Primera parte.
Pueblo de Rusia cerca del mar.
1
Cayendo, huyendo.
Están equivocados.
¡Maligno, mezquino! — me grita un fraile bizantino.
Y en el río. La jauría de los frailes me seguía.
Me atraparon, me golpearon de regreso a la abadía.
Y en el patio del convento exorcistas me gritaban:
—No hay remedio. A la hoguera.
¡No lo hagan, no!
No me maten por piedad. No me maten por piedad.
No lo hagan por favor. No por piedad. Piedad Dios mío.
El espejo – Maná.
* * *
A horas de la mañana, la mano enfundada en un guante blanco halaba del extremo trasero de una flecha mientras la otra mano igual de cubierta sostenía el arco en posición de disparo, el silencio ensordecedor reinaba en el lugar como una bruma negra entre la que estaba aquella persona apuntando a su siguiente víctima, un par de segundos después lo hizo.
El sacerdote italiano residenciado en Rusia, Jean Carlos Duicci aminoró el paso debido al impacto, sintiendo el ardor mezclado con dolor en medio de la espalda al tiempo que bajó la mirada, divisando la punta ensangrentada que se asomaba desde su estómago; en una mano cargaba una Biblia de cierre dorado al igual que las letras de la portada y con la otra se quitó las gafas de aumento y montura metálica, se le antojó alzar la vista hacia un cielo despejado que prometía un día de sol radiante, admirando la imagen con intensidad. Inhaló y exhaló luego, con lentitud, antes de caer sobre sus rodillas y luego chocar su pecho y lado izquierdo de la cara contra el suelo asfaltado.
Las calles permanecían despejadas, nadie se percataría al instante que el líder religioso de la ciudad estaba agonizando. Jean Carlos Duicci forzó la respiración, intentando mantenerse con vida, pero ya sabía que eso no sería posible, las vísceras le ardían bestialmente, era insoportable; su hora había llegado. Justo antes del último aliento, y como si no hubiera sido suficiente aquel descarado ataque, una persona con botas de cuero n***o, túnica del mismo color y determinados pasos se detuvo frente a sus ojos, volteándolo hacia arriba con el pie en una brusca acción que no hizo algo aparte de multiplicar las oleadas de dolor en el hombre vestido de sotana, iba a ser incómodo lograr en su víctima la posición deseada, de modo que, con mente fría y sed de venganza utilizó el pie de nuevo para forzar la actividad empujando la flecha desde la parte anterior, haciendo con esto que el objeto se deslizara más, sobresaliendo en respuesta por la parte de posterior del cuerpo arrancándole jadeos agónicos al hombre que, con intenciones de identificar al agresor intentó obstinadamente enfocar el rostro de éste, sin lograr otra cosa que mirar borrosamente una tez demasiado pálida para ser de piel… dedujo que debía ser una máscara. Después, el anónimo asesino le colocó un objeto sobre la cara lo cual rápidamente terminó de oscurecer su visión.
En horas de la tarde fue encontrado el cuerpo del sacerdote boca arriba, frío, rígido, sobresaliendo de su tórax una erecta flecha manchada con sangre ya seca y una Biblia abierta sobre su cara cuya boca había destilado aquel escarlata líquido vital, ensuciando las hojas del sagrado libro.
En esos tiempo la religión cristiana era un delito, mortandad y miedo era la opción única a tomar, o si preferías vivir, simplemente debías renunciar a las creencias que se relacionaran con la adoración a una cruz.
***
Más tarde, al otro extremo de la ciudad, seis personas no identificadas rodeaban una niña que no hacía sino derramar lágrimas en sollozos retenidos, aterrada; sentada en una silla de madera, con un libro abierto en las manos, (el mismo que había estado leyendo antes que apareciera ese grupo de visitantes extraños con máscaras cubriendo sus rostros). Estaba sola en la pequeña casa de madera parecida a una cabaña, quizá sus padres se encontraban cerca tomando frutas de los árboles plantados a metros del hogar, que situado estaba lejos de algún vecino, ya que era una zona aledaña.
—No lo haré —dijo una voz femenina con ligera incomodidad—. Es apenas una niña, no tiene la capacidad de discernir lo correcto de lo incorrecto —pausó—. Está siendo influenciada.
—Scov. Sabes a qué vinimos —respondió otra voz femenina con severidad—. No quedará uno solo.
La rubia niña sólo hipaba con la carita contraída en una expresión de temor, mirando a uno y a otro de ellos, sin lograr identificar a alguno.
—Terminemos ya con todo esto —intervino esta vez una persona masculina—. Se trata de una misión, no de un juego.
—Entonces hazlo tú —habló una cuarta persona desde la puerta—. Pero date prisa, debemos irnos.
—No —Interrumpió otro más—. Las normas son normas. Aquel que se niegue a realizar su trabajo o tenga preferencia alguna debe cumplir o morir. Así que, Scov. Termina ya, dispárale —le habló a la primera persona.
—Yo podría hacerlo —se acercó hasta la silla aquella mujer de carácter severo que intentó desde el principio presionar a la nombrada “Scov” —. No tardaré en cortar el cuello de este pequeño monstruo. Aunque sería entretenido intentarlo lentamente, comenzando por los brazos.
La niña no pudo ver literalmente la expresión facial de esta que se acercaba a ella, pero sí pudo imaginar en su cara la mal pintada similitud que tiene una bruja en su catacumba cuando un crío muerde el anzuelo y cae en la trampa de entrar en aposentos prohibidos.
—¡Espera! —todos voltearon hacia Scov, mientras la niña no hacía más que temblar—. No lo hagas —dijo ésta, casi en súplica—. Yo lo haré.
Dio pasos al frente, sintiéndose como una cobarde por tener que violentar niños, pero lamentablemente eran órdenes superiores. Quitó el seguro de la pistola y apuntó a la criatura justo en la cabeza... hasta halar el gatillo y dejarla allí junto a ecos fantasmales retumbando por todo el lugar, tirada en su asiento, con la Biblia salpicada de sangre abierta sobre sus manitos. Antes de morir, la criatura no había visto nada más que un escuadrón de personas con túnicas negras y máscaras blancas.