12. Florecer en la tragedia.

4454 Words
13 MARZO 2022 Positano | Salerno, Italia AUDREY De Liam aprendí muchas cosas. Hoy puedo decir que me quedo con su habilidad innata de expresar su pasión por el lenguaje de las flores. Una vez me dijo que las violetas son llamadas lágrimas de los dioses. En la antigua Roma, después de la creación de las divinidades del invierno, la hierba empezó a crecer y las flores empezaron a emerger entre los promontorios de hielo crudo. Las aguas en estado sólido se derritieron y el sol brilló con una intensidad que se creía perdida; en ese momento, la primavera hizo llorar a los dioses de felicidad. Liam alegaba que por esa razón a las flores se les conocía por ese nombre. Las violetas son sinónimo de perseverancia, es la analogía perfecta de cómo los humanos podemos florecer a pesar de las vicisitudes de la vida, hasta en las peores circunstancias. ¿Por qué creemos que ningún abrazo será el último? ¿Por qué no somos capaces de diferenciar un «hasta pronto» en «un hasta nunca»? ¿Tal vez porque no tenemos la potestad de ver el futuro o porque somos demasiado tercos al pasar por alto la fragilidad de la vida? Si hubiese sabido que aquella tarde lluviosa de octubre sería la última vez que Liam estaría en mi vida, me habría esforzado por recalcarle y demostrarle el amor que le tenía…, que le tengo… Me he dado cuenta que el sentimiento de querer a una persona no se desvanece porque esa ya no esté presente; hoy por hoy, creo que la ausencia unifica y refuerza los lazos entre dos personas que escasamente se ven frente a frente. —Estás muy callada. La voz de Alessandro prorrumpe en el pequeño espacio del auto; la debilidad del cuerpo me sobrepasa y poco a poco empiezo a ser susceptible a los ruidos externos. Mi cabeza palpita con demasiada fuerza, en realidad mis sienes. —Tengo sueño. Estoy cansada —me estrujo los ojos con los nudillos de los dedos—, eso es todo. —¿Tienes hambre? —Bastante. —Le respondo, tocándome la parte superior del abdomen. —¿Habías oído hablar de Positano antes de conocer a mamá? No comprendo a que viene la pregunta, pero asumo que está buscando romper el silencio para sentirse menos incómodo. En su lugar yo lo haría, ¿sabes lo que es pasar el tiempo con un extraño y que encima se haya echado la responsabilidad de un embarazo encima? —Ahm… —enrosco un mechón de cabello alrededor de mi dedo índice—, ¿honestamente? Sus labios se mueven al mismo tiempo que el asentimiento de cabeza, en cambio, sus irises lapislázuli se mantienen enfocados en la carretera. —Por favor. —No. Una risita gutural trepa por las paredes de su garganta antes de decir: —Lo imaginé. Me tomo el tiempo necesario para admirar el paisaje de la costa. A diferencia del azul índigo, de ese aspecto confortable, cálido y puro que pintaba el cielo días después de haber llegado a Positano; hoy hay nubarrones grises obstruyendo la vivacidad de esos colores. De algún modo, podría decir que así me siento ahora…, como si mis sentimientos hubiesen sido drenados. Aunque estoy proyectando la personalidad extrovertida y —hasta cierto punto arrolladora de Audrey Darwael—, mi identidad sepultada no hace más que aferrar se las respuestas automáticas al frio, al calor, las risas, el sueño, el hambre. Tengo un vacío, un abismo interminable de dolor socavándome el centro del pecho… el centro del alma. —¿A dónde me llevas? —Pregunto tras un largo silencio. —Un Café local al que suelo recurrir con uno de mis socios, te va a gustar. —¿Socios? —mi entrecejo se frunce en extrañeza total—, ¿eres empresario o algo así? La vacilación arraigada a su rostro me da a entender que no le ha gustado el adjetivo que he utilizado. —Yo no usaría un título tan formal. —¿Entonces? —Mi parte chismosa inquiere esta vez. Me regala una mirada triste, aun así, empieza a explicar. —La familia Ferrari se ha caracterizado por tener los mejores viñedos de la costa, siempre ha sido así. Mi generación es la cuarta en mantener el legado. Mis hermanos y yo hacemos