10 ENERO 2022
FULL MOON CAFÉ AND RISTORANT
POSITANO BAY ǀ ITALIA
ZAYN
El cansancio de la semana está pasándome factura.
Bolsas bajo los ojos, somnolencia y malhumor…, bueno, un poco más del habitual.
La junta de esta tarde pulverizó mis reservas de energía y no puedo creer que, en vez de ir a descansar, esté caminando a otra reunión… ¡a medianoche! ¡Dios! Mi padre anunció la llegada de un nuevo proveedor a la costa y tengo el deber legal de ajustar los detalles finales. Logística general, planes de negocios, estrategias de marketing.
No existe cabida para ningún fallo: el futuro de la compañía está en juego.
Las calles solitarias de Positano son más lóbregas de noche; sin embargo, eso me permite llegar desde la oficina hasta Palazzo, el restaurante donde suelo concertar mis citas antes de llegar a casa. Consigo un buen lugar para aparcar mi automóvil y, tras encender la alarma del auto con el control remoto, me encamino hacia la puerta.
Hoy no vengo en planes románticos con nadie, mi mejor amigo y yo tendremos una “junta improvisada” de cara a las entrevistas al nuevo personal a contratar. A criterio de los expertos en la materia, como compañía debemos gestionar mejor nuestro negocio en r************* . Un Comunity Manager, eso necesitamos.
Con la brisa nocturna dándome de lleno en la cara, me dejo engullir en el sonido atronador de las olas. La costa amalfitana tiene sus encantos, pasando de los increíbles paisajes desde cualquier punto del acantilado; como la Grotta Azurra, hasta la historia que cuentan cada uno de sus monumentos históricos, como el Monte Vesubio.
Las paredes de ladrillo blanco, junto a la vegetación que ornamenta el espacio, se ciernen frente a mis ojos. El rótulo perfectamente alineado de Palazzo resalta en lo alto con bombillas diminutas fusionándose en una luminosidad cegadora, asumo, producto de la refracción de la luz. Por tanto, despojándome del abrigo de piel sintético cotizado en más diez mil euros…, anuncio mi llegada.
—Buenas noches, hice una reservación esta mañana.
—Buenas noches —modula la recepcionista, sin siquiera atreverse a mirarme—, su identificación por favor.
Enarco una ceja al cielo, ¿está bromeando conmigo?
—¿Acaso no sabe quién soy?
Ella reajusta las gafas sobre el puente de la nariz, mirándome directo a los ojos. Busco un ápice de arrepentimiento en su expresión, pero no encuentro ninguno. Ésta chica habla en serio: no sabe a quién tiene en frente.
—Lo siento, señor; pero, ¿debería? —chasquea la lengua—. No me malentienda, aquí viene muchísima gente —la mujer vestida de vagabunda dice con aire cordial, pero se siente como si estuviese echándome a la calle—, me cuesta horrores grabarme todos los rostros. Yo no soy Emily, y usted tampoco es Miranda Priestly de Devil Wears Prada.
Mis cejas se alzan con superioridad, la indignación que me sobrepasa es tremenda. ¿Cómo se atreve a compararme con un cliché de película?
—¿Sabes que a cuenta de ese comentario saturado de ignorancia puedo hacer que te despidan en este mismo instante? —Pregunto yo, sonriéndole de forma hipócrita.
—¿Disculpe? —la castaña responde con fingida inocencia—, ¿qué ha dicho?
A ver, ¿esta quién se cree que es? Mi padre y yo no trabajamos tan duro para que los pueblerinos sean incapaces de reconocernos a simple vista. ¡Es inaceptable! No soporto estar en un lugar donde no se valore el empeño que ponemos para incentivar el turismo de la costa amalfitana.
Dejo caer el portafolios sobre el mesón amplio de recepción, de uno de los bolsillos saco el carnet de la compañía. El golpe contra el concreto pulido es lacerante. La sangre me hierve y quiero que sea testigo de mi furia. Cuando he apoyado el codo sobre la superficie de granito, coloco el pulgar debajo de mi barbilla para acariciar mis labios con el dedo índice.
—Querías mi identificación, ¿no?
—Sí, pero… —Balbucea ella, sorprendida por mi repentino cambio de actitud.
—¿Piensas retractarte? ¿y quién se supone que te contrató? —me encojo de hombros con indiferencia—, ahí tienes los datos personales que necesitas. Aunque con los modales que tienes, no me extrañaría que tampoco supieses leer.
