PRÓLOGO
AUDREY
Frangipanis.
Alguien me dijo una vez que las frangipanis crecían en los balcones de Palermo, también junto a los olivos de la costa amalfitana y otras a orillas del Océano Pacífico: Hawái, Tahití, Singapur. En lo que a mí respecta, nunca di mayor importancia a este hecho; bueno, al menos no hasta que llegué a Positano.
En este lugar, a donde quiera que mires, hay árboles de plumarias en masa moteando el panorama con colores suaves. Es muy hermoso.
Además, es increíble como por primera vez en mucho tiempo, me siento libre.
Aprendí algo de mi última relación amorosa: el valor del enigmático lenguaje de las flores. Encantador, ¿no es así? Con la persona que creí amar sin reservas, aprendí que los tipos de rosas, peonias, claveles, margaritas, tulipanes, etc., tienen un significado puntual que varía de acuerdo al color y las condiciones climáticas de los mismos.
Al final del día, mires donde mires, encontrarás la vida llena de comparaciones.
En la vida, las personas somos la analogía perfecta del ciclo vital de una planta. Puede que en algún momento tengamos la vitalidad de un bulbo de tulipán, pero, tarde o temprano, nos convertiremos en hojas secas, pétalos marchitos, epitafios andantes.
Con ese deprimente pensamiento en mente, el conductor estaciona frente a un enorme portón blanco. El oficial de la caseta pide la identificación de ambos. Una vez terminado el proceso, las compuertas se abren y en mi campo de visión aparece lo que, a mi parecer, es la imagen palpable retrato surrealista.
Casas arquitectónicas de colores neutros, jardines coloridos, viñedos en los pórticos de las residencias, túneles de buganvilias ensombreciendo el empedrado de la calle colina arriba y pequeñas fuentes con temática de la mitología grecorromana.
En pocas palabras, parece la entrada a otra dimensión.
Positano es mi nuevo lugar de residencia, un pueblito situado sobre los acantilados irregulares de la costa amalfitana y uno de los principales responsables del abastecimiento de vino de la región. Fiorella, mi ex compañera de trabajo, me ofreció alojamiento en el anexo de su casa; no somos de la misma edad, pero eso no impide que nos llevemos bastante bien.
Sí. Al principio rechacé la propuesta de residenciarme en Italia; pero, una vez que lo hablé con mamá, cambié de opinión.
Ella me hizo entender que no soy la misma chica que desapareció hace años atrás en Verdon, que debo hacer a un lado los pensamientos egoístas. Ahora soy una mujer fuerte que ha crecido a base de golpes; que debe tener presente que mi bienestar físico-emocional no es lo único que importa, también en el de los bebés.
La mujer de cabello color caramelo me extiende los brazos.
—Bienvenida a tu nuevo hogar, Carrie.
Una vez que bajo del auto, Fiorella Campello me estrecha en un caluroso abrazo. He de confesar que agradezco el gesto porque no estoy preparada para la brisa decembrina y el abrupto descenso en la temperatura. Nos separamos lentamente, su parte cotilla la lleva a fisgonearse en el tamaño de mi abdomen plano.
—Gracias, en serio, muchas gracias. Pero recuerda, de ahora en adelante debes llamarme Audrey.
—¿Audrey?, pero, ¿por qué? —pregunta, frunciendo el entrecejo; yo la miro con cara de pocos amigos, ya se lo he explicado antes y no me apetece hacerlo ahora—. ¡Oh, cierto! ¡Audrey! ¿Cómo estás, Audrey? ¿Qué tal estuvo el viaje?
—Bueno —hago una pausa para sacar las maletas del auto—, dormí todo el camino y me funcionó el truquito del chicle para contrarrestar las náuseas. Eres buena para dar consejos, muy buena.
En seguida acude en mi auxilio y alza en peso mis valijas. El ruido del motor del vehículo vuelve a la vida pues le he pagado de antemano.
—No quería decirte que te lo dije, pero te lo dije. Grazie mille, signiori... —le habla al joven conductor antes de poner el auto en marcha colina abajo—, ¿no te parece guapo?
—Fiorella… —digo en tono de reproche.
