4. Entrevista fallida.

4364 Words
20 FEBRERO 2022 EDIFICIO POSITANO WINE CORP POSITANO ǀ SALERNO, ITALIA 09:00 AUDREY La sala de espera está repleta de personas. Una gran masa mujeres de diferentes edades y orígenes esperan su turno de forma paciente. ¿Otras? No tanto. Algunas practican sus monólogos de presentación, el resto se la vive retocándose el maquillaje una y otra vez. Desde que llegué, me he planteado una pregunta a la que todavía no he conseguido respuesta: ¿por qué tanto alboroto? Digo, se trata de una entrevista de trabajo, tampoco almorzaremos con la reina Máxima de Holanda. Tal vez es parte de la presentación, tal vez no fui informada de como venir arreglada o quizás Fiorella pasó por alto algún detalle. Sí, mi vestimenta es profesional, pero, ¿es suficiente? A todas se nos ha asignado un número, yo por ser la última en enviar los documentos, me dieron el treinta. Sin caer en redundancias, soy la última; pero no me quejo, en cierto modo es genial porque tengo tiempo extra de seguir memorizando mis líneas. «Ahora eres Audrey Darwael». «Eres hija de padres belgas». «Nunca obtuviste tu título como Licenciada en Psicología». «Olvida todo lo que fuiste». Por otro lado, es inútil entablar conversaciones con cualquiera aquí dentro; están más preocupadas viéndose como aspirantes a Miss Universo que en hacer amigas o en dar consejos. Punto a mi favor. Soy una mujer de pocas palabras. A pesar de ser mediados de enero, hace demasiado frío para mi gusto. La espera se hace tediosa a medida que la mañana avanza y, si bien al principio retengo las de ir al sanitario e intento en sobremanera mantener la mente en blanco. La repentina llovizna que golpea el tejado de la esquina acrecienta mis ganas de orinar. Pedir ayuda a la recepcionista es una opción, ¿el problema?, no ha aparecido en toda la mañana. Sin pensármelo dos veces, atravieso el único corredor en línea recta que aparece en mi campo de visión; soy consciente de que me he ganado insultos que no me atrevería a decir en voz alta, pero no voy a orinarme encima por mantener el status de niña rica que no tengo. La punta de mis tacones resuena contra el mármol pulido del suelo, mientras mis ojos hacen un escaneo rápido de los dinteles. El absorbente color blanco del pasillo contrasta a la perfección con el marrón —casi n***o— en la madera de las puertas; no es tan lujoso y sofisticado como lo imaginé, pero en comparación a lo que se espera de este pueblo, es un edificio bastante aceptable. Voy de puerta en puerta girando perillas esperando encontrar algún sanitario; todas están cerradas y eso me da una ansiedad tremenda. Siempre he sabido que los baños generalmente están “en el fondo, a la derecha”, ¿no? Las bisagras apenas rechinan cuando abro el pomo de la última puerta en cadena, se abre. Aunque la habitación tiene lujos hasta la médula; mi vista se centra con la figura de un imponente caballero de pie frente a la ventana. Tiene puesto un traje tan costoso que bien podría valer millones de dólares. Su cabello castaño está rapado a los costados de su cabeza un tercio de él cae sobre su frente; su mandíbula ancha y angulosa de tensa al barrerme con la mirada. Asumo que el hombrecito forma parte del crew de recursos humanos o el encargado de gestionar los pagos en la compañía; admitámoslo, es demasiado joven para ser alguien importante. ¡Con esto no quiero sonar como clasista ni nada por el estilo! Pero la mayoría de las empresas en los que serví como terapeuta, los jefes le doblaban la edad a este muchachito con porte de superestrella de cine. —Después me cuentas cómo le ha ido a Antonella. Gracias de antemano, Cornelia. Te debo una grande; adiós. Una vez que sus ojos verdes han colisionado contra los míos, lo veo colgar el teléfono que, hasta ahora, doy cuenta que tenía pegado en la oreja. —¿De pequeña nadie le enseñó tocar puertas? El acento que utiliza tiene matices extranjeros, aunque tiene la típica tonadita italiana, la cadencia y el atractivo de su voz me