—Es usted un mal… —ella frena la frase de sopetón.
Soy testigo ocular de como el color de su piel poco a poco adquiere un nuevo color, tiñéndose de un magenta oscuro. Entreabre los labios para, tal vez coserme a insultos; pero, en lugar de eso, arrastra el material sintético hacia ella. Es ahí cuando su expresión de enojo cambia radicalmente; ahora, desconcierto y vergüenza ornamentan sus facciones tortuosas.
Mi identificación lee:
Zayn Pravesh
Positano Wine CORP, CEO
Hometown: Milano, Italia.
Age: 35
ID: 63548625
Los ojos de la chica intercalan entre el plástico y mi persona con cierto recelo. ¿Qué si está sorprendida? Yo diría que bastante.
—¡Señor, Pravesh! ¡Dios! —empieza a abanarse con una hoja de papel—, buenas noches. Pase, pase. Su mesa es la de siempre, junto a la ventana.
Me consuela saber que estaré aquí poco tiempo. Con la muerte del abuelo y todo el asunto del funeral, Antonella y yo acordamos retrasar nuestro viaje a Venecia un par de semanas. Lo estoy haciendo por ella, se lo prometí el verano pasado. Sin embargo, he de tener en cuenta que, en el fondo, papá se siente más cómodo cuando soy yo quien se encarga del negocio.
¿Cómo culparlo? El pobre viejo ya está entrado en años.
Estoy por entrar cuando alguien que conozco viene mi encuentro.
Alessandro Ferrari, el principal proveedor de uvas para la compañía de nuestra familia, acordó venir a finiquitar los últimos detalles de las entrevistas a realizar mañana por la mañana. En nuestros planes no estaba el despido de Nadia, pero razones externas nos obligó a hacerlo.
—Hey, ¿qué pasó?, ¿están matando gente aquí afuera, hermano? —me da el típico saludo primitivo de hermanos; palmea mi espalda antes de soltarme—, ¿por qué tanto alboroto?
—La señorita aquí presente no recordaba el número de mi mesa, pero ya está solucionado, ¿verdad, cariño?
Ella asiente en un gesto que pareciera que fuese a romperle el cuello.
—S-s-sí, no —ahora carraspea con fuerza—, hay pro-problema.
La muchacha mantiene el mismo gesto neutro, como si hubiese visto algún espectro o qué se yo. Una risotada corta y seca brota de mi garganta; me da gusto ver cómo la gente tiembla ante mi poder. Soy de los hombres que les fascina mantener el control sobre todo y todos.
—Buena chica —digo con voz pastosa, enseñándole mis dientes en una sonrisa satírica y llena de odio—, agradece que hoy estoy de buenas. Si no lo estuviera yo mismo te habría sacado a patadas de este lugar, querida.
—Le prometo que…
Aunque quiero que finalice la disculpa que ha iniciado para conmigo, se detiene de forma abrupta. La voz de un tercero ha irrumpido gravemente en nuestra conversación.
—Zayn…, bájale un poco al enojo —Alessandro farfulla por lo bajo, arrastrándome por el brazo al interior del lujoso restaurante—, deja a la pobre chica en paz. ¿Y si no te reconoció qué? ¿Te crees Dios?
Me permito barrer al mayor de los hermanos Ferrari de pies a cabeza. Es una buena persona, punto a su favor; ¿algo que detesto?, que vaya inmiscuyéndose en mis asuntos personales.
—Estás arrugando mi traje, imbécil.
En un movimiento ágil logro zafarme de su posesivo agarre; la gabardina perfectamente planchada que tornea mi bíceps izquierdo se dobla en pliegues medianos. Hago de tripas corazón para no romperle la cara, ¿cómo se atreve a si quiera ponerme un dedo encima?
—Alejandro Magno tenía razón.
Resopla mi amigo cuando finalmente hemos llegado a la mesa.
—¿Con qué? —Pregunto sin prestarle mucha atención.
—El poder absoluto corrompe absolutamente.
Entorno los ojos por instinto.
—¿Quieres que te dé un premio por saber de historia universal?
Mis manos arrastran la silla metálica contras las baldosas del suelo; he de decir, el sonido es desagradable y sepulcral, como personas cargando grilletes por el resto de la eternidad. Haciendo oídos sordos al comentario, en un gesto consigo lo que quiero: el menú de hoy.
