Rápidamente, salgo del coche e intento seguirle. El aire helado me eriza la piel, pero me obligo a caminar sin pensar en el dolor de mis articulaciones. —¡Adam! —¡Adam, espera! Se detiene y avanzo para alcanzarle. Estoy a punto de hacer un comentario sobre su falta de consideración hacia mí cuando me doy cuenta del enorme barranco que hay a unos metros de nosotros. La altura hace que el vértigo se apodere de mi cuerpo e instintivamente envuelvo mis dedos entumecidos en los de Adam. Él aprieta mi mano antes de apretarla. Me aprieta la mano antes de gritar a pleno pulmón. Me estremezco al escuchar la potencia de su voz y el eco reverbera por todo el espacio. Entonces, cuando se le acaba el aire del pecho, me mira y sonríe. —Ahora tú. —¿Qué? —Es tu turno —me anima—. Grita. Estoy segu