AUDREY
Otro relámpago anuncia la llegada de la tormenta.
Está tan oscuro afuera que se me dificulta identificar la posición del sol.
Al avanzar la tarde, la llovizna se transforma en un aguacero infernal entremezclado con una escalofriante ventisca fría que trae consigo algunos copos de nieve… alcanzo a verlos cuando me siento en el diván a observar como las gotas resbalan a través del cristal de la ventana. Sin embargo, el ventanal consigue bloquear parte del sonido de la lluvia.
El tintineo incesante contra el tejado de la casa martillea con intensidad mis oídos; hasta ahora contemplo como la densa niebla ha hecho acopio de las altas colinas de la costa… ¿no es lindo ver cómo uno encuentra similitudes en las cosas efímeras de la vida? ¿la lluvia, por ejemplo? Cuando era niña y vivía en Porto Moniz, me sentaba a ver los aguaceros desparramarse sobre la costa e instantáneamente me imaginaba cantando Butterfly Fly Away de Miley Cyrus.
¿Lo bueno de la vida? Por fortuna hay cosas que nunca cambian. Hoy por hoy, mi simpatía pasada por la lluvia se iguala a lo que me hace sentir hoy.
—Estás muy callada.
Sí, esas tres palabras son el detonante para alterar mis nervios revueltos; como un gato al escuchar ruidos extraños sobre el tejado. Sin ceremonia alguna me pongo en guardia de zumo, ¿definición de patética?, ¡por supuesto: yo!
—Madre santa —me llevo la mano al pecho—, que mala educación ir asustando a la gente porque sí. Un día de estos me vas a matar de un infarto.
—Lo siento. —Él se digna a levantar la mirada y sostener la mía—. Pensé que me habías oído abrir la lacena.
El edredón que traigo sobre como si fuese la mismísima capa de Dath Vader cae al suelo dejándome aún más expuesta al frío.
—No. No te oí.
Las ágiles manos de Alessandro capturan una manzana del canasto tejido de la mesa; y mientras mastica un trozo, me pregunta.
—¿Te sientes mejor?
—Mucho —respondo, sobándome la panza—. El té de durazno y manzanilla sí que tiene propiedades curativas.
Espero una respuesta que no llega. Los intensos irises del hermano mayor de los Ferrari se anclan a mi abdomen y creo percibir un destello extraño en su mirada. El azul y el ámbar en sus ojos se entremezclan y brillan bajo el único farol encendido en la habitación; de hecho, tiene las pupilas tan dilatadas que fácilmente podría caer en su oscuridad esotérica.
Justo en ese instante percibo un halo de decepción y frustración filtrándose en ellas.
—¿Estás bien? —el asiente—. ¿Quieres…? —empiezo a modular con cautela extrema, pero las palabras se desvanecen en la punta de mi garganta—. Ven… dámela —acuno su mano libre con una lentitud dolorosa; acto seguido la dejo reposar en el centro de mi abdomen, a la altura de mi ombligo—. Quieres sentir, ¿no es así?
Su reticencia a aceptar me hace creer que estoy cometiendo un error, pero, sorpresivamente, Alessio deja la manzana que cargaba en la otra mano sobre la mesa y —ahora con las dos libres— palpa mi barriga como si fuese el balón oficial de un Mundial de fútbol.
—Se siente raro.
—Hey —le doy un golpe en el pecho—, ¿estás diciéndole raros a mis hijos?
—No en ese sentido, tonta. Digo, es la primera vez que le toco la panza a una embarazada… es tan… firme —de repente siente algo escurrirse entre mis tripas, sus ojos ahora observándome con un terror indescifrable—. ¿Qué fue eso?
Mi pecho se contrae con fuerza, la emoción me hace sentir pequeña e inestable.
—Al parecer tienes buena afinidad con ellos. —Digo con la voz entrecortada.
—¿Por qué lo dices?
—Se están moviendo a cuenta de tu tacto; la presión de tu mano. Ellos se mueven en respuesta. Es como si de algún modo se sintiesen a gusto contigo, ¿entiendes?
—Impresionante.
«Lo eres».
Mis ojos se cierran de forma momentánea, absorbiendo la caricia genuina de Alessandro; por un momento, la ráfaga de diapositivas inconexas arrastra un puñado de diapositivas que expiraron hace ya un tiempo. Y la imagen sin vida del padre de mis hijos me desarma por completo.
—Mira, ya escampó. —Giro sobre mi eje, de manera que las manos del hombre quedan a una distancia prudente—. ¿Qué es eso de allá? —con el dedo, señalo un pequeño cobertizo ubicado en algún punto de la planicie del terreno.
—Un establo. Ahí están los caballos —se da un golpecito en la frente con la mano abierta—, aunque eso es más que obvio.