Ella sabe lo susceptible que estoy a las relaciones, en especial porque el padre de mis hijos no resultó ser la persona que yo creía. Pero es un tema que prefiero evitar a toda costa.
—¿Qué? ¿Vas a quedarte soltera por el resto de tu vida?
—Definitivamente es una opción que voy a considerar a partir de hoy.
—Eso dices ahora, Audrey. Pero espera a que conozcas a la persona que no tema amarte sin reservas.
—Cambiando el tema… —me sobo la panza con la mano—, deberías escribirme una lista de recomendaciones para lidiar con este par.
Fiorella hace una mueca desdeñosa con la cara antes de empuñar las maletas a ambos lados de su cuerpo y subir los primeros peldaños. Mi parte tímida se rehúsa a seguirla al interior de la casa, así que no me muevo. Con el rabillo del ojo consigo diferenciar el azul índigo entre la espesa bruma que recubre la costa completa.
Cierro los ojos y doy una inspiración profunda. Es increíble cómo después de experiencias traumáticas, los humanos tenemos la fortaleza innata de recoger los escombros y reconstruir aquello que una vez fuimos. Digo, si hace unas semanas alguien me hubiese preguntado si tendría la entereza para llevar este embarazo sola, de seguro habría respondido un rotundo: no.
Pero, hoy por hoy, soy incapaz de vislumbrar mi futuro sin ellos.
—No te preocupes por eso, tendré bastante tiempo para orientarte. ¿Por qué no entramos? Debes tener hambre y la tarta que preparó mi esposo de seguro ya se enfrió; perfecta para acompañar con un Machiatto.
—Claro —respondo yo, ajena a la realidad que me rodea.
—¿Audrey?
—¿Sí?
—Vamos a dentro, si sigues ahí vas a pescar un bien resfriado. —Objeta, apuntándome esta vez con el dedo índice.
Haciendo una especie de saludo militar, le respondo yo:
—Entendido capitana.
La calidez de la casa me da la bienvenida; Fiorella me da un recorrido fugaz por la planta baja de la estancia e insiste en detenernos en la cocina para darme doble ración de comida. La vista a través de los cristales del océano es parecida al de mi hogar en Porto Moniz… por alguna razón, me hace sentir en casa.
Una vez llegada las diez de la noche, mi madre adoptiva me conduce a mi nuevo aposento.
La habitación está situada en la parte alta de la casa, según ha dicho, esta solía ser la habitación su única hija, Gabriella. Las paredes están pintadas de un blanco hueso suave, faroles incrustados al cielo raso, los pisos son recubiertos por una alfombra de pelo corto, un enorme tocador con bombillas led. Cuenta con un baño privado y un pequeño balcón; la brisa arrastra el dulce aroma emanado por las macetas de plumarias.
Lo poco que se dé la jefa de Emergencias en el Hospital General de Sídney: tiene tres hijos varones a cargo del negocio familiar y ama a su esposo como el primer día que se conocieron.
—Es precioso esto, Ellie. Pero no me quedaré mucho tiempo —digo, descalzándome los zapatos a orillas de la cama—, apenas encuentre trabajo reuniré para rentar algo. Lo prometo.
—Por favor, Audrey, eres como mi hija; no me molesta tenerte aquí, de hecho, me siento tranquila sabiendo que estás conmigo y no a merced de esos lunáticos con los que sales.
—Pero tus hijas trabajan, además, ya no salgo con nadie. Soy una mujer libre e independiente que debe mantenerse a sí misma, ¿sabes de alguna vacante? —me encojo de hombros—, ¿un Café?, ¿un restaurante tal vez?
De las gavetas del closet, saca toallas de baño y edredones limpios que apega a su cuerpo con apremio. Entonces, me pregunta:
—¿Te gustan los viñedos?
Mi entrecejo se frunce profundamente.
—¿Qué?
—Mira, hay un amigo de la familia a cargo de la compañía de vino más demandada de la región. Y oí decir por ahí que estaba en la búsqueda de una asistente responsable; la última que tuvo robó la mitad de su trabajo y la vendió a la competencia. No sé de qué va…, pero él necesita algo así como una —Fiorella chasquea los dedos—, ¿cómo le dicen ustedes a las personas que manejan contenido en r************* ?
