05 MARZO 2022 ǀ 08:35
ADYACENCIAS IL SENTIERO DEGLI DEI
POSITANO, ITALIA
AUDREY
Si despertar es rico, ahora imagina despertar en una habitación de techos altos, con un enorme ventanal que da con una piscina gigantesca cuya ilusión óptica parece unirse y ser una con el océano. Estoy en un sueño, literalmente.
Aunque todavía el adormecimiento le causa estragos a mi parte motora; lucho por evitar que darme dormida y aprovecho para hacer mi rutina diaria: abrir la boca como si fuese a comerme al mundo en una mordida y estirar mis extremidades hasta que duelan. Cuando rayos solares se filtran a través de la fina tela de las cortinas, sé que va siendo hora de ir directo al cuarto de baño y enfrentar el mundo por cuenta propia.
Fiorella le pidió a Enzo, su hijo menor, que trajera una de las maletas a mi habitación. Claro, a plena luz del día está bien; pero ¿esperas que un jovencito apuesto golpee tu puerta a las dos de la madrugada?
Digo, casi morí del susto. ¿A él? A él le pareció la cosa más divertida del mundo.
A pesar de tener calcetines puestos, el frío se entremete de maneras inexplicables en las plantas de mis pies y cala hasta lo más hondo de mis huesos; como no le presto demasiada atención al descenso en la temperatura, corro a la ducha y salgo a velocidad flash. Me enfundo en unos tejanos un tanto holgados, un suéter manga larga de cuello cerrado y un par de botas tres cuartos color marrón para entrar en calor.
Una vez estoy frente al vanity mirror, y estudio mi silueta varias veces antes de salir, un pensamiento divertido me asalta me asalta.
—Bien, Cassandra —susurro, al tiempo que echo todo mi cabello a un costado de la cabeza y empiezo a tejer una trenza de espigas—. Lo único que te falta es el caballo.
Después de pensar y pensar en lo bien que me veo en este atuendo campestre, finalmente reúno el valor para bajar las escaleras al vestíbulo. Si bien anoche cenamos afuera, no me dio tiempo de absorber los detalles de la casa; por ese motivo, lo primero que captan mis ojos es el estilo clásico reflejado en la fachada, el suelo es de madera negra reluciente, en las repisas flotantes hay esculturas antiguas y en las paredes cuadros de paisajes surrealistas.
Los muebles de madera revisten el salón principal con almohadones de gobelino a juego, y de los techos abovedados penden lujosísimas lámparas de cristal; el olor a leña crispante, perfume varonil y café recién hecho hace que todo se sienta… uhm… ¿más acogedor?
Hasta ahora soy capaz de palpar el silencio de la casa; la quietud en el viento, la tranquilidad adormecedora del ambiente. Sin embargo, también he flotado en una nube hasta la cocina… las aletas de mi nariz se abren y cierran al olfatear el aroma a queso fundido, pan tostado y huevos revueltos.
—Despertó la bella durmiente.
Y si, la pequeña Cassandra soñadora cae de la nubecita, cuando su visión captura la grata imagen de la espalda aceitosa y bien trabajada de Alessandro Ferrari.
El italiano está frente al panel digital de la estufa, de espaldas a mí. Lleva puesto unos vaqueros desteñidos, unas botas de campo parecidas a las mías y a juzgar por los tirantes que se adhieren a su cuello y alrededor de la espalda, sólo tiene un delantal en la parte frontal del cuerpo. Sin embargo, la forma en que la tinta en forma de un tallo se pega a su espina dorsal y de ahí emergen hojas de distintos tamaños hasta ascender a su nuca, me deja completamente en piedra.
Me veo en la tentación de recorrer las líneas con las yemas de mis dedos. En lo personal, jamás había visto un tatuaje tan simple y a la vez tan impresionante: una hoja de helecho con matices verdes, marrones y naranjas. ¡Es demasiado realista…! Además, gracias a los pequeños lunares desperdigados en toda la longitud de su piel, da la impresión que fuese una hoja orbitando bajo un cielo estrellado.
—Buenos días —suelto de sopetón apenas me detengo frente a él—, ¿dónde está la gente? —me atrevo a preguntar con mi tranquilidad habitual.
Creo que, si las miradas mataran, ahora mismo mi cabeza estaría colgando en lo alto de una chimenea.
—¿Y yo qué soy? ¿un extraterrestre?
Lo miro mal por varios segundos, bordeo la isla y trepo a uno de los taburetes altos del mesón.