—¿De casualidad cabalgas?
—¿Y ese repentino interés?
—No sé —le confieso, haciéndome un ovillo en el sillón—. Curiosidad le dice la gente con clase, pero eso es chisme.
El rubio bronceado se pasa las manos varias veces por la cabeza, despeinándose a propósito. Luego se queda mirando hacia el vacío, bueno, en realidad hacia el establo. Tal vez piensa en la inmortalidad del cangrejo o por que las personas mueren; el punto es que al final dicen:
—Sí, lo hago desde los seis. ¿Quieres conocer los caballos de la familia?
—Pe-pero, ¿y si me patean?
—¿Por qué harían algo así? Los caballos, los animales en general —se corrige—, no son como las personas. No te juzgan por cómo te vistes o que loción usas para el cabello; los animales actúan por instinto y… esto que voy a contarte es admirable, no te rías.
—Te escucho, de todos modos, tampoco iba a hacerlo. —Digo sosteniéndome el mentón con una de las manos.
—Los animales son capaces de percibir el miedo, el terror, la mala intención. Lo huelen… ellos sí esperan algo de ti: entendimiento, conexión, empatía.
La última palabra hace que un escalofrío indescriptible me recorra completa; el mal sabor es tanto que empiezo a reír con demasiado sarcasmo.
—Sí, claro. Empatía. —Ironizo yo.
—¿No me crees?
Mis cejas se alzan en condescendencia.
—Obvio no.
—Bueno, entonces tendrás que comprobarlo tú misma.
***
Nunca se me pasó por la cabeza que Gabriella, Enzo y Domenico estarían de paso por la , los hijos menores de Fiorella pasaron a dejar un cargamento de fertilizantes para las viñas y tuve la oportunidad de conversar un poco con cada uno de ellos.
Un psicólogo nunca deja de estudiar a las personas. Bueno, ninguna persona en realidad; aunque sepamos que está mal hacernos ideas equivocadas sobre una persona, tendemos a crearnos una idea basadas en estereotipos: su modo de vestir, su acento, su cultura, su oratoria e incluso la proyección en r************* .
Gabriella Ferrari: desconfiada, introspectiva e irreverente.
Domenico Ferrari: inoportuno, introvertido y Don Juan.
Enzo Ferrari: jocoso, vacilante y sutil.
Evidentemente, de todos los hermanos, con el primero que conecté fue Enzo.
Su personalidad chispeante y cargada de energía es capaz de iluminar el universo con apenas sonreírle al exterior, ¡me encanta conocer gentes así! En menos de diez minutos supe que: ama las quesadillas, odia la pizza, le guarda rencor a la Fontana di Trevi por no haberle concedido un deseo, nunca se ha enamorado, es Swiftie —al igual que yo— y su madre nunca ha llorado frente a él.
Cuando la lluvia cesa, las suelas de las botas plásticas que traigo puestas se hunden en el légamo cenagoso afuera de la casa.
Todo el terreno que bordea la mansión es extenso.
Metros de césped podado simétricamente, hectáreas y hectáreas de viñas plantadas en terrazas en descenso se acoplan a las sinuosas montañas de la costa amalfitana; aunque hay mucho que ver, mi visión se centra en el establo que avisté antes, una fuente de piedra y varios robles a la sombra de una fogata apagada.
Sigo el camino de piedra caliza por el que estoy siendo guiada… y wow, el mirador donde me encuentro es impresionante. Desde aquí la vista es preciosa, de repente las cosas dejan de tener sentido alguno. La manera nostálgica en que se fusiona el vivaz azul del océano y el color celeste del cielo al ser dibujado por distintas tonalidades naranjas, magenta y lavanda te dan una perspectiva diferente de la vida. El mundo simplemente parece ser un lugar hermoso.
Aunque está helando, los rayos del sol logran contrarrestar la gran nube de vaho que sale de mi boca.
—Hey —el toque suave de Alessandro a mi hombro me obliga a salir del ensimismamiento en cual estoy sumida—, ¿estás escuchando algo de lo que estoy diciendo?
Me paso una mano por la cabeza y bajo la vista a las pelusas desperdigadas del suéter. Una risa tira de las comisuras de mis labios de forma suave mientras me debato internamente si debo ser honesta o no.
—¿En serio quieres saberlo?
—Nah —él rodea mis muñecas entre sus dedos fríos y lo miro a los ojos—, mejor hablemos de otra cosa.
Esta vez sonrío un poco; sin embargo, soy consciente de que no puede verme porque de forma casi literal, está arrastrándome dentro del establo… a los pequeños compartimentos donde viven los hermosos e impresionantes caballos.
