—Portémonos mal… por favor.
—No puedo, no… Yo no…
Santa ajustó su reloj mágico, que brillaba con una leve luz dorada. Los números parpadeaban en una cuenta regresiva implacable. Miró a Mariana, que ahora estaba distraída tocando el regalo dentro de los pantalones de Santa.
—No sé quién eres realmente —dijo ella, viendo como el rostro de Santa se tornaba rojo brillante mientras más ella frotaba el regalo que tenía oculto—, pero tengo que admitir que este disfraz está muy bien hecho. Aunque... —dejó sus manos sobre la cintura de Santa, luego dio un paso hacia atrás, lo miró de pies a cabeza—, creo que podemos hacerlo mucho mejor.
Santa frunció el ceño y señaló su reloj.
—¿Hacer… qué? —preguntó lentamente—. Solo tengo dos minutos antes de ir con retraso.
Mariana arqueó una ceja, avanzando hacia él con pasos firmes y una sonrisa peligrosa.
—¿Cómo que para qué? Y por el tiempo no te preocupes. Hay hombres que necesitan menos tiempo para hacer maravillas. ¿No es así, Santa?
Santa Claus—el eterno símbolo de control y serenidad—rio. Fue una risa grave y profunda que resonó en la habitación, pero antes de que pudiera replicar, Mariana ya estaba en acción.
Con movimientos rápidos, desabrochó el cinturón n***o que cruzaba su cintura y deslizó la chaqueta roja de sus hombros. Santa no se resistió; más bien, parecía aturdido, como si no supiera si detenerla o dejar que continuara.
—¿Qué estás haciendo? —logró preguntar, su voz un poco más ronca de lo habitual.
—Asegurarme de que esta Navidad no sea tan mala para mí —respondió ella con picardía, empujándolo suavemente hacia el sofá.
Santa miró su reloj nuevamente.
—Queda un minuto y veinte segundos.
—Suficiente tiempo —murmuró Mariana, empujándolo hasta que cayó sentado en el sofá, con el torso ya desnudo y el cabello ligeramente desordenado. Subió sobre él con una agilidad inesperada, sus piernas abrazándolo mientras lo sujetaba por los hombros. Pero antes de que pudiera continuar con su plan, Santa reaccionó.
¡Reaccionó!
Con un movimiento ágil, la giró, dejándola tumbada en el sofá mientras él tomaba el control. Sus ojos, que antes parecían llenos de duda, ahora estaban decididos, brillando con autoridad y deseo.
—¿Sabes lo que tienes que hacer? —preguntó Mariana—. Porque espero que sí. El tiempo corre.
—El tiempo corre diferente para mí —le susurró al oído, su aliento cálido enviando escalofríos por la columna de Mariana.
Sin más preámbulos, tomó los tirantes de su lencería y los arrancó con una facilidad asombrosa, dejando a Mariana jadeante bajo él. Su mano recorrió su cuerpo con precisión, encendiendo cada rincón de su piel como si supiera exactamente dónde tocar.
Mariana intentó hablar, pero las palabras se ahogaron en un gemido mientras él continuaba. Santa, ahora completamente concentrado, bajó lentamente, dejando un rastro de besos ardientes por su cuello y sus clavículas.
—Nunca imaginé que Santa fuese tan... —Mariana intentó decir algo, pero el siguiente movimiento de él la dejó sin aliento.
Santa la miró con una sonrisa ladeada, inclinándose hacia su oído.
—¿Qué decías?
El aire parecía vibrar entre ellos, como si la magia que impregnaba el mundo en Navidad se hubiera concentrado en ese pequeño salón. Santa, todavía con el reloj mágico brillando débilmente en su muñeca, miraba a Mariana con una mezcla de desconcierto y fascinación. El tiempo siempre había sido su aliado, pero ahora, al ver a esta mujer que parecía desafiar su compostura, sintió que cada segundo se dilataba, cargado de una tensión que jamás había conocido.