—Ehm —hago memoria por un instante—, ¿Comunity Manager?
—¡Eso mismo! ¿Tú sabes algo de marketing digital y esas cosas?
Rápidamente meneo la cabeza en una negativa frenética.
—Pff, ¡qué va! —pongo los ojos en blanco—, si ayer apenas aprendí como editar videos para t****k con una aplicación toda extraña.
—Oh, eso no es bueno.
—Ni que lo digas.
—Bueno —Fiorella se encoge de hombros—, me parece que no hay problema con ello. A ver… —dice cambiando la entonación en la voz—, no estoy segura; pero creo que las aspirantes al cargo reciben un entrenamiento previo, una o dos semanas de duración. Luego de la evaluación final: la mejor se queda.
Con las yemas de mis dedos revuelvo mi cabello y me despojo del abrigo de terciopelo que traía puesto desde el aeropuerto; como la calefacción está encendida, mi temperatura corporal empieza a subir con el paso de los minutos. Me tomo el tiempo suficiente para abrir las maletas y sacar el pijama y otros utensilios personales: cepillo de dientes, mascarillas faciales, maquillaje, las vitaminas que me recetó la doctora en mi último control prenatal.
Pensándolo bien, la oferta de Ellie es tentadora; no porque me fascine ser la asistente de una persona, sino por el hecho de ganar dinero y empezar a instalar la habitación de los niños.
—Interesante —modulo yo, tras un largo silencio—. Eso quiere decir que, ¿puedo presentarme mañana?
Mi acompañante no responde al instante, se limita a dejar lencería limpia sobre la cama y desocupar los cajones del multimueble.
—Bajo enseguida y marco a la oficina para preguntar. Si mis cálculos son correctos, debería estar por salir de una junta —Fiorella deja escapar un suspiro frustrado—, prácticamente ese par vive por y para la compañía. En fin, cariño, no puedo prometerte nada. Su padre es quien maneja los contratos y los despidos.
Me dejo caer de espaldas a la cama, mis manos reposando sobre mi vientre semi abultado. En una cortísima fracción de segundos me parece sentir un gusanito moverse; ¿podrá ser?, ¿es posible? En seguida mi pecho estalla en una alegría incontenible e indescriptible.
El hecho de tener dos bebés de alrededor de doce semanas creciendo, hace que la protuberancia sea algo notoria al usar ropa ajustada al cuerpo; por eso, abrigos y vestimentas holgadas son los atuendos estrellas de mi día a día. Estoy contenta con mi aspecto físico. Mi cuerpo está adaptándose para seguir creando dos vidas y no puedo hacer más que dar gracias por ello.
Pero, por el momento, quiero mantener el embarazo en secreto.
—Descuida, no creo tener tanta suerte.
—Oh vamos, si la tienes.
Fiorella luce muy segura de sus palabras y es inevitable no sentir algo temor. Según leo en sus expresiones, está tramando algo con todo esto. Hasta cierto punto me hace gracia, pero debo recordarle que debe respetar mis límites.
Una ducha caliente es lo que necesito para dejar de dar vueltas a las intenciones ocultas de Fiorella. Cuando me cercioro que la fragancia a manzana y canela se ha adherido a mi piel, salgo de la ducha. El agua cae de mi cabello como un torrente fuera de su cauce, estoy por secarlo con una toalla limpia; veo un plato de galletas de coco reposar sobre la mesita de noche.
Sonrío a medias, no tardo dos segundos en aventarme una a la boca. Una explosión de sabores colisiona contra mis papilas gustativas: harina, azúcar, el toque de sal, el característico sabor a cáscara de limón y los trocitos de coco.
Fiorella es muy considerada conmigo, que suerte la mía tenerla en mi vida.
Desempacar es mi siguiente tarea.
La tarde cae lentamente sobre la costa y la luz de la luna empieza a pintar la noche. Un montón de estrellas rutilando en lo alto del firmamento se asoma a través de mi ventana; las cortinas empiezan a ondear con fuerza.