El mesonero toma mi orden a la velocidad de un rayo. Mientras escribe los requerimientos de mi cena: pollo con champiñones, pasta con salsa de vino blanco y camarones; doy una inspiración profunda. El dolor en la cervical está matándome, asumo que se debe al exceso de trabajo, no tengo dudas de ello.
Antonella suele recomendarme dormir un poco los fines de semana; obviamente, no puedo darme ese lujo. Es cierto, hay días en los que deseo quedarme en la cama todo el día, pero me cuesta horrores considerando el montón de trabajo recayente sobre mis hombros. La presión, el estrés, la preocupación sobre la salud de mi padre… ¡son tantas emociones juntas!
Tarde o temprano me harán colapsar.
—¿Y bien? ¿ya tienes a las chicas de mañana? ¿Alguna sugerencia?
—Aquí tienes las carpetas organizadas alfabéticamente, aunque… —la entonación de su voz merma cuando veo que ha empezado a fisgonear los nombres por la letra “D” —, demonios, falta uno.
—¿¡Qué!?
Grito con efusividad porque soy incapaz de contener el suspenso. Las miradas furtivas no tardan en hacerse llegar, ¿qué pensará la gente de nosotros? En lo personal, siempre me ha importado el “qué dirán”; si algo no va en sintonía conmigo o recibo críticas sobre aspectos de mi vida privada que puedo cambiar, simplemente lo dejo.
Mi antigua relación es un ejemplo vivo de ello.
—Uy, tranquilízate —Alessio alza sus manos en señal de paz ante mi enfurecimiento—, falta una carpeta. ¡Espera, no vayas a explotar todavía! El señor Gael aceptó un curriculum más, ohm, mamá se lo pidió y ya sabes cómo es… Te alegrará saber que un punto juega a tu favor, todas las chicas son hermosas, deberías considerar encontrar pareja.
Un silencio incómodo se subyuga porque así yo lo decido.
—Pero, pero —incrédulo todavía, sueno bastante confundido—, ¿por qué no consultó conmigo? ¿De repente soy una marioneta más?
—Fue un imprevisto… —se rasca la cabeza con asiduidad— algo de último minuto. Mamá trajo una invitada a casa y, no sé de qué va, es… complicado.
Me llevo las manos al puente de la nariz; honestamente, la incompetencia es el cáncer de la sociedad actual.
El mesonero ha traído una botella de champaña y dos copas a la mesa. Con “bop” el corcho sale volando; líquido burbujeante se desliza en las paredes del vidrio cilíndrico y saboreo el licor como si fuese una pócima ancestral.
—Pff, si todos van a hacer lo que se le venga en gana entonces yo paso.
—¡Vamos! —me da un golpe en el brazo inquiero—, necesitas cambiar esa actitud, por tu bien, por el de la compañía y lo más importante, por el de Antonella.
Bufo con diversión.
—¿Y tú me dices que hacer desde…? —Mis cejas alzándose con condescendencia, animándolo con un gesto ameno a complementar mi frase.
—Zayn, estoy hablando en serio, de estas entrevistas depende la proyección de la compañía en las r************* . Tienes que comportarte, ¿sabes una cosa, querido amigo?, tienes 32, no 18.
—¿Acaso pedí tu opinión en algo? —Me atrevo a inquirir con fingida indignación.
Alessandro endereza la espalda sobre el respaldo de la silla.
—Eres una versión moderna de Scrooge, digo, adicionarías para el teatro local y de seguro te darían el papel protagónico.
Tallo mi cara en un gesto duro.
—¿Te quedarás grabándome como Kris Jenner en The U Next?
—Puede ser.
—Oh, bueno —una sonrisa se desliza en mis labios, entonces, alzo la copa al aire—, brindemos por mis fantasmas: pasado, presente y futuro.
De la garganta del mayor de los Ferrari trepa una carcajada sonora.
—Eres de lo peor.
—¡Ay, por favor! Somos el reflejo del otro, ¡que no se te ocurra reprocharme nada! O, ¿tengo que recordarte las razones por las que Nadia no aceptó tu propuesta de matrimonio?
Alessandro me mira de mala gana.
—No empieces.
Yo me encojo de hombros; el descaro de este hombre es cosa de otro mundo. Zayn Pravesh suele ser una persona pacífica en todos los sentidos, no obstante, si el momento lo apremia, no tiene reparos en destruir a cualquier persona que se le atraviese.