Mariana, tumbada en el sofá lo miraba fijamente. Había algo en ese hombre—ese ser—que no encajaba con nada de lo que había creído hasta ese momento. Su mirada era tan profunda como el océano en una noche sin luna, y su cuerpo irradiaba una calidez que contrastaba con el frío exterior. Cuando él inclinó la cabeza, ella se dio cuenta de que no tenía miedo, sino una curiosidad y un deseo que la quemaban desde dentro.
Santa se acercó y Mariana no pudo evitar fijarse en cada detalle: los músculos que se marcaban bajo la camisa blanca ajustada que llevaba, el leve rastro de barba que enmarcaba su mandíbula, los ojos que parecían contener siglos de historias y, a la vez, un asombro infantil.
—Esto es... nuevo para mí —murmuró él, su voz grave y ronca, como si no estuviera acostumbrado a usar palabras para expresar emociones.
Mariana sintió un escalofrío recorrer su espalda, pero no era de frío. Alzó una ceja, con una sonrisa temblorosa que intentaba disfrazar la intensidad del momento.
—¿Nuevo? ¿Qué, exactamente?
Santa vaciló, como si estuviera buscando las palabras adecuadas. Finalmente, bajó la mirada hacia sus propias manos, que temblaban levemente.
—Sentir esto.
El corazón de Mariana se aceleró. La sinceridad en sus palabras, la vulnerabilidad en su tono, la desarmaron por completo. Extendió una mano hacia él, y Santa, después de un momento de duda, la tomó. Su tacto era firme, cálido, pero había una torpeza en el gesto que lo hacía casi humano.
—Santa Claus, el hombre más mágico del mundo, y nunca has sentido esto... —susurró ella, sus dedos acariciando los suyos con suavidad.
—No como ahora —respondió él, con la mirada fija en ella.
Sin saber exactamente cómo, Santa se inclinó hacia ella, sus labios a un susurro de distancia. Mariana apenas tuvo tiempo de respirar antes de que él cerrara la distancia, capturando sus labios con los suyos en un beso que comenzó con timidez, pero que rápidamente se convirtió en algo más penetrante.
El beso era un descubrimiento, una exploración. Santa, con su fuerza contenida, la sostenía como si temiera romperla, pero la pasión que comenzaba a brotar en su interior lo impulsaba a ir más allá.
Mariana no se quedó atrás. Sus manos subieron por su cuello, enterrándose en su cabello, mientras lo atraía más cerca. Había algo casi primitivo en la manera en que sus cuerpos reaccionaban el uno al otro, como si estuvieran destinados a encontrarse en ese momento, en ese lugar.
—Eres... demasiado para ser real —susurró ella cuando se separaron apenas unos centímetros, sus respiraciones entrelazadas.
Santa sonrió levemente, una sonrisa que era a la vez juguetona y melancólica.
—Yo podría decir lo mismo.
A medida que sus manos recorrían el cuerpo de Mariana, Santa sentía que estaba entrando en un terreno completamente desconocido. Su magia le había dado muchas habilidades, pero nunca la capacidad de sentir el calor de otro ser humano de esta manera, de percibir cada estremecimiento, cada suspiro.
Cuando sus labios bajaron por su cuello, Mariana dejó escapar un gemido suave, y Santa se detuvo por un instante, sorprendido por la intensidad de la reacción. Sus ojos se encontraron, y en ese momento, él entendió que lo que estaba ocurriendo no era solo físico. Había una conexión que iba más allá de lo tangible, algo que resonaba en lo más profundo de ambos.
—¿Por qué yo? —preguntó Mariana en un susurro, sus dedos trazando líneas suaves sobre su rostro.
—No lo sé —admitió él, con la honestidad de alguien que nunca había tenido que cuestionar su propósito hasta ese momento.
Con movimientos cada vez más seguros, Santa la levantó ligeramente, como si su cuerpo no pesara nada, y la colocó bajo él. Sus manos fuertes, acostumbradas a sostener el peso de un mundo entero, ahora eran delicadas mientras exploraban cada curva de Mariana.
Ella, por su parte, no podía evitar temblar bajo su toque. Había tenido amantes antes, pero ninguno como él. Cada caricia, cada beso, era como si él supiera exactamente lo que ella necesitaba, como si pudiera leer cada deseo en su mente.