—No te hagas el tonto, me refiero a… ¿dónde está Fiorella?
Alessandro gira sobre sus talones para encararme de frente, tengo que admitir que la capa de vello facial recubriendo su rostro le da un aspecto desenfadado y sensual que fácilmente podría volverme loca.
—Salió a Nápoles a primera hora.
—¿Cómo? —mis ojos saltones se agrandan con sorpresa y exclamo con pesar—. ¡Dijo que iba a darme un tour por la viña!
Se hace el silencio por varios minutos, luego da dos pasos al frente sosteniendo una cuchara de madera en la mano derecha. Hay algo rojo y de textura pastosa emanando humo…, una especie de salsa a juzgar por la mezcla de especias…, el olor a ajo, tomate, pimientos y hojas de laureles.
—Vamos Dreyla, eso tiene solución. Ahora abre la boca.
Alzo el cuello para cerciorarme de que no haya vertido veneno en la salsa.
—¿Qué garantiza que no vas a envenenarme? —Ladro un tanto suspicaz.
Una sonrisa amplia amenaza con romper su expresión neutra, sonrisa que no llega a concretarse del todo.
—¿Por qué tan a la defensiva siempre?
Esta vez alzo hombros y las manos en un gesto de: ¿qué puedo decir?
—Tengo mis razones. —Digo, mirando con atención sus profundos y enigmáticos ojos azules.
—Mira, no quiero matarte —Alessandro suspira con pesar y resignación—. Son la diez de la mañana y asumí que debías estarte muriendo de hambre… ahora si no quieres comer lo que te preparé, bueno, puedes ir caminando al restaurante más cercano.
Bajo de la silla con una mueca triunfante pintada en la cara. ¿Salir a caminar? Es un buen plan para mi salud y así explorar este lado de Campania. Antes de tomar la decisión de residenciarme aquí y sepultar mi vieja identidad, Vlad me comentó que este pueblito tiene un encanto mágico, una hermosa nostalgia que yo quiero conocer de primera mano.
—Bien, nos vemos al rato entonces.
Justo cuando doy la vuelta para conducir mis pasos a la puerta principal, la voz áspera de Alessandro dice:
—El restaurante más cercano está a dos horas y media en auto, vete haciendo una idea de lo que tardarás yéndote a pie —se carcajea a modo de burla.
«Maldita sea, ahora si me va a matar, me va descuartizar y va a enterrarme en el jardín de la entrada», la pequeña y asustadiza Cassie imaginaria susurra en mi hombro derecho.
Yo, haciendo acopio de la poquísima dignidad que me queda, doy la vuelta con la frente muy en alto.
—Bueno —regreso al mesón de granito de la isla—, en ese caso será un placer desayunar con usted, señor Ferrari.
Mis ojos estudian todos y cada uno de sus movimientos; observar como los músculos de la espalda se le contraen al abrir la lacena y sacar un par de platos de arcilla aparentemente tallados a mano.
—¿Quieres un tobo? —Pregunta de chismosa.
—¿Más o menos para qué? —Mi cara expresando sorpresa.
—Para que recojas la baba que te sale de la boca —se relame los labios mientras establece un escalofriante contacto visual conmigo—, te he pillado mirándome como león cazando a su presa. ¿O acaso estoy equivocado?
—No. De hecho… —con ayuda de las manos me impulso nuevamente al taburete de madera; después añado con tranquilidad—: estás en lo cierto. De todos modos, ¿qué los ojos no se hicieron para ver?
Ferrari suelta una risa.
—Eres muy osada, Darwael.
—¿Por qué lo dices? —Cuestiono, fingiendo inocencia; ya que en realidad se la respuesta.
—Las mujeres de este pueblo no acostumbran ser tan… ¿directas es la palabra? —hace un gesto desdeñoso con la mano al volcar un poco de salsa en las tostadas—. Estoy acostumbrado a tratar con féminas de alta sociedad… mujeres que cuidan su vocabulario para proyectarse perfectas.
Entorno los ojos al cielo.
—Pues… ¡Sorpresa, príncipe Encantador! —escandalizo yo, trazando el horizonte con ambas manos—. Para tu información, este rostro que ves aquí no es de la típica pueblerina que espera serenatas todas las noches en un balcón y tampoco pretende aparentar ser quién no es frente a una persona —miento con total descaro, lo sé, pero es necesario—. He crecido a base de golpes, Alessandro. A este punto temo apreciar y decir que algo me gusta o parece atractivo.
