La visita de Santa

1777 Words
Mariana encendió la calefacción apenas salió de la habitación de Mateo y se permitió relajarse en el silencio de la casa. La botella de vino que había traído desde su casa brillaba tentadoramente sobre la mesa. Una copa no haría daño, pensó, sirviéndose generosamente. Pero una copa se convirtió en dos, luego en tres. El calor de la calefacción la envolvía, y las emociones reprimidas comenzaron a aflorar con fuerza. Se quitó la ropa de calle y, sin pensarlo demasiado, decidió ir al espejo de la habitación de su hermana para ver la lencería que había comprado para su novio, la llevaba porque esa noche iba a ser perfecta, desde la cena, las bebidas y su el postre que vendría después. Era una elección extraña, incluso para ella, pero algo dentro de su mente pensó: "Si voy a estar sola, al menos puedo sentirme bien conmigo misma." Se miró al espejo un momento. El conjunto, un delicado encaje n***o con pequeños detalles brillantes, realzaba sus curvas. Al principio se sintió un poco ridícula, pero luego, quizás por efecto del vino, empezó a aceptarse. Se puso unos auriculares, seleccionó una lista de reproducción en su teléfono y comenzó a bailar. No quería despertar a Mateo, lo perfecto sería que la música retumbara en las paredes, pero no se podía permitir una fiesta sola, porque tenía compañía, Mateo dormía. El movimiento era torpe al principio, pero la música la envolvió pronto. Bailaba para sí misma, entre risas y lágrimas. Su cabello se soltó, y giraba despreocupada, dejando que sus manos recorrieran su cuerpo con algo de sensualidad y tristeza. —Debiste… decírmelo… a la cara. Maldito hijo de puta. ¡Debiste decírmelo a la cara! Entre risas tristes y un último trago de vino, cayó sentada en el sofá, dejando que el cansancio y el alcohol hicieran efecto. Se cubrió con la manta que había en el respaldo, los auriculares aún puestos, y pronto se quedó profundamente dormida. Estaba triste, dolida y borracha. […] La chimenea se iluminó por un instante con un destello mágico y, de repente, un hombre alto y corpulento emergió entre las cenizas, sacudiéndose el polvo con gracia. Este no era el Santa Claus de los cuentos infantiles. Este era… el nuevo Santa Claus, y no hablamos de hace dos días, sino cuarenta años, ese era el tiempo que llevaba en el puesto el nuevo Santa Claus, ya que este era renovado cada trescientos años. Llevaba un abrigo rojo oscuro de un material que parecía terciopelo, ajustado en la cintura por un cinturón n***o con una hebilla brillante. Su físico era imponente: hombros anchos, brazos fuertes y una presencia que llenaba la sala, no era para menos. En lugar de una barba blanca y tupida, tenía una ligera barba bien cuidada, y su rostro mostraba rasgos definidos, con ojos que parecían brillar como hielo bajo la luz tenue de la sala. De su saco mágico comenzó a sacar regalos, colocándolos cuidadosamente bajo el árbol. Pero justo cuando estaba por terminar, el sonido de un llanto infantil lo detuvo. ¿No se suponía que todos en la casa estaban dormidos? Cuando se trataba de bebés, las cosas se volvían más impredecibles. Con pasos silenciosos, teniendo mucho cuidado, Santa se dirigió a la habitación de Mateo al subir las escaleras. Abrió la puerta con cuidado y vio al pequeño sentado en su cuna, con lágrimas resbalando por sus mejillas. Con movimientos suaves, Santa lo levantó en brazos, susurrando palabras tranquilizadoras que parecían tener un efecto mágico en el pequeño. —Tranquilo, pequeño. La noche aún es larga y tú debes dormir. Mateo dejó de llorar poco a poco, su cabecita apoyada en el hombro de Santa. Mientras lo mecía, Santa echó un vistazo a su reloj, un artilugio antiguo y mágico que mostraba no solo la hora, sino también una visión de lo que ocurría en el exterior, entre muchas otras funciones. Sus renos estaban tranquilos, y la casa parecía en orden. Tenía tiempo de sobra. Detenerse un par de segundos no alteraría nada. Siempre estaba a tiempo. Santa nunca se retrasaba. Dejó al niño nuevamente en la cuna, arropándolo con cuidado, y salió al pasillo. Al llegar al salón, se detuvo en seco. Mariana estaba junto a su saco mágico, hurgando entre los regalos con una enorme curiosidad. El ruido de sus movimientos lo alertó, y Santa avanzó con pasos firmes mientras bajaba silenciosamente las escaleras. ¡¿Cómo era posible que aquella humana estuviese despierta?! Y no se dio cuenta. Solo debía dormirla… y seguir su ruta, ella seguro pensaría que se trató de un sueño. Ella se giró al escuchar sus pasos y, por un instante, su expresión se llenó de pánico. —¡Oh, Dios mío! —exclamó, llevándose las manos a la boca—. ¿Quién eres tú? —Al notar su atuendo rojo, soltó una risa nerviosa—. ¿Qué es esto? ¿Una especie de broma? ¿Esto es de parte de Clara? ¿Es para asustarme o algo así? ¿Eres… un ladrón? ¡Oh, eres un ladrón! Santa cruzó los brazos, mirándola con severidad, aunque su expresión mostraba un leve atisbo de