—El tiempo corre de otra manera para mí, ahora verás por qué —le susurró de nuevo al oído, su aliento cálido enviando un escalofrío por su cuerpo.
Mariana apenas pudo procesar sus palabras antes de que él la hiciera olvidarlo todo, llevándola a un lugar donde solo existían ellos dos, un mundo fuera del tiempo y el espacio.
Santa se sumergió en el momento como nunca antes. Por primera vez en su existencia, no era un símbolo, ni una figura mágica, ni un cumplidor de deseos. Era simplemente un hombre, perdido en el deseo y la conexión con una mujer que había sacudido todo lo que creía saber sobre sí mismo.
Bastaron segundos… pero sobraba intensidad.
Santa la miró como si estuviera viendo algo que nunca creyó posible. No era solo deseo; era descubrimiento. Su pecho subía y bajaba con fuerza, y su mandíbula se tensaba mientras intentaba contener algo que ni él mismo entendía.
Cuando Mariana arqueó ligeramente la espalda, sus cuerpos se alinearon instintivamente. Al sentir cómo él comenzaba se movía dentro de ella, un gemido escapó de sus labios, un sonido que lo hizo detenerse un momento, como si quisiera saborear cada instante.
La calidez de Mariana lo envolvió por completo mientras avanzaba lentamente, cada centímetro enviándole una ola de sensaciones que nunca había conocido. Su aliento se volvió irregular, y sus manos, tan fuertes como cuidadosas, se aferraron a sus caderas como si necesitara algo a lo que anclarse.
Mariana jadeó, su cuerpo adaptándose a él, a la presión, a la intensidad. Había tenido amantes antes, pero ninguno como él. Era más grande, más intenso, y la manera en que se movía, con una mezcla de deseo contenido y exploración, hacía que cada músculo de su cuerpo reaccionara.
Santa se estremeció cuando sintió cómo las paredes de Mariana lo recibían, apretándose a su alrededor mientras él se hundía completamente. Cerró los ojos por un instante, dejando escapar un gruñido bajo que resonó en su garganta, cargado de una emoción que lo sorprendió tanto como a ella.
—Eres... —comenzó a decir, pero las palabras se quedaron atrapadas en su garganta. No había forma de describir lo que estaba sintiendo, esa mezcla de calor, humedad y cercanía que parecía borrar todo lo que conocía sobre el mundo.
Mariana, incapaz de contenerse, lo envolvió con sus piernas, atrayéndolo aún más cerca. Cada movimiento de él encendía algo más profundo en ella, un placer que era tanto físico como emocional.
—No te detengas —susurró contra su oído, su voz temblorosa pero cargada de necesidad.
Él no lo hizo. Con cada movimiento, el ritmo se intensificaba, una danza que parecía natural, pero, al mismo tiempo, completamente nueva para él. Santa, siempre controlado, siempre responsable, se dejó llevar por primera vez. La sensación de sus cuerpos juntos, de cómo se adaptaban y se respondían, era abrumadora, casi devastadora en su perfección.
Los sonidos de ambos llenaron el aire: sus respiraciones entrecortadas, los gemidos suaves de Mariana y los gruñidos bajos de Santa, que parecía estar descubriendo un lado de sí mismo que nunca había conocido. Cada empuje era más profundo, más intencional, y cada reacción de ella lo impulsaba a seguir.
Hasta que llegaron al clímax… juntos; Mariana se aferró a sus hombros, su cuerpo temblando mientras una ola de placer la atravesaba. Santa sintió cada contracción de ella alrededor de él, una sensación tan intensa que lo hizo jadear, su cuerpo tenso mientras se perdía en la euforia del momento.
Mariana, todavía temblando, apenas pudo susurrar:
—No eras lo que esperaba... pero definitivamente eres lo que necesitaba.
—Esto... nunca debería haber pasado —dijo, pero su tono no era de arrepentimiento, sino de asombro.
Mariana, todavía con su corazón latiendo con fuerza, solo pudo susurrar: —Pero pasó.