hace saber que ha vivido en algún lugar de Inglaterra. Alzo el mentón un poco más para encararlo como se debe. —En mi defensa —mi espalda se irgue dos veces más de lo habitual—, estaba buscando un baño. Aunque mi voz lucha a muerte por mantenerse neutra e impasible, al igual que mis expresiones inmutables; por dentro estoy muriéndome de vergüenza. Tonta, tonta, mil veces tonta. ¿Y si hubiese interrumpido a alguien importante? ¿y si éste hubiese sido el despecho de mi futuro —posible—, jefe? Uy no, por eso los lunes son de mal augurio. —¿Y no pudo preguntarle al conserje? Vaya a darle excusas baratas a quien se las esté pidiendo —en pasos felinos, el hombre bordea el escritorio hasta sentarse en la aterciopelada silla giratoria—; ahora, váyase antes que llame a seguridad. Agradezca que estoy de buen humor hoy, y eso no sucede todos los días. Si cree que va a intimidarme con dos o tres palabras, está muy equivocado. He pasado por mucho para llegar a donde estoy, a ser la persona que soy; así que no pienso arrodillármele a una persona que de plano está dispuesto a humillarme. Me vale un cacahuate si me echa a patadas, pero me siento muy a gusto burlándome en sus narices. —¿Le parece gracioso haber interrumpido mi oasis de calma? —Espeta el caballero con irritación. —Escúcheme bien, va a arrepentirse de esto. «Así me gusta». —¿Oasis? —finjo una mueca de sorpresa—. ¿Esa no es una banda famosa? —entrecruzo los brazos negándome a seguirle la corriente—, ¿ya escuchó Wonderwall? La canción va así como… And after all, you’re my wonderwall. ¿Se la sabe? —mi pregunta sonando capciosa—. Vamos, cantemos juntos, apuesto a que debe tener una hermosa voz. Con el pequeño fragmento que he cantado, juro que no sólo se me ha salido el gallo, la gallina y los pollos; sino también el perro, el gato y toda la granja de animales. —¿Pretende burlarse de mí? —Para nada, señor, usted ya lo ha hecho por cuenta propia. —¿Usted cree que si hubiese habido un conserje habría entrado aquí? No sé quién es usted y créame que me importa muy poco su identidad —me encojo de hombros con indiferencia absoluta—, ¿qué pretendía? ¿¡Que me orinara encima!? El alza las manos dándome a entender que me detenga. Me molesta la forma en que mi cuerpo reacciona a los impulsos, ¿estoy dejándome doblegar con un gesto? Un escalofrío me recorre la espina dorsal justo en el momento que sus ojos se clavan en los míos; no son azules, tampoco grises y menos como el noventa por ciento de la población mundial, marrones. Los ojos de este chico son verdes aguamarina, casi grises, moteados de un color ambarino muy peculiar. El contraste de su piel bronceada los hace resaltar de forma impresionante. «Esta no eres tú, Cassandra». —Es irrelevante que me mantenga al tanto de sus necesidades fisiológicas, así que guárdeselo, por favor. —Qué pena me da usted —mis ojos lo barren completito—, en serio. —¿Y a usted quien la dejó en libertad? Claramente necesita ayuda profesional porque su comportamiento deja mucho que desear… —sacude la cabeza en una negativa exasperada—, espere, ¿viene por la entrevista? —Así es. Respondo con suficiencia y el destello de un brillo extraño se apodera de su mirada. Una sonrisa carente de humor taladra mis oídos y me hace caer en cuenta de la realidad que me rodea. Mis ojos se pierden en los anillos refulgentes que adornan sus poderosos dedos, resaltando a la perfección el carísimo reloj que carga en la muñeca derecha. —No sabe quién soy yo, ¿verdad? —¿Por qué habría yo de saber eso? Una de sus cejas espesas de alza, una sonrisa pícara y socarrona adueñándose de sus rasgos sobrios. —Oh —sus labios de pliegan una línea fina—, que lástima. —¿Y bien? —Y bien ¿qué? —Responde con apatía. —¿No va a decirme dónde puedo conseguir el baño? —La retención de líquidos es un problema muy serio para las mujeres obesas; no se ofenda, pero debería considerar bajar de peso. Los elefantes no tienen buena memoria, por esa razón se ha pasado por alto el aviso. «¡Estoy