—Me obligas, bro —lo apunto con un tenedor de plástico—. ¿Quién es de lo peor ahora?
—Tú por zoquete.
Masculla tan bajo que apenas puedo oírle. Sin embargo, me golpea la parte trasera de la cabeza con fuerza.
—¿Disculpa?
—Ehm, nada. ¿Podemos dejar la conversación hasta aquí? En serio me aburres. —Pide, esta vez con el semblante más irritado de lo habitual.
—Bueno, vinimos a hablar de negocios, ¿no? —él asiente, yo prosigo—. ¡Excelente! Verás… papá me avisó que un nuevo comprador arribará a la costa mañana por la mañana. Por lo que oí, está buscando asociar su empresa, la nuestra y la de la competencia; una fusión comercial. Una locura, ¿no?
Alessandro alza sus dos cejas, es el típico gesto que hace cuando las cosas no terminan de cuadrarle del todo.
—Qué raro… —dice tras dejar salir el aire retenido en sus pulmones—. la temporada de ofertas de compra y venta finalizó hace tres semanas. Todos recibieron un correo de parte tuya y de Stefano, ¿cierto? Fue una de las encomiendas que Alba debía llevar a cabo. ¿Lo hizo? —no respondo y mi silencio deja mucho que desear—. No digas tonterías, Zayn, ¡dime que lo hizo!
—¡Sí…! —exclamo, casi seguro de mis palabras—. ¡No! ¡Yo que sé! Estuve tan ocupado despidiéndola que olvidé checar los correos electrónicos —me estrujo las manos contra la cara—, pero eso no puede ser tan malo. ¿O sí?
—¿Qué si no puede ser tan malo? ¿Qué disparates dices? ¡Esto es terrible! Mira, podrás ser el CEO de la compañía de tu padre; pero quien consigue la materia prima para la elaboración del vino soy yo… mi familia —se corrige a sí mismo—; y si el período de compra y venta no es clausurado tiempo, difícilmente podamos distribuir nuevos lotes a nivel internacional. Son políticas de la zona. ¡Violarlas es un delito federal!
«¿Cómo pude ser tan estúpido?».
—Yo lo resuelvo.
—Olvídalo —me interrumpe la voz firme de Alessandro—, ¿y cómo se llama el comprador? ¿De dónde es?
—Espera —meto la mano dentro del bolsillo de mi saco—, tengo un mensaje suyo. Se llama… Pff, necesito gafas nuevas, apenas y puedo ver estas letritas ininteligibles.
—Zayn… —Vuelve a reprocharme el mayor de los Ferrari—. Enfócate.
—¡Ya sé, ya sé! El tipo se llama, Gianni.
—¿Veratti? —los ojos azules de Alessandro se abren como dos huevos a la sartén.
—El mismo que viste y calza.
De forma sorprendente, el semblante de mi amigo decae a una velocidad alarmante, ¿de dónde conoce Alessio a Gianni Veratti?
—Ouh… —menea la copa antes de sorber un trago largo—, esto no es bueno… para nada bueno.
Lo miro de mala gana.
—¿Exactamente a que te refieres con eso?
—No importa, ahora es un dato irrelevante. ¡Pero no te fíes de sus intenciones! —su exclamación me hace sobresaltar—, por ahí se dice que es traficante de personas. Quizás te venda por cincuenta euros o menos.
Estoy por responderle cuando un molesto rechinar de ruedas me disloca por completo; la comida arriba a nuestra mesa en un elegante y sofisticado carrito. Mi estómago lo sabe, además del desayuno de esta mañana, ni tiempo he tenido de comer o siquiera merendar algo.
El mesero deja el plato sobre la mesa, alza la tapa semicircular y, de forma inmediata, el aroma a tomillo, albahaca y ajo me hacen entrar en un trance hipnótico. La salsa de champiñones huele delicioso, ¿la presentación del plato?, puff, una exquisitez.
—Cállate, Alessio. Quiero cenar en paz.
Mi socio se lleva un tenedor de espagueti a la boca, reservándose cualquier comentario. En este momento agradezco el silencio. Pero, lastimosamente, dura muy poco.
—¿Irás mañana?
—¿A dónde?
—Zayn... Zayn… —menea la cabeza en señal de desaprobación—, ¿cómo pudiste olvidarlo?
—¿Olvidar qué?
El guisante que utiliza va a parar directo a la corteza frontal de mi cabeza.
