. Vendí mi teléfono hace meses para pagar el alquiler.
Parece que le han dado un puñetazo en el estómago. Entonces se me ocurre la resolución; cree que no quiero darle mi número, cuando en realidad no tengo ningún número que darle.
—Oh... —dice, de repente, toda la calidez ha desaparecido de su rostro y su expresión es seria y cautelosa. Supongo que no puede ser, entonces. Nos vemos, Lucy.
—Oye, no —exclamo mientras empieza a subir el siguiente tramo de escaleras—, ¡Adam, no tengo teléfono!
Sigue caminando. No parece inmutarse en absoluto, así que me acerco a él a toda velocidad. Agarro con mis dedos el borde de su chaqueta de cuero y tiro de él con todas mis fuerzas. Se tambalea hacia atrás, pero recupera el equilibrio antes de enfrentarse a mí.
Tiene el ceño fruncido en una expresión hostil y enfadada, pero no dice nada. La humillación de lo que voy a decir hace que se me forme un nudo en la garganta.
—No tenía diez dólares para comprar una cerveza la otra noche —digo, en un susurro entrecortado—, acabo de salir del trabajo porque hago siempre horas extras. ¿De verdad crees que tengo medios para pagar un teléfono?
Su expresión se suaviza casi inmediatamente. Tengo la impresión de que no está acostumbrado a aventurarse tanto con alguien. No me sorprende que sea una persona cerrada y hostil todo el tiempo. Esas cicatrices deben haberle causado muchas burlas en el pasado.
—No entiendo por qué me dices esto —suena a la defensiva, pero entiendo perfectamente su postura—.
—Porque pensabas que no quería darte mi número, y no es así. Te juro que si tuviera mi número, te lo daría. Te juro que si tuviera uno....
—No pensé nada —me interrumpe. Una risa amarga le asalta. No te pases de la raya, chica. Ni siquiera eres mi tipo. Lo que sea que te pase por la cabeza, sácalo de inmediato. No me interesas. Una vez te presté dinero y te acompañé a casa porque estaba de paso, pero eso es todo.
Sus palabras me duelen más de lo que espero. Es como recibir un golpe inesperado en la cara. El coraje y la vergüenza se entremezclan dentro de mi cuerpo, y quiero salir corriendo.
—No he dicho que piense que estás interesado en mí —siseo, pero sueno dolida—. Y para que lo sepas, ya no necesito que seas amable conmigo.
Sin esperar una respuesta, bajo corriendo las escaleras y me precipito a mi apartamento.
Quiero colarme en mi habitación y tragarme toda la decepción que me invade. Quiero cavar un agujero en el suelo, meterme en él y no salir nunca.
—Ni siquiera alguien como él se fijaría en ti...—. Susurra la voz en mi cabeza, pero intento arrojarla a lo más profundo de mi cerebro. No puedo hacerme esto ahora mismo.
Intento no hacer ruido mientras atravieso el salón. Mi padre está recostado en uno de los sofás viendo la televisión, pero no parece inmutarse por mi presencia. Estoy a punto de llegar a mi habitación, cuando el olor a alcohol me golpea de repente.
Apenas tengo tiempo de girarme cuando me tira del pelo y me deja caer contra el suelo. Mi boca se abre en un grito silencioso en el momento en que mi cara golpea la alfombra.
—Por favor, pégame. Por favor, pégame. Por favor, sólo pégame...—.
Pero no lo hace.
Todo mi cuerpo se estremece por los sollozos silenciosos que brotan de mi garganta, pero ya no soy capaz de defenderme. Si intento hacerlo, las cosas empeorarán.