embarazada, maldito fanfarrón, engreído, rata inmunda, animal rastrero…!». —¿Cuál aviso? —No hay sanitarios en este piso. Sólo los hay en la planta baja —señala afuera de la puerta—, le sugiero tomar el ascensor. Le regalo mi sonrisa más encantadora y elegante; sin embargo, lo único que deseo hacer es patearle el rostro hasta desfigurárselo todito. —Gracias, señor —hago una reverencia medieval a modo de burla—; es usted todo un caballero. —Y usted una doncella de cuento de hada —refuta, añadiéndole más sarcasmo a la cadencia de su voz—, cuidado pierde un zapato bajando las escaleras. —No se preocupe, no creo que tenga tanta suerte. —Ya veremos…, ya veremos. Por un instante creo que va a llamar a seguridad, pero no lo hace, sólo se limita a mirarme fijamente; sé que quiere intimidarme, sé que trata de hacerme sentir miserable y muy pequeñita. Sin embargo, no se lo permito. —Bien, que tenga un lindo día. —Digo, cruzando el umbral de la puerta. —Igual usted —la seriedad en su expresión hace que todo mi cuerpo se estremezca—, éxitos en su entrevista, creo que la necesitará. *** 14:57 La mañana y el mediodía transcurren sin novedades. Estoy disfrutando muchísimo el teatro de algunas chicas al no ser elegidas, también he experimentado la sensación punzante de la envidia cuando otras salen contratos parciales; con esto quiero decir que han sido escogida para el entrenamiento intensivo de marketing digital en la compañía. Muy a mi pesar, dificulto que puedan elegirme. No porque dude de mis talentos, ¡tengo muchísimas cosas en la cabeza! Me tranquiliza saber que todas se han marchado, es deprimente, peor, ¿qué más da? Estoy en un punto de mi vida donde la soledad es la mejor compañía. Para fortuna mía, la radio local tiene un repertorio musical bastante variado, han sonado muchísimas canciones de Maroon 5, siendo Nobody’s Love la última. Le sigue Try de P!nk, ¿cómo una melodía puede ser tan inspiradora y melancólica al mismo tiempo? Los bebés, quienes se habían mantenido bastante quietos, de pronto empiezan a moverse como si estuviesen jugando fútbol americano. Sonrío a medias, es una sensación agradable e incómoda. Mis trece semanas están a las puertas… todavía desconozco donde seguiré el control prenatal, espero averiguarlo pronto. —Aspirante número treinta. Rápidamente me pongo en pie. —Aquí —alzo la mano por cuestión de inercia. El señor de no menos de sesenta años de edad me observa sobre el marco de sus anteojos de pasta redonda; gracias a Gareth aprendí a no dejarme intimidar por cualquiera, no obstante, este hombre me hace sentir como un insecto volador antes de ser aplastado. Fácilmente podría ser mi abuelo. —¿Es usted la señorita Audrey Darwael? —La misma. —Un placer —el hombre extiende su mano, yo la estrecho en respuesta—, Fiorella Ferrari nos ha dado excelentes referencias suyas. ¿Un doctorado de medicina en Harvard? Es increíble y admirable, debe ser todo un prodigio de la ciencia para colarse en las mejores universidades del mundo. Mi sonrisa decae al instante; me las arreglo para no lucir derrotada. Parte del curriculum falso que Fiorella inventó para mí, fue haber estudiado una carrera de pregrado en Oxford, un postgrado en Frankfurt y finalmente el doctorado en Harvard. ¡Madre santa, ojalá sí! ¿Por qué tuvo que complicarlo todo? ¿Para hacerme lucir más impresionante? El título que falsificó es casi autentico. Además, como el rector de la Universidad de Harvard es amigo cercano de los Ferrari, mi amiga no dudó en mantenerlo al tanto de la situación por si alguien pedía referencias personales mías. Claro está, Fiorella y yo tuvimos que echarle el cuento completo de porqué me vi en la obligación de cambiarme el nombre. Él pareció no tener problema con ello. La coartada perfecta para sepultar mi vieja identidad. —Gracias, pero es irrelevante que lo mencione. —Y aparte de inteligente, modesta —aplaude el hombre, conduciéndome por el pasillo que transité horas antes—. ¡Vamos a sacarnos la lotería contigo! Le he dicho a mi