2.12

1266 Words
Como la gravedad desde abajo No podemos correr más que nuestro destino Está en nuestra carne, en nuestra sangre Este cálculo de cuentas acaba de comenzar No hay escapatoria Cuando el fuego se encuentra con el destino             Ruelle — Fire meetz fate. ***             Melany mira con cara de ternura y diversión el rostro casi demacrado de Dan, las ojeras dejaban en evidencia la falta de sueño, mientras en la cuna el niño, después de una noche de llantina ahora si tenía ganas de dormir y lo hacía deliberadamente.   —No preguntes —dijo Dan al imaginar lo que iba a decir la joven mujer—. No quiero ni recordar que anoche no cerré un ojo. Melany rio por lo bajo, encogiéndose de hombros y rodando los ojos hacia un lado en gesto de inocencia. —Podrías descansar el día de hoy —planteó ella, colocándose un mechón de cabello detrás de la oreja.               Dan alisó con sus manos las solapas de su saco y ajustó su corbata azul. —Ni pensarlo —respondió éste fingiendo una sonrisa, sin poder con su cuerpo y con las ganas de comer que cargaba casi siempre a pesar de alimentarse perfectamente—. El deber me llama, todo el día —volteó a mirar a Eddie, que tiraba los peluches a todas partes ahora que se había despertado—. Y ahora la noche también —pausó—. Otra cosa —dijo, llamando la atención de ella—. El refrigerador está surtido, no es necesario que sigas trayendo comida —señaló la cartera con un par de envases herméticos con el almuerzo y alguna merienda que había traído la rubia de ojos grises—. Yo desayunaré en el trabajo —miró a su alrededor, las ventanas estaban abiertas, música suave de fondo y las superficies limpias—. Creo que es todo por ahora. Ya me tengo que ir.     * * *             El ambiente estaba frío debido al aire acondicionado que refrescaba la sala principal del ministerio de justicia, algunos abogados caminaban de un sitio a otro, un par de policías y algunos civiles estaban internos en sus asuntos y Dan esperaba impaciente la llegada de su turno; acomodó su corbata un poco y deslizó la mano sobre la superficie de su traje, asegurándose de que no tuviera alguna arruga, era ya casi un tic nervioso. Era capaz de llegar a un juicio en bicicleta si no tenía un auto a su disposición, pero jamás soportaría estar mal arreglado, su traje siempre debía estar en punta y el cabello organizadamente peinado con gel y una raya de lado.             La carpeta en sus manos contenía toda la información necesaria que suponía las pruebas para la acusación que haría, el testigo estaba allí. Un ex vecino de Leila, aquel que le informó acerca del embarazo escondido.   —Ya es momento —le dijo un oficial uniformado, captando su atención al instante—. La acusada está aquí, los testigos y el juez.               Y sí que los médicos y las autoridades del país no perdían tiempo. Leila aún no había sido procesada, pero tenía un par de esposas en sus manos juntas sobre su vientre, se veía débil, más pálida de lo normal y ultra delgada. Cargaba una camisa negra y un jean de color azul, lucía como una joven universitaria con anemia.             Los médicos habían extraído la bala, le limpiaron la zona, suturaron y colocaron una cura; la anestesia estaba surtiendo efecto, ya que la joven mujer estaba sobrellevando el dolor en la herida mayor de su cuerpo. Le lanzó una mirada venenosa a su ex novio y ahora acusador, enemigo y peor basura para ella. Dan la miró con serenidad, sin odio en sus ojos, sin expresión alguna. Pudo visualizar su mejilla lastimada, un hematoma en su barbilla, raspones en su mano y el labio inferior roto; la carrera que había dado mientras era perseguida no fue poca cosa y ahora estaba allí, con aspecto de quién está a punto de desmayarse, desganada y con destellos de resignación en su cara, aunque su mirada decía todo lo contrario.                 El abogado de oficio, al servicio del Estado era lo único a su favor que tuvo Leila. No tenía testigos o pruebas que le ayudaran y las personas en el público de su lado no eran otros que sus padres, tanto les odiaba que ellos demostraron quererla en últimas instancias, pero su libertad no estaba en mano de estos, par de personas de mediana edad que la miraban con lástima y melancolía, mientras ella no le quedó otra alternativa que bajar la mirada y mantener la cabeza gacha, sin atreverse a enfocarlos directamente a los ojos. Recordó a Olivaia, la buscó varias veces con la mirada, pero el esfuerzo fue inútil, no la vio por ninguna parte, estaba sola, completamente sola.             Dan, sin ironías en su declaración y preguntas, llevó a cabo su trabajo con mucha ética y profesionalidad, sosteniendo en sus manos pruebas físicas y actas firmadas por Olivaia en la cual señalaba como culpable a Leila. El testigo de Dan aportó información, así mismo como el doctor que recibió y atendió al pequeño Eddie durante su estadía en el hospital. Después de cuarenta y cinco minutos el juez preguntó a Leila que cómo se declaraba, a lo que la mujer de cabello rojo respondió: —Inocente.                          Su abogado alegó que ella podría sufrir de algún trastorno mental, y que no necesitaría mucho tiempo para que un psiquiatra lo confirmara. Pero después de ciertas conclusiones el psicólogo al servicio del Estado, ante el juez y frente a la acusada, declaró que aquel diagnóstico no era impedimento para ir a la cárcel, la mujer estaba completamente consciente de estar dañando a su propio hijo y que sus distintos cambios en su estado de ánimo podría ser parte de una mala crianza y exceso de consentimiento dado por sus padres desde la infancia de ésta. Leila no era una loca de atar, simplemente era una mujer que sabía lo que hacía, sabía que estaba mal y aun así decidía comportarse como los adolescentes que se drogan a la entrada del colegio sólo para aparentar una valentía inexistente, para presumir esa soberbia de la cual era víctima aún sin darse cuenta. * * *             En el juzgado su señoría golpeó el martillo y cerró el caso, 35 años de cárcel para Leila Edklinth, por intento de i**********o, maltrato a un recién nacido con agravios físicos severos y abandono de responsabilidad maternal.             La cárcel para mujeres la recibió con lujos inexistentes, el lugar era frío e inhóspito y las que serían sus compañeras por el resto de los días le dieron la bienvenida propinándole una paliza que nunca olvidaría, debido a esto, las mujeres guardias les dieron una desagradable ducha con agua fría a ambas partes de la trifulca formada.             Los días pasaron y Leila no era más que un cuerpo lleno de rasguños, hematomas y cicatrices, la mirada  perdida y su carácter igual de sarcástico. Sus padres fueron la única visita que tuvo, y a regañadientes aceptó la visita de un psiquiatra una vez por semana. Sentada en el suelo de un rincón de su celda, ignorando las críticas, provocaciones y demás palabrerías tentadoras de parte de sus dos compañeras, Leila se encontraba cavilando en sus propios pensamientos, reflexionando, como siempre, pero nunca aceptando las respuestas correctas en las cuales concluía su cerebro, era bastante terca y poco valiente para declararse culpable. Pero, a su parecer, la opción que dictaba su lado demente le parecía la alternativa más factible y apropiada. 
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