Lo había visto vestirse, tomar sus cosas y entrar a la chimenea.
Seguía creyendo que nada de eso era real.
Mariana permanecía tumbada en el sofá, su cuerpo temblando y entumecido. No podía mover las piernas, como si aún estuviera atrapada en la intensidad de lo que acababa de suceder. Cerró los ojos un momento, tratando de entender cómo algo tan irreal podía sentirse tan tangible.
Ochenta segundos. Él había dicho que solo quedaban ochenta segundos. Para ella, habían sido como dos horas, cada instante más electrizante que el anterior. Su pecho subía y bajaba con fuerza, sus manos aún aferradas a los cojines del sofá como si el mundo pudiera girar fuera de control si los soltaba.
—¿Qué acaba de pasar? — susurró para sí misma. Pero algo en su interior sabía la respuesta, aunque no podía aceptarla.
De repente, un pensamiento cruzó su mente: ¿Y si…?
Con las piernas aún temblando, Mariana se levantó del sofá tambaleándose. Sus rodillas cedieron al primer paso, y tuvo que sostenerse del respaldo del mueble para no caer.
"Vamos, Mari. Puedes hacerlo", se dijo, obligándose a avanzar hacia la ventana.
Era una tontería, pero… aquel encuentro había sido casi mágico, por lo que solo le quedaba ver por la ventana y confirmar lo que sabía que era imposible.
Cuando llegó, sus manos temblorosas apartaron las cortinas. Afuera, el paisaje nevado brillaba bajo la luz de la luna, pero lo que capturó su atención fue un trineo dorado elevándose en el cielo, tirado por renos que parecían flotar con gracia sobrenatural.
—No puede ser… —susurró, el aire escapando de sus labios en una nube visible.
Santa Claus estaba de pie en el trineo, sosteniendo las riendas con una mano mientras su otra tocaba su reloj. Por un momento, giró la cabeza y miró hacia la casa. Aunque estaba demasiado lejos para que Mariana viera su expresión, algo en su postura irradiaba calma, como si todo estuviera bajo control.
Y luego, con un destello mágico, el trineo desapareció en el cielo estrellado.
Mariana dio un paso atrás, con los ojos muy abiertos. Sus piernas temblaron de nuevo, y esta vez no logró sostenerse. Cayó hacia atrás, aterrizando en el suelo con un golpe seco. Pero ni siquiera eso logró sacarla de su asombro.
—Era… él. —Su voz era apenas un susurro.
La realidad golpeó su mente como un relámpago. Santa Claus existía. No solo existía, sino que acababa de darle el mejor sexo de su vida.
Por un momento, Mariana no supo si reír, llorar o gritar. Pero la confusión pronto dio paso a una mezcla de asombro y desesperación. Se puso de pie de nuevo, tambaleándose hacia el árbol de Navidad.
—Tiene que haber algo para mí —dijo en voz alta, hurgando entre los regalos.
Uno a uno, revisó los paquetes. Todos llevaban etiquetas con nombres: "Para Mateo", "Para Clara", "Para Tomás". Pero ninguno era para ella.
—¡No puede ser! —exclamó, arrojando un paquete al suelo. Su frustración creció con cada segundo. Claro, esa no era su casa. No era una niña. Pero una parte de ella había esperado, aunque fuera irracional, encontrar un regalo con su nombre.
Miró la hora… sentía que el tiempo a su lado nunca pasó, definitivamente no fueron segundos, se sintió como horas, horas muy agradables.
Finalmente, se dejó caer de rodillas frente al árbol, sus hombros sacudidos por sollozos silenciosos.
—¿Por qué? —murmuró.
El hombre perfecto, el amante que había despertado algo en su interior que nunca había sentido antes, no solo se había marchado… sino que era Santa Claus. Un ser mágico, imposible de alcanzar, ligado a una misión eterna que lo alejaba de ella.
—No puede ser real —dijo, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas. Pero era real. Lo había visto con sus propios ojos.
Se quedó allí, junto al árbol, abrazándose las rodillas y llorando en silencio. Una mezcla de emociones la atravesaba: incredulidad, deseo, pérdida. Había conocido al hombre de su vida… y él había desaparecido, dejando solo un rastro de magia y un vacío imposible de llenar.
En el fondo de su corazón, algo le decía que ese encuentro no había sido una simple casualidad. Pero ahora, sola en la sala iluminada por las luces del árbol, con el sonido del viento golpeando las ventanas, la única certeza que tenía era que esta Navidad sería imposible de olvidar.