hijo que te ponga al principio de la lista. El silencio que le sigue es largo y tirante. Aunque el señor sigue hablando más que un radio prestado, pierdo conexión con la realidad al encontrarme frente a la puerta del CEO de la compañía. Un escalofrío desagradable me recorre de pies a cabeza. Inhalo profundo y exhalo al cabo de unos segundos conteniendo el aire. —¿Nerviosismo es lo que percibo de usted? Me pregunta en una entonación bastante paternal. —Un poco… sí —carraspeo antes de seguir hablando—, ¿en serio quiere sinceridad de mi parte? El señor de cabellos blancos como la nieve me dedica una sonrisa reconfortante. —Soy todo oídos, hija. —No sé nada de marketing digital —mis ojos se agrandan—, ¡hasta la semana pasa ni siquiera sabía cómo publicar reels en i********:! ¿Puede creerlo? No se preocupe, yo aprendo rápido. La cara de aquel tipo es un auténtico poema. —Entonces, ¿por qué quiere un puesto en esta compañía? —Verá, soy nueva por aquí. Recién llegue a la costa ayer por la noche —paso un mechón de cabello por detrás de mi oreja—, necesito rentar un departamento, pagar las consultas médicas de mi… —estoy por decir la palabra embarazo, pero logro frenar a tiempo—, gato. Sí, eso. —¿Su gato? —Pregunta con voz incrédula. —Pff, sí —hago un ademán con la mano derecha—. El pobre ha vivido más que la reina de Inglaterra, y… —me llevo la mano al pecho para dar más peso a mi actuación—, es como de la familia. —Oh, lamento oír eso. ¿Sabe? —se inclina para girar la perilla y abrirme la puerta en un gesto caballeresco—. Agradezco muchísimo su honestidad, es la primera chica en admitir su incompetencia en voz alta. Una sonrisa amarga se apodera de mis labios. —¿Gracias? —Éxitos en la entrevista…, y no pierda la espontaneidad que la caracteriza. Una vez sola, me debato entre: entrar y dar lo mejor de mí, o marcharme y echar todo el plan por la borda. ¿Irme por la tangente? No, que va. Como Audrey se niega a cimentar su fe en la suerte, decido poner empeño al meterme bajo la piel del personaje; vuelvo a dar una inspiración profunda que paso a exhalar rápidamente. Hay que recordar que el señor misterioso abrió la puerta para mí; no obstante, entrar sin avisar no se considera de buena educación. Ni en Positano, ni en ninguna parte del mundo. Con dos toquecitos a la puerta anuncio mi llegada. No recibo respuesta de ningún alma dentro del despacho. Dadas mis semanas de gestación, permanecer de pie usando zapatos de tacón alto es tan difícil como contener la respiración por más de un minuto; por esa razón echo mano a la silla más cercana y en movimientos circulares, masajeo los músculos contraídos de mis piernas. El chasqueo de un encendedor seguido de un olor a cera derretida enciende una luz roja en mi cerebro. Hasta ahora me doy cuenta que el sillón de cuero n***o, semi aterciopelada en lugares estratégicos, está de espaldas a mi posición. Entonces, una voz pastosa y sensual habla: —Cierre la puerta, señorita Darwael. No hace falta ser un genio para dar cuenta que aquí dentro flota un fuerte olor a whiskey —¿Audrey Darwael? ¿Hija de Bastian Darwael y Nina DeBruyne? Trago durísimo. La incertidumbre y el terror amenaza con calcinarme los huesos; ¿por qué no se da vuelta y empezamos la entrevista como dos personas normales? ¿Se cree juez de The Voice o algo así? —Mis padres son dueños de una pista de motocross muy lucrativa en Bruselas, si eso es lo que desea saber. —Ya veo… Su currículo es muy impresionante, señorita Darwael —mi pecho arde de emoción cuando enfatiza el adverbio cuantitativo—, ¿Harvard? Eso ya es otro nivel. —Gracias. Mis mejillas arden cuando mi presión arterial se dispara a la atmósfera. Hay maneras de identificar cuando una persona miente, lo aprendí durante mi primer año de residencia con el doctor Miles Meléndez: la forma en que los humanos utilizan las manos para jugar, la manera en que retienen aire en los pulmones y las pausas largas que dejan para inventar cosas que justifiquen sus motivos u acciones. Si