» Si de algo estoy segura, es que la vida es muy corta para negarse a ser feliz… para aprender, fallar, expresar lo que sientes.
Alessio hace una seña para que abra la boca y esta vez no muestro reticencia agua; cuando mis papilas gustativas absorben las especias de la salsa, cierro los ojos por inercia disfrutando la explosión de sabores que invade mi cavidad bucal.
—Piensas diferente. —Señala él, mirando con atención los movimientos de mis labios pintados de rosa ópalo.
—Lo dices como si fuese algo malo.
Las espesas cejas rubias de mi acompañante se alzan en condescendencia.
—Al contrario, tu honestidad genuina… es una de las cosas que me encantan de ti.
—Chus —simulo secarme el sudor con el dorso de la mano—, que alivio y yo que creí que… —por breves instantes mi cerebro procesa lo que acaba de decir—. ¡Espera, espera! ¿Una de las cosas que te encantan de mí? —repito su enunciación a título personal—. Vaya —una sonrisa amenaza con abandonarme—, no sabía que eras m*****o de mi club de fans.
El italiano sonríe sin desplegar la sonrisa de sus labios.
—Eres graciosa, Audrey.
—¿Gracias? —Respondo medio riendo.
—No las des, preciosa. Ahora ve a lavarte las manos. El sanitario está por allá —Alessio señala una de las puertas del pasillo—, mientras tanto, yo voy a servir la comida. Más vale que tengas hambre, Darwael.
—Y tanto… —susurro, descubriendo el lugar a donde debo ir.
Obedezco como la niña buena que soy, claro que lo hago; ¿cómo negarme a eso?, mi estómago es un constante rugido de leones, tigres, jaguares y linces enjaulados en una estrecha celda. Una vez de regreso, y con las manos aromatizadas a coco y vainilla, alcanzo a ver dos platos reposando sobre la isla de la cocina; sin embargo, Alessandro Ferrari parece brillar por su ausencia.
Por suerte no me da tiempo de llamarlo y hacer el papel de mujer necesitada; en enseguida las bisagras de la puerta que da con el jardín rechina y él reaparece con un par de rosas rojas en la mano.
—No te asustes, no son para ti.
—¿Y entonces? —Entrecruzo los brazos, molestia filtrándose en mi voz.
—Son para la mesa.
—¿Qué dices?
Él se ríe, que risa más tierna y contagiosa. Me sorprende lo grato es escucharlo reír; su risa es profunda y discreta, incluso me hace sonreír también.
—Soy un hombre detallista, Dreyla, ¿crees que simplemente voy a poner los platos en la mesa y ya?
Encojo los hombros con cierta indiferencia.
—Tú dime, galán.
No responde, al menos no lo hace durante los primeros segundos.
De ahí en adelante lo veo desplazarse de un lado a otro: del amplio cajón inferior de uno de los mesones saca un sofisticado jarrón de vidrio y, tras llenarlo con agua del grifo, deja las rosas de forma estratégica. Echa mano a otro cajoncillo y viene en dirección mía con varias velas aromatizadas; sé que lo son porque apenas las mechas son encendidas con fósforos, flota en la estancia un suave olor a manzana verde, lavanda, canela y vainilla.
—Después de ti…
Todavía de pie, Alessandro arrastra una silla en un gesto que se me antoja caballeresco y gentil; posteriormente me invita a sentar. En lo que a mí respecta, todavía sigo perpleja con todos los detalles que ha incluido en tan poco tiempo.
—¿Qué clase de cliché se supone que eres?
—Del tipo que puede hacerte perder la cabeza en un instante.
Y, como si de un truco de magia se tratase, las nubes empiezan a aglomerarse en lo alto del firmamento; oscureciendo hasta los rincones más luminosos de la casa. He de confesar que esas palabras han erizado cada vello de mi cuerpo, pero, ¿es “miedo” el sentimiento que Alessandro arraiga a cada una de mis terminaciones nerviosas?
Con toda la intención del mundo, deshace el nudo del delantal de abuelita que trae puesto. Lo deja en una de las cuñas para colgar ropa; cuando regresa, lo primero que veo son sus anchos y trabajados hombros, un centenar de venitas violáceas sobresalen de su piel y tengo que esforzarme por apartar la mirada. Por el rabillo del ojo, contemplo sus definidos abdominales y las estrechas depresiones de sus caderas abrazan la V que se pierde en la tela gruesa de los vaqueros que tiene puestos.
Me falta el aliento.
Tiene otro tatuaje justo al ras de la pretina del pantalón.