Mi memoria aflora en flashes fugaces e incongruentes, algunos fragmentos tortuosos de aquella noche. «No vayas ahí», sugiere una vocecita cuerda en lo más recóndito de mi cerebro. Al tocarme el pecho, inconscientemente palpo los pliegues burdos en forma de X que me marcarán de por vida.
El dolor físico sanó con el transcurso de las semanas. ¿El emocional?, ¡já!, ese apenas comienza a sanar gracias al tiempo y las circunstancias.
Hay días en los que ni siquiera soy incapaz de enfrentar al mundo, tampoco encarar a las personas con las que converso a diario y menos establecer relaciones sociales con extraños. Antes acostumbraba a desconfiar de las personas, ¿quién iba a decir que eso era un problema?, cuando la psiquiatra de la universidad me detectó el Trastorno de Personalidad Paranoide enseguida di con la raíz del problema.
Mi error fue no buscar ayuda profesional a tiempo; y Gareth se aprovechó de m ingenuidad para convertirme en su presa. ¿¡Cómo no vi venir sus intenciones macabras!? Entrecierro los puños dispuesta a golpear lo que se me atraviese.
Una oleada de furia incontenible circula mi torrente sanguíneo y me convierto en dinamita pura.
¿En qué momento los ojos se me llenan de lágrimas?
¿En qué momento he empezado a golpear la pared?
¿Por qué me sangran las manos y los nudillos?
La confianza es frágil, para nadie es un secreto. Dos toques a la puerta interrumpen mis reflexiones silenciosas.
—¿Está todo bien, Audrey?
—Sí —alcanzo a decir con la poca fuerza de voluntad que me queda—, siempre lo estoy.
Bien supe yo que, en esa respuesta, siempre estuvo el error.
***
Esta mañana desperté con una desagradable opresión en el pecho, los ojos llenos de lágrimas, mi cuerpo transformado en un manojo de terminaciones nerviosas. ¡Qué frustrante, dios! En todos mis sueños, la película tiene el mismo inicio, desarrollo y desenlace.
Mi ex esposo tomándome de la mano en medio de un gigantesco campo de girasoles, acompañándome en todo el proceso del parto…, él quitándonos la vida a los tres con un revólver. Gracias a la tenue luz de la tarde mortecina, apenas alcanzo a distinguir el color que mancha sus irises. El tono es tan oscuro, que ni siquiera parece pernoctar dentro del círculo cromático; una estela grisácea y casi negra le arropan los globos oculares.
La imagen es… terrorífica.
Pese a todo, hay una conexión fuertísima que me obliga a anclar mis ojos a los suyos; cuando está a punto de dispararme al pecho, veo dos manos deslizarse dentro de la pared ocular del asesino. ¡Mi corazón da un vuelco tremendo! De pronto me siento inestable y hasta desorientada, ¿qué o quién batalla a muerte para salir de ahí dentro?
«¿Por qué todo es tan familiar?».
Es como si, de algún modo, un prisionero estuviese aferrándose a los barrotes corroídos de una celda solitaria y fría.
«¡Déjame salir!», implora el ente dentro del cuerpo de mi esposo.
En la lejanía, palabras diabólicas y retorcidas martillean durísimo contra mis paredes cerebrales: «amaste a una persona que no existe y tampoco existirá». Entonces, cuando está a punto de dispararme al abdomen, la oscuridad es abrazada por la luz.
Desde aquel traumático suceso en Verdon, a diario he tenido que sobreponer mi miedo a la oscuridad, la soledad; es cierto, las pesadillas son menos recurrentes que antes, pero a menudo afecta mi capacidad de comportarme e interactuar con los demás.
Mi dichosa y triunfante mañana ya ha sido arruinada.
—Por favor, sé honesta conmigo.
Fiorella me mira a través del espejo de la sala de estar, con un enorme signo de interrogación pintado en la cara.
—¿Con qué?
—Dime, ¿me veo profesional? ¿Parece que merezco el puesto?
Pregunto sin rodeo alguno, mientras termino de ponerme los aretes dorados en la oreja izquierda. Una falda a lápiz color gris plomo abraza todas y cada una de mis curvas, un suéter color vino cuello tortuga se cierne alrededor de mis extremidades superiores y un enorme abrigo invernal blanco hueso esconde mi embarazo. Por supuesto, color a juego con mis estilettos, bolso y portafolio de presentación.