el chico fuese medianamente consciente de cómo la mente controla los impulsos del cuerpo, de seguro ya me habría mandado al calabozo. —Hábleme de usted —la silla giratoria da una vuelta parcial—, dígame porque debo contratarla. El hombre toma el expediente entre las manos y se levanta del asiento en un movimiento felino, como un león enjaulado; por supuesto, dándome la espalda. Mi vista, irritada por la luz del sol, me impide verle el rostro. Apenas atisbo un halo místico rodearle la cabeza, como si fuese algún personaje celestial. —Porque necesito empleo y usted puede dármelo. Me golpeo mentalmente. «No pienses en voz alta, idiota», susurra una insidiosa e insistente vocecita en mi cabeza. —Disculpe, ¿ha dicho algo usted? A menos que tenga problemas auditivos, estoy segura de que escuchó la frase completa; tal vez quiere dejarme en ridículo y verme la cara de idiota —Lo siento, yo…, perdóneme, pero… —cruzo las piernas para dar un toque extra a mi postura—, no tengo ninguna experiencia en este campo laboral. Tengo postgrados en psiquiatría y neurología, pero apenas sé cómo manejar las r************* sin fracasar en el intento. La cuestión es que…, aprendo rápido, soy responsable y si me elige, prometo poner todo mi empeño en proyectar la compañía como merece. Sonrío con tanta seguridad que hasta me sorprendo de cómo estoy asumiendo el rol de Audrey. El rol de una persona que no existe. » Tengo una idea vaga de cómo podría ayudar… me gusta el orden y el diseño. Yo misma podría diseñar los post y personalizarlos en paneles deslizables completos. ¿Ha visto la cuenta oficial de BTS? Puede que no esté viéndolo a la cara, pero imagino la mueca escandalizada que pinta sus facciones en este momento. —¿Qué clase de pregunta es esa? —Su pregunta es fría y calculada. A toda prisa, saco el teléfono celular del bolsito que he traído conmigo. Me toma menos de dos segundos abrir la aplicación de i********: y teclear el usuario del grupo de k-pop más famoso del momento; enseguida cargan las fotografías del feed. ¿La peculiaridad? —A ver…, los encargados de manejar la cuenta no se enfocan en un m*****o en sí, sino en todos en general; entonces, en vez de buscar post individuales, uno ve la fotografía en forma de mosaico mostrarse en el feed de forma completa. A su vez, los separadores —que, valga la redundancia, separan— se disgregan de forma tan natural que ni siquiera afectan el esteticismo y orden de la cuenta. » Eso quiero ofrecerles, una proyección diferente inspirada en BTS. En una ínfima fracción de segundo, mi visión empañada se aclara. «Oh, rayos», pienso para mis adentros. Cuando una nube densa obstaculiza los rayos del sol, soy capaz de ver el rostro del hombre que ahora se encuentra recargado al borde del escritorio. Me permito estudiar su anatomía; lleva un traje n***o satinado, combinado a la perfección una camisa azul turquesa y una corbata blanca. Intenta hacerse el despreocupado, pero su aspecto es demasiado elegante para parecer un hombre cualquiera. Con la postura desgarbada, el entrecejo fruncido a más no poder y el aspecto descuidado a cuenta de fina capa de vello facial creciendo alrededor de sus mejillas, juro que podría volverme loca sin hacer esfuerzo alguno. Y yo le diría: «Gracias». Pero, para mi gran desgracia, el hombre con quién me topé esta mañana es nada más y nada menos que el CEO —eso leo una inscripción sobre el escritorio— de la compañía para la que aspiro trabajar. —Veintinueve talentosas chicas me ofrecieron planes de negocios factibles y listos para llevar a la acción, ¿y tú sólo me ofreces una cuenta espejo de una banda de cantantes-bailarines chinos? —se burla él con jocosidad—, esto es absurdo. —Son coreanos, ¡coreanos por el amor de dios! —Exclamo con exasperación. —¿Y eso qué importa? —el hombre suena aburrido y desinteresado—. Tranquilícese y deje de actuar como una auténtica lunática. Un pinchazo de coraje me recorre de pies a cabeza; pero me niego a dejarme doblegar por la ira. No hago