Ese es incluso más impresionante que el de la espalda.
La cola de una serpiente ondula al borde de su pelvis masculina… Las líneas circulares son tan realistas que da la impresión de que el animal se le hubiese entremetido en la piel. Otra curva aparece al ras de sus costillas derechas, va en ascenso en la extensión de su abdomen perfectamente tallado, ahí sube, luego baja; da la vuelta sobre uno de sus pectorales y la piel del réptil sigue ascendiendo hasta el ras de su nuca; el dibujo sigue extiéndose hacia el otro lado del cuello, por último, mis ojos capturan la magistral cabeza de la serpiente curvársele sobre el cartílago en dirección a la clavícula derecha. Es una víbora.
¿Qué significado tendrá para él?
En lo que a mí respecta, el dibujo me hace pensar en los secretos que ocultamos a plena luz del día; esos que se nos entremeten en la piel amenazándonos con delatar nuestras intenciones más oscuras, pero que a diario luchamos por mantener bajo llave. Aunque no me gustan las marcas de tinta en el cuerpo, ni mucho menos las serpientes, he de confesar que los tatuajes de Alessandro son, por lejos, asombrosos.
Es como si en ellos reflejase dos facetas de su personalidad: la inconsistencia de un helecho dentro de un bosque húmedo y la agresividad innata de una cobra egipcia.
Como soy consciente del terreno que estoy tanteando; sin refutar palabra alguna ocupo el asiento, y me limito a desayunar —casi almorzar— en absoluto silencio.
La presentación en el plato es digna de un concursante de Masterchef; empiezo a untarle salsa a las tostadas e intercalo con el tocino y huevos revueltos. La mermelada llega poco después… a cuenta de la mezcla de sabores, me siento levitar en otra galaxia. Sin embargo, cuando mi garganta demanda jugo de naranja y doy el primer sorbo al vaso, algo se revuelve en mis entrañas…
Me tapo la boca con las manos antes de correr despavorida al baño para evitar vomitar la mesa.
Al llegar a velocidad relámpago, levanto la tapa del inodoro y, con arcadas fuertísimas, empiezo a devolver el poco desayuno que ingerí. Es asqueroso la manera en que los residuos de comida de adhieren a mi boca… estoy a nada de las dieciséis semanas y las náuseas siguen tan vivas como durante el primer mes de gestación.
—Tranquila, Drei…, despacio. Respira conmigo —susurra Aless por lo bajo, y hago lo que dice hasta que vuelvo a vomitar—, ¿tan mal estuvo la comida?
Remotamente siento como una mano cepilla mi cabello y sostiene la mitad de mi trenza para evitar que se ensucie. Después de devolver hasta la bilis, recuesto el peso de la espalda en la pared… necesito recuperar un poco las fuerzas perdidas, las piernas me tiemblan como gelatina; el crujido de la madera me avisa que el mayor de los Ferrari ha subido las escaleras y confirmo la teoría cuando regresa con mi cepillo de dientes entre los dedos.
—Más vale que se comporten ustedes dos —medio regaño a mi vientre abultado—, par de mañosos. ¿Quieren matar a mamá? ¿eso es lo que quieren?
—Dudo que llamándoles “bebés mañosos” se porten mejor, ¿no crees?
Sonrío a medias al tiempo que reclino la cabeza en las baldosas frías.
—Esto es… uff, terrible. Si hubiese sabido que iba a ser tan malo no me hubiese embarazado.
—Uy, ya lo creo —Alessandro se tapa la nariz con los dedos índice y pulgar antes de volver a hablar como el pato Donald—, sí que apestas a dragón, Darwael. Mejor lávate los dientes, así llevamos la fiesta en paz.
—Pero que sensible.
Le saco la lengua en un gesto infantil, mientras acepto su mano para incorporarme del suelo frío. A través del espejo veo como poco a poco va saliendo del sanitario.
—Anda ya, boba —sus nudillos golpean la madera de la puerta—. Voy a prepararte un té caliente. Te ayudará con el reflujo y otros ácidos en tu estómago.
—Espera un momento.
Le pido yo, sonando realmente necesitada.
—¿Qué pasa? —su rostro refleja una amalgama de preocupación genuina—, ¿te duele algo?
Esta vez hago contacto visual con ayuda del espejo iluminado por bombillas led de luz fría.
—No, no —digo porque es cierto, sonriéndole—. Nada de eso. Sólo… gracias.
—¿Por qué me das las gracias?
—Por quedarte.