diversión, quizás por las expresiones tan graciosas que ponía la mujer. —No soy un ladrón, si eso te preocupa. —Pues debe ser una broma de mi hermana y mi cuñado. Si creen que por eso me voy a alegrar… el disfraz, los regalos, el saco… No soy una niña, Santa no existe y la broma no me gusta—Mariana se puso de pie, todavía tambaleándose un poco por el alcohol, y la manta que la cubría resbaló de sus hombros. Santa la miró fijamente, su boca entreabierta. Era… muy atractiva y eso era quedarse corto. Ella se dio cuenta tarde de su estado y rápidamente se cubrió con las manos, pero luego soltó una risa nerviosa por la mirada que le daba aquel Santa. —Bueno, esto sí que es inesperado. ¿Santa Claus? ¿De verdad? —Lo miró de arriba abajo con algo de burla y curiosidad—. Aunque no sé si imaginaba que Santa fuese tan... joven. Mucho menos que mirase a una persona de esa manera. ¿Te gusta lo que ves? ¿Por qué esa cara? Santa se aclaró la garganta, recogió la manta y la colocó sobre sus hombros. —Y yo no imaginaba que alguien en la lista negra fuese tan... —sus ojos recorrieron su figura, y se detuvo antes de terminar la frase—... particular. Mariana, divertida por su reacción, se acercó a él, sujetándolo del brazo. —Así que Santa tiene sentido del humor. Nunca lo hubiera adivinado. ¿Cómo es eso que estoy en la lista negra? —Fuiste una chica mala, Mariana—dijo, su expresión parecía como si estuviese recordando las cosas malas que ella había hecho en el pasado. —Oh… No sabía que me lo tuvieras tan en cuenta. —Sé de todas tus travesuras—dijo con un tono misterioso. —Quizás no de todas—respondió Mariana, lamiéndose los labios. Santa intentó mantener la compostura, pero el perfume de ella y la cercanía lo desconcertaron, era atrevida, no tenía que hacer muchos intentos y la imagen que tenía Santa de aquella niña mala ya no era la de una traviesa y problemática, de pronto eso había cambiado. Antes de que pudiera reaccionar, Mariana se inclinó y lo besó. Su boca invadió la de Santa con fuerza, empujando contra sus labios mientras este se quedaba quieto, sin saber cómo reaccionar a eso. —Eres… una chica mala todavía—dijo Santa, sin aliento. —Te dije que aún no sabes de todas mis travesuras—repuso Mariana, volviendo a besarlo, sus manos se aferraron a su nuca y su cuerpo quedó de nuevo expuesto, su lengua invadía la de Santa, haciéndolo suspirar, aquello lo dejó inmóvil por un instante—. ¿Qué haces aquí, Santa? —preguntó, pero no le dio tiempo a una respuesta, sus besos invadían la boca de Santa una y otra vez, sin darle tregua a nada. Los ataques de sus besos lo atrapaban desprevenido y sin saber qué hacer. Hasta que ella se detuvo… —No puedes hacer eso —dijo finalmente, llevando una mano a su cabeza con intención de dormirla mágicamente y marcharse. Pero Mariana, aún con una sonrisa traviesa, dejó su mano sobre su pantalón, sus labios estaban enrojecidos por los besos al igual que sus mejillas llenas de calor. —Parece que alguien tiene un regalo escondido aquí —susurró, palpando el bulto que comenzaba a formarse en el pantalón de Santa—. Creo que se te olvidó meterlo en el saco. ¿Y si lo saco para ver qué guardas, Santa? Este soltó un gemido cuando los dedos de Mariana lo recorrieron con más firmeza. Santa retrocedió, visiblemente nervioso. Jamás había sentido algo así en su interminable misión. Su rostro se tiñó de rojo, y aunque intentaba evitarlo, su mirada volvía una y otra vez hacia Mariana, que ahora lo miraba con una mezcla de deseo y diversión. Era… la primera vez que tenía ese tipo de contacto con los humanos y no tenía idea de cómo comportarse, reaccionar, lo que sentía en su cuerpo no era normal, jamás en su vida había sentido tanto calor y menos aquello entre sus piernas se había sentido así de duro, con una firmeza que rozaba lo doloroso. Solo convivía con los humanos una vez al año… y estos siempre estaban dormidos. Una que otras veces había cargado a bebés que despertaban con su llegada, estos solían ser más sensibles a su presencia, pero nunca ninguna interacción con un humano adulto. Aquello siempre era muy improbable. Y de suceder… no habría sido un encuentro tan carnal como aquel. Ningún manual lo podía preparar para lo que estaba sucediendo en aquel momento. —Esto... esto no está permitido —logró balbucear. —¿Hay reglas? —preguntó Mariana—. Quiero saberlas… para romperlas todas. —N-No… No, no las hay, pero creo que esto no está bien. Pero ella, sin perder la compostura, se acercó más, acortando la distancia entre ambos. —¿Seguro? Porque me parece que a ti tampoco te molesta tanto. Dime, Santa y no me mientas… —Nunca miento. —Eres un niño bueno. ¿Te gustó? —Sí… Me gustó. Oh, demonios. ¡Le gustaba a Santa! Santa estaba atrapado, tanto en sus propias reglas como en una sensación completamente nueva que lo desconcertaba. Nunca esperó que aquella humana fuese tan interesante o que lograra afectarle de esa manera.
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