—¿De qué quieres hablar? —Le pregunto al tiempo que paso un mechón de cabello por detrás de mi oreja.
—De ti.
De forma instintiva me detengo en seco; para decrecer el nudo que ahora se instala en mi garganta trago duro y me llevo la mano al pecho como agregándole dramatismo a la enunciación.
—¿De mí? —intento sonar relajada, pero fracaso terriblemente—, ¿por qué?
Por breves instantes siento como el color se drena de mi cuerpo y el corazón empieza a latirme a una velocidad inhumana.
—Voy a ser honesto contigo. Algo que hay algo diferente contigo.
Un bufido mío lo interrumpe; con eso pretendo demostrar que no creo en los cumplidos típicos y baratos que utilizan los hombres para conquistar. Como diría mi abuela: “De esa cabuya tengo un rollo”.
—Eso no funciona conmigo.
Me dedica una sonrisa arrebatadora antes de hablar.
—Te estás anticipando, Audrey. Diferente sí… —enfatiza con ahínco, encaminándose ahora a otra ala del establo—, pero no en el sentido que crees. Perdón si te di una impresión equivocada.
—¿Y entonces?
No responde al instante; el silencio momentáneo ahora es suplido por los estornudos, relinchos y bufidos de los impresionantes caballos tras los cómodos cubículos de madera rústica. Todo está limpio: el heno perfectamente puesto en su sitio, señales nulas de excremento y la temperatura ideal para que los animales no mueran congelados.
—La vida me ha enseñado a ser intuitivo… a ver más allá de las apariencias.
—¿Yo que tengo que ver con “tú intuición”? —Enmarco las comillas con exageración, sarcasmo en las dos palabras finales de la pregunta.
Abre los ojos y se echa a reír; no es una risa genuina, de hecho, está cargada de amargura y frustración.
—Sabes a que estoy refiriéndome.
—Pues especifica.
—¿Quieres especificidad de mi parte? Bien hay una parte de mí que… que ve un enigma ocultarse detrás de tus ojos.
Yo sigo los círculos celestes suyas mientras su cuerpo se vira hacia mí de manera violenta; he de admitir que el gesto me ha pillado desprevenida. Tan desprevenida que temo que pueda tener la osadía de ponerme una mano encima. Por eso, no hago más que retroceder, cerrar los ojos y encogerme un poco a esperar el golpe.
A mi mente viene el amargo recuerdo de las golpizas que Gareth me propinaba.
Aquella noche lluviosa en Interlaken, Suiza, donde a la luz de las velas aventó un jarrón de vidrio en mi dirección. El momento en que me arrastró a un peligroso y solitario bosque en las afueras de Sídney y dejó moretones en todo mi cuerpo. Pero, sin duda, la gota que derramó el vaso fue la golpiza que recibí en un lujoso restaurante de Australia…
Ese día los golpes sobrepasaron la barrera de la posesión, la demencia y la locura.
Todavía recuerdo la mezcolanza de sensaciones al ver la sangre derramarse a borbotones de mis fosas nasales, manchar la ropa que traía puesta.
El dolor de las fuertísimas patadas incrustárseme en el abdomen.
Sus gritos e insultos.
Mis lágrimas de dolor.
A cuenta de los celos absurdos de mi ex prometido; ese día sufrí un neumotórax, la fuerza de sus puñetazos me fracturaron un par de costillas y pasé dos semanas en coma conectada a un respirador.
Fui una tonta al creer que Gareth podría llegar a cambiar por mi… que era sólo una de sus fases y que, el amor que me profesaba, en realidad eclipsaba todo el maltrato físico y psicológico al que a diario estaba siendo expuesta.
—Creíste que… —la inestable voz de Alessio rompe mi burbuja de retraimiento absoluto. Cuando consigo sostener la mirada una vez más, me doy cuenta que sus ojos no se posan en mí... sino en una de sus manos—. ¿En serio creíste que te pondría una mano encima?
Me sostiene la mirada y sus ojos prometen ser una de esas atípicas tormentas que te permiten acurrucarte bajo una cobija y soñar.
—No. —Quiero sonar convincente, pero resulta que el miedo se ha arraigado a mi voz.
—Veo cosas en tus ojos.
La voz de Alessio se oye conmocionada.
—¿Qué clase de cosas?
—Tormentas.
Mi risa se entremezcla con el dolor inmenso que me provocan sus palabras.
—¿Estás diciendo que tengo tempestades, relámpagos, ciclones, y huracanes en la mirada? Pero que cumplido tan excepcional y metafóricamente hermoso.
Reímos los dos esta vez.
—No hace falta ser ciego para dar cuenta que cargas un espiral de destrucción y dolor en los ojos. Dolores que me encantaría explorar y ayudarte a sanar.