Anoche, Fiorella me ayudó a inventar un currículo con referencias laborales falsas.
—Mi cielo, con ese atuendo no sólo conseguirás el trabajo, también conquistarás el corazón de…
—¿Por qué siento que tu intención al conseguirme este trabajo es otra? —La interrumpo, mis ojos achicándose con diversión.
Fiorella se lleva la mano al pecho, en un vano intento para complementar su dramatismo innato.
—¿Cómo osas pensar eso de mí, Audrey?
—No finjas demencia conmigo, mi reina, soy terapeuta en recesión; pero psicóloga al fin.
Siempre he sido susceptible a las miradas; tal vez esté paranoica, pero see cuando una persona analiza mis movimientos. Es algo que aprendí a identificar y también a aprender a lidiar en mis sesiones terapéuticas con el doctor Meléndez.
De soslayo, pillo a Fiorella mirar con nostalgia el nuevo tono de mi cabello. No es para menos, la última vez que le di un cambio radical a mi aspecto fue al terminar mi relación con Gareth…, Dorian, bueno, es complicado.
—El rubio te sienta de maravilla.
Atina a decir cuando termino de dibujar el delineado perfecto sobre mi parpado móvil y paso a rizarme las puntas.
—De vez en cuando los cambios son buenos.
—En eso concordamos las dos. Bueno, mientras desayunas iré a alistarme, más te vale comer todo lo que preparé para ti.
—¿Alistarte? —giro sobre mi propio eje—, ¿a dónde vas?
—Te llevaré a tu primera entrevista de trabajo. Luego almorzaremos el viñedo de la colina, ¡mis hijos mueren por conocer a mi hija adoptiva!
Me llevo las manos a la cara, ¿conocer a los hermanos Ferrari? Hasta donde sé, Fiorella es madre de tres hombres: Enzo, Alessio y Domenico. No los conozco, bueno…, los he visto sólo en fotografías. Sin embargo, mi parte chismosa llega a la conclusión que, además de insoportablemente atractivos, me atrevería a decir que son buenas personas.
«No te dejes llevar por las apariencias».
—Por dios, que no piensen que soy una oportunista aprovechada —me apresuro a decir, iniciando mi trayectoria hasta la isla de la cocina—, ¿saben que me quedaré poco tiempo? ¿No?
La mujer no responde, sólo se limita a darle un sorbo larguísimo a la taza de café que sostiene entre las manos.
—Fiorella… —le digo a manera de reproche.
Ella luce como si meditara una respuesta.
—¿Qué? —una pizca de inocencia fingida matiza su voz—, ellos están encantados de que estés haciéndome compañía. A criterio suyo estoy poniéndome vieja, ¡já! Pero no, querida —saborea el café por varios segundos—, soy como el vino de las bodegas, mientras más añeja, mas buena.
La entonación que utiliza es tan pretenciosa e infantil que se me hace imposible reprimir la carcajada.
—Lo digo en serio, no me apetece ser una carga para ti.
—¡Por el amor de Dios, Audrey! —me da una mirada tierna, casi maternal—. ¡Deja de decir esas cosas! No eres molestia para mí.
—¿Puedo hacer algo para…?
La señora Ferrari quien ha subido los primeros peldaños rústicos de las escaleras, se detiene de golpe.
—Shh —con un gesto silencia mis palabras—, no hables más del tema o me molestaré contigo. Voy a darme un baño, termina de comer.
Por mi parte, apoyo las manos sobre el mesón de granito para impulsarme sobre el taburete. He subido de peso a cuenta del embarazo, doy cuenta de ello al efectuar actividades que solía efectuar con demasiada facilidad. Si bien estoy viviendo una etapa bonita, hay cosas que no terminan de agradarme.
—Por cierto —digo, masticando una tostada con mermelada—, ¿con quién voy a entrevistarme hoy?
Una sonrisa de autosuficiencia pinta sus facciones, antes de volver a retomar la caminata hasta la habitación principal.
—Ya lo verás, Audrey.