—¡La primera competencia de Antonella como gimnasta! ¿Cómo puedes ser tan imbécil? Hoy me dijo que quiere verte ahí, que veas su progreso como atleta.
—¡Demonios! —con la yema de mis dedos echo mi poco cabello hacia atrás—, ¿es mañana? Mañana no puedo, tengo la entrevista con las chicas. ¿Puedes ir tú?
Una exhalación de su parte me hace entender que no le ha hecho gracia mi propuesta.
—Es tu hija, no la mía. Ella quiere verte a ti, no a mi.
—¿Qué más da? —empuño el tenedor y el cubierto con ambas manos sobre la mesa; encogiéndome de hombros, e irradiando indiferencia en cada uno de mis movimientos, digo—: puede ir mi madre. De todos modos, de no ser por mi arduo trabajo Antonella no pudiese asistir a esa academia.
—¿Sabes una cosa? Tus días como el CEO de esta compañía están contados, no vas a estar a la cabeza por siempre —apunta en un tono neutro y sobrio—; en cambio, Antonella seguirá siendo tu hija por el resto de tu vida.
Me quedo en silencio.
Si bien no demuestro ninguna emoción en mis expresiones faciales, sus palabras han calado hondo en mí.
Ojalá Alessandro supiese lo difícil que es ver esa criatura a los ojos; cuando su madre murió, prometí hacerme cargo de ella. Sin embargo, a veces pienso que debí darla en adopción cuando tuve la oportunidad de hacerlo… al menos, así ella sería feliz con una persona que no tema verla a la cara.
***
Tres de la madrugada.
Como ya es habitual en mí, no puedo conciliar el sueño.
Golpeo el saco de boxeo con una fuerza descomunal. Un, dos, tres, un gancho bajo, repito. Los guantes que protegen mis manos se sienten bastante pesados, el ascenso de temperatura dentro de ellos es tremendo. El sudor me recorre el cuello, los brazos, los músculos de la espalda… mi cabello está empapado.
Estoy furioso.
Soy incapaz de respirar sin dificultad… no puedo ordenar mis pensamientos.
De más chico solía boxear; las peleas callejeras eran el pan de mi día a día.
En aquel entonces, era la única forma en la que podía drenar toda la ira que circulaba en mi torrente sanguíneo.
¿Sabes lo difícil que es crecer con la etiqueta de “niño rico” en la frente?
¿Qué todos se acerquen a ti con la esperanza de conseguir algo a cambio?
Las personas que me rodeaban, incluyendo a mis amistades más cercanas, daban por hecho que mi vida era perfecta. Hasta cierto punto lo era: tenía un techo lujoso, un lugar donde dormir, la gente pudiente de la región me veía como el prodigio de la compañía, me llovían las mujeres.
Tal vez pensarás, ¿qué más puede pedir este pobre hombre?
Ser el chico perfecto —alguien que yo no era— me llevó a romper muchas reglas, entre ellas, meterme con la mujer equivocada. El recuerdo naciente de Vittoria me provoca una rabia incontenible. Golpeo el saco con muchísima más fuerza que antes.
Las paredes insonorizadas del sótano contienen mis gritos ahogados, los insultos a la vida y el jadeo incesante que amenaza con hacerme perder la consciencia y la razón. Proyectarme a diario como tipo rudo es la peor de las condenas, ¿y cómo no?, estoy asumiendo un rol que ni siquiera quise al principio.
Por desgracia, en la vida las cosas no suceden como uno quiere.
—¿Zayn? —Llama la somnolienta voz de mi madre desde las escaleras.
El interruptor se enciende casi de forma automática.
—¿Qué haces aquí? Vete a la cama —digo, sorprendiéndome de actitud déspota y soberbia—, sólo estoy entrenando.
Le doy la vuelta completa al saco, ahora empiezo a golpear de espaldas a ella; me rehúso rotundamente a que me vea en semejante estado de vulnerabilidad.
—Te traje galletas —me enseña un tazón repleto del aperitivo en forma de estrellas y medias lunas—, Antonella y yo preparamos un bowl completo esta tarde. Lo compartirá mañana con sus amiguitas en la fiesta de fin de nivel…, está emocionada. Deberías venir con nosotras.