más que entrecruzar los brazos y hacer una postura física de niña malcriada. —Merezco respeto, ¿es consciente de eso? —acaricio mis labios con el dedo índice—. ¿Le busco un diccionario con la definición de la palabra? Le vendría bien un poco de cultura general. No puede andar por ahí diciéndole “elefante” a cualquier mujer. —Por supuesto que no —resuelve, metiéndose las manos a los bolsillos del pantalón—, pero le recuerdo que fue usted quien se burló de mi voz. Tiene muy poca moral para reclamar, señorita Darwael. Es un comportamiento atípico para una mujer de su edad. Mis párpados se aprietan juntos, a la par masajeo mis sienes y mi mandíbula se aprieta con fuerza. —¿Está llamándome inmadura? Un suspiro largo y pesado seguido de una risotada carente de humor se filtra a través de los labios carnosos del magnate. —Usted lo dijo, no yo. —Dígame —resoplo, molesta—. ¿Siempre es así de insoportable? Se encoje de hombros con indiferencia. —No estoy en obligación de responderle. Me siento tan, tan… tan humillada, que me veo en la obligación de decir un disparate para, no sé, sentir menos condescendencia de mi misma. —Lo lamento tanto… —¿Qué lamenta? —Cuestiona él sin mirarme a la cara. Dos enormes zanjas surcan su entrecejo, mientras sus dedos pasan a las páginas finales de mis documentos falsos. —Lamento en sobremanera que su madre tenga que lidiar con usted —escupo con sarcasmo, antes de ponerme en pie y caminar hacia la puerta—, por si no lo sabe, hay formas en las que puede tratarse a una persona y definitivamente esa no es. Todos tenemos dignidad, señor… Me veo obligada a hacer una pausa corta; he estado tan ocupada discutiendo que ni siquiera me he tomado la libertad de preguntarle el nombre. —Lazzarinni —enfatiza con aires de superioridad—, Zayn Lazzarinni. —Bien, resulta que todos tenemos dignidad, señor Lazzarinni —vuelvo a repetir—, ¿ha oído decir que el poder absoluto corrompe absolutamente? Las enormes gemas esmeralda que carga en los ojos me estudian con detenimiento. A su vez, el sonido oscilante de un pliego de cartón cerrarse antecede a la naciente actitud déspota y magnánima de sus movimientos. En retrospectiva, este hombre supura peligro en cada gesto y mirada que da. —Escúcheme bien, señorita Darwael —en dos zancadas largas, se sitúa frente a mí; mide como mínimo un metro noventa y cinco—, si hubiese querido oír su opinión sobre mi persona; créame que ni siquiera se me habría pasado por la cabeza pedírsela a usted. Si vino con la esperanza de ocupar un puesto en nuestra compañía, lamento decirle que no reúne los requisitos que buscamos. Así que…, si no le molesta, puede marcharse por donde ha venido. «A este lo coso a insultos y lo dejo durmiendo en la calle». Un parpadeo lento atrae un ápice de empatía a mi rostro; sin embargo, en lugar de hacer un berrinche, inhalo una vez más e intento contener la furia. —¿¡Qué!? —le pregunto con una sonrisa burlona, sarcasmo adueñándose de la interjección modulada—, ¿va a echarme a patadas porque fui la única persona en decirle las verdades a la cara? Poca hombría de su parte, debería darle vergüenza. —Si sigue comportándose como una maldita loca juro que llamaré a seguridad —dice a manera de advertencia—, no me obligue a hacerlo. Ruedo los ojos al cielo. —Oh, no se moleste… —digo, abotonando el primer par de botones de mi abrigo—, yo voy saliendo de todos modos. Giro sobre mis talones con la intención de salir de la presuntuosa —y para nada modesta oficina—, pero una de sus manos afianza su agarre alrededor de una de mis muñecas. Es un gesto posesivo y d*******e que, por razones que desconozco, hace que mi pecho arda de efusividad y alegría. —¿Es consciente de que usted ha cavado su propia tumba en la costa amalfitana? La rendición se filtra en sus palabras como el peor de los venenos; esa razón me lleva a voltear y mirarle por encima del hombro. —Déjeme informarle que la persona frente a usted ya está muerta.
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