—Te equivocas, estoy bien.
—Eres la primera persona que, aun mintiendo, tiene la osadía de mirar directamente a los ojos. Eres buena.
—Lo sé —mascullo más para mí que para él.
Su mano derecha no tarda en ahuecar mi mejilla.
—¿Sabes una cosa? —lo miro con atención—. Estuviste, estas y siempre estarás rodeada de dolor. No hay manera de lidiar con ello, sin embargo, hay una cosa que si puedes hacer.
Ahora dos zanjas hondas surcan mi entrecejo.
—¿Cuál?
—Compartir el dolor con alguien. Rodearte de personas que te sumen… Aunque, bueno —pone los ojos en blanco al tiempo que se encoge de hombros, medio sonriendo—, es más fácil decirlo que hacerlo, ¿no te parece?
Mis cejas se alzan en condescendencia.
—No podrías haberlo dicho mejor, Alessio. —Le aseguro, elevando los pulgares en señal de aprobación.
Tras caminar varias secciones en un silencio largo tirante que cualquiera pasaría desapercibido, nos detenemos frente a una yegua de pelaje blanco con puntitos negros; y un caballo n***o que podría ser el gemelo de Tornado, el caballo de El Zorro.
—Bienvenida —dice, imitando la voz de un guía turístico—, bienvenida a la segunda casa de la familia. Ponte cómoda, pronto empieza el espectáculo.
El comentario me causa gracia dado que mi memoria gráfica es demasiado… eso, grafica. ¿Es normal que imagine un motón de yeguas y caballos con las caras de la familia Ferrari? Ugh, terrorífico.
Sin añadir algo que pueda entorpecer el momento, me limito a sonreírle sin desplegar los labios.
—Que bonitos son —susurro yo, estudiando las facciones delicadas de los animales frente a mí—, ¿son tuyos?
—La mayoría, sí. Míos y de mis hermanos, pero más míos —responde, acariciándole la cara a uno de ellos con muchísimo afecto—. En vez de autos colecciono caballos. El cariño que te transmite un animal, ya sea un gato, un perro, un caballo, ¡incluso una gallina! —su sonrisa es tan amplia que amenaza con romperle la cara—, difícilmente puede retribuírtelo un bien material. En cambio, este sentimiento es… —se le escapa un suspiro emocionado—, reciproco.
Pongo mi típica cara de pensar al quedarme mirándolo por un largo rato.
—Eres sensitivo —sus irises se fusionan a los míos—, enigmático y retrospectivo.
—¿Qué? —arquea una ceja con diversión—. ¿Usas adjetivos para describir o marcar a una persona? Jajajaja, que raro.
—No —le aseguro, mordiéndome el labio inferior—. Pero voy a considerar hacerlo desde ahora.
—¿Te animarías a montar alguno? Es una buena terapia para el cuerpo y la mente. Mira este…
—De animarme me animo, pero no creo que sea seguro para ellos y… —digo, cruzándome de brazos sobre mi suéter rojo—, son el último recuerdo que tengo de mi esposo. Tengo que cuidar bien de ellos, me hizo prometer que lo haría.
El torbellino de emociones que surcan sus irises azul índigo es una mezcla de confusión y desconcierto, pero sobre todo confusión.
—¿Estuviste casada? —voltea a verme realmente sorprendido—. No lo pongo en duda, para nada. Sólo que, bueno, no lo vi venir.
—Descuida, la gente suele reaccionar de esa misma forma.
—¿Y qué le pasó a tu esposo?
Pregunta con interés, encaminándose al área donde están resguardados otros caballos. Doy una inspiración profunda, siento la forma en que mis músculos se tensan y mi pecho sube ante la bocana de aire que me veo en la obligación de aspirar.
—Murió. —Digo, porque hasta cierto punto, es cierto.
Liam Wadskier fue una ilusión. Liam Wadskier nunca fue una persona real. Liam Wadskier nunca existió y ahora que lo se… ha muerto en mis recuerdos.
—Por Dios—me encara de frente, el miedo arraigado a sus facciones varoniles—, ¿cuándo pensabas decirme que eras viuda? Dios —se golpea la cabeza con la mano—, y yo que pensé el padre de tus hijos te había dejado sola.
«En el momento que supiera que no me clavarías un cuchillo en la garganta».
—Cuando llegara el momento.
Por lacónicos segundos me mira con los labios entreabiertos, como si tuviese algo que decir, pero algo frenara sus palabras.
—Lo lamento.
Dice finalmente, lástima filtrándose en su disculpa.
—No lo lamentes, Alessandro.
—¿Por qué?
—Porque todos aceptamos el amor que creemos merecer, aunque en el fondo sepamos que ese sentimiento nos llevará a la muerte.