Mis ojos se cierran. No quiero sentirme miserable, pero lo hago. El nudo en la boca del estómago se aprieta a cada segundo que pasa, el frío en mi pecho es insoportable, las ganas de romper a llorar se hacen cada vez más intensas y la estúpida tortura impuesta por mi cabeza no me deja en paz. No puedo dejar de pensar en él. Me aterra lo dependiente que me he vuelto de la seguridad que irradia y lo protegida que me siento a su lado. A pesar de todo, no puedo dejar de recordar el día en que lo conocí; la impresión que me causaron sus cicatrices y el terror que sentí cuando su mirada penetrante se fijó en la mía por primera vez. Ahora mismo, no puedo dejar de dibujar las marcas de su rostro en mi memoria: la intensidad de su mirada, la profundidad de su voz, la luz que irradia su sonrisa,