Bajo la luz de las bombillas incandescentes del sótano remodelado, atisbo el cansancio de mi madre. Las bolsas acumuladas bajo sus ojos la envejecen al menos dos décadas. Las arrugas surcan sus facciones en depresiones puntuales como los pliegues de sus ojos y el cabello canoso evidencia el paso de los años; mi madre es una mujer hermosa, pero he de admitir que ha descuidado bastante su aspecto físico.
—¿Antonella va a ir a una fiesta?
Doy un golpe fuertísimo al saco y después lo sostengo con ambas manos, mi frente húmeda choca contra el material elástico. Sorbo mi nariz con fuerza antes de encarar a mi madre otra vez.
—Eso dije —apunta con seguridad terrorífica, dejando el plato sobre la mesa de billar.
—Antonella no va a ir a ninguna parte, es una decisión tomada.
Sus profundos azules me escudriñan de forma exhaustiva
—¿Ahora decidiste formar parte de la vida de tu hija prohibiéndole cosas?
—Mamá, ya hemos hablado esto antes. No me gusta que Antonella ande por ahí, hay mucha gente malintencionada que quiere hacernos daño. Una fiesta infantil es el señuelo perfecto.
—¡Por el amor de dios! —mi madre entorna los ojos, abrazándose a sí misma a cuenta del frío—, creo que estás viendo demasiadas películas de suspenso. ¡Nadie quiere hacerte daño! Esas paranoias tuyas van a hacerte parar en el manicomio, te lo digo en serio.
—¿Y tú qué sabes? —replico en tono apático y desganado—, ¿tienes idea lo que se vive a puerta cerrada dentro de esa maldita compañía? No todo es rosas y chocolates. ¡Hay gente mala a donde quiera que mires! ¿Ves lo que hizo Antonella? ¡Se aprovechó de la inocencia de Antonella para robarnos información confidencial de nuestros clientes! ¿Te parece poco eso? Te sorprendería leer la lista de personas que desea dañarnos, darnos donde más nos duele.
—La única persona que está dañándose a sí misma con esa actitud eres tú, Zayn.
—¿Intentas hacer que cambie de opinión con respecto a la fiesta? —Paso de largo y busco una toalla limpia en uno de los cajones del baño—. Pues lo lamento, pero ella no va a ninguna parte. Si sus amigas quieren venir a casa, ¡perfecto!, pero contrataré a alguien que las vigiles.
A medida que madre entrecruza los brazos y su entrecejo se frunce profundamente, dice:
—¿Por qué lo la vigilas tú? —creo conocer el trasfondo de esa pregunta capciosa—. Antonella necesita una figura paterna, no una persona que complazca sus caprichos para justificar su falta de amor y cariño para con ella. No me malinterpretes, pero estás comportándote como un verdadero idiota.
Mis labios se oprimen en una línea fina; soy perfectamente capaz de sentir mi nuez de adán subiendo y bajando con premura. ¿Con que derecho viene a echarme en cara que he sido un mal padre durante los últimos siete años?
—¿Y las cosas que me hacía papá qué? —espeto con rudeza; mientras señalo con la mano la parte baja de mi abdomen—. ¿O acaso tengo esta cicatriz de adorno?
Ningún color en el círculo cromático hace justicia a la palidez que de repente ha pintado su piel sonrosada.
—Zayn, él nunca quiso…
«No la escuches».
—¡No! —mi voz se alza antes de volver a quebrarme por dentro—, ni siquiera intentes justificarlo. ¿Qué clase de padre le hace esto —la obligo a mirar el tumulto de carne cicatrizada—, a su hijo?
—Entonces, ¿vas a seguir su arquetipo? ¿Cuándo llegará en día en que tengamos una conversación civilizada del tema?
Aunque tengo la intención de seguir golpeando el saco un rato más; esta discusión me ha arrebatado los ánimos. La culpa y el rencor son dos somníferos con los que no estoy acostumbrado a lidiar.
—No hay nada que hablar, madre. Punto final.
Ella se limita a levantar la mano y, con el dorso de la mano, me acaricia la mejilla. El gesto que tiene me toma por sorpresa; me atrevería a decir que mi expresión es asustadiza. ¿Cuándo fue la última vez que recibí una muestra de cariño genuino? ¿Cinco años?
—¿Quién eres y que hiciste con mi hijo?
Solloza la mujer de cabello blanco con ojos tortuosos y lastimeros, mientras poco a poco se lleva la mano a la boca.
—Lo tienes frente a ti —alejo su mano de mi rostro—, pero ahora es más fuerte que antes.