—¿Me prestas tu teléfono para poder llamar a Kim?— le pregunto a Adam mientras nos subimos a su viejo vehículo. Levanta las caderas para alcanzar el bolsillo trasero de sus jeans y agarrar el dispositivo. Así que me lo ofrece y me guiña un ojo antes de arrancar el motor del coche.
Marco el número que he memorizado durante semanas y llevo el celular a mi oído. Mi amiga no contesta hasta el tercer timbre, y después de un sermón de dos minutos sobre lo desconsiderada que soy, le digo con quién me reúno y dónde pase la noche. Parece relajarse un poco cuando se lo cuento, pero sigue molesta.
Ella alega que si no tengo un teléfono para fin de mes, me va a prohibir salir; y no puedo evitar reírme de lo maternal que es su gesto.
—Supongo que vas a pasar todo el día con él, ¿verdad?— Ella dice,