el trabajo pesado: resembramos las viñas, las fumigamos contra los insectos cada cierto tiempo, nos ocupamos que tenga el riego suficiente, pero sin caer en excesos. Las uvas son frutos frágiles cuyo desarrollo depende de las inclemencias del tiempo. » Aunque no lo creas, de la sanidad de las uvas depende que los vinos no tengan mucha astringencia; y, sobre todo, dependiendo del dulzor de la cosecha, las compañías pueden deducir la cantidad exacta de alcohol que puede llevarse cada botella. El proceso de elaboración es minucioso, por eso somos tan buenos en ello. Mis hermanos y yo nos encargamos de la transportación a las bodegas de la zona. —Un negocio familiar… —digo con suspicacia—. Suena divertido, ¿no? —A ver, no me malinterpretes, me gusta pasar tiempo con Enzo, Domenico y Gabriella, pero trabajo mejor por mi cuenta. —¿Estás diciendo que la soledad es tu mejor compañía? —Por favor no pongas palabras que jamás han salido de mi boca. La suavidad en su tono de voz hace que mi corazón se haga añicos, bueno, el corazón de Audrey; porque el de Cassandra hace mucho está hecho añicos. —¡Pero eso en realidad es lo que estás diciendo, Alessandro! —sueno irritada—. Mira, voy a ponerte un ejemplo. ¿Recuerdas cuando ibas a la escuela y presentabas evaluaciones escritas súper difíciles? Mientras respondías las preguntas todo era confuso. Pero una vez entregabas la hoja al tutor de la clase y tus nervios menguaban: empezabas a pensar con claridad. Ahí te dabas cuenta que la mayoría de las preguntas tenían las mismas respuestas, peor los sinónimos y algunos verbos cambiaban los matices de las preguntas. La expresión del mayor de los Ferrari es menos amigable que antes, pero no dejo que el miedo y el temor a justificar mi punto de vista me amedrente. » Tal vez pensarás que he perdido la cabeza, y tienes toda la razón —mis ojos saltones se abren para exagerar aún más el gesto—. Pero las respuestas y las palabras tienen un intrincado juego de significados. Hablándote desde mi experiencia, a base de golpes he tenido que escudriñar el trasfondo de las frases, destejerlas, ver más allá de las grafías. La cuestión es que… puedes argumentar cualquier cosa, sí; pero una cosa es lo que digas y otra muy distinta las palabras que utilices para hacerlo. Ahí es donde entra el cerebro humano para detectar mentiras —encojo los hombros con cierta indiferencia—, yo le llamo “intuición”. «Cierra la boca, Cassandra». «Si sigues hablando de la mente humana va a descubrir que eres psicólogo clínico». Esta vez oigo la voz de mi lector interno y cierro la boca de golpe; tengo que centrarme en la línea que Hailey me sugirió seguir si quería llevar a cabo mi plan maestro. Tal vez he hablado demasiado, tal vez estoy dejando que la paranoia me domine… la cosa es que por primera vez en mucho tiempo quien se ha expresado es Cassandra, no Audrey. Y se siente bien. Proyectarse como es realmente el “yo” interno se siente muy bien. De momento no tengo más que decir; sólo me quedo mirando el paisaje natural y semiurbano que corre del otro lado de la ventana. Gracias al reloj digital de auto, me doy cuenta que han pasado cinco tortuosos y largos minutos; la expresión pintada en las facciones de Alessandro son indescifrables, de hecho, luce más como si estuviese librando una batalla a muerte con sus demonios que pensando cómo responder a la estupidez que acabo de decir. «¿Por qué eres así, Cassandra?». —No le veo el sentido a tu ejemplo. Me parece ridículo. —Pe-pero… —pestañeo con una lentitud dolorosa—, ¿por qué? —Nunca fui a la escuela. —Masculla tan bajo que apenas puedo oír lo que dice. Plox. Caigo para atrás como Condorito. Bien. Esa es una declaración que definitivamente esperé oír salir de la boca de semejante monumento. —¿Cómo? —mi voz suena sorprendida y tengo que aclararme el pecho con fuerza antes de seguir hablando—. ¿Por qué no? —¿Sorprendida, Dreyla? No me gusta esa pregunta. Es amplia… da origen a muchas tangentes. Las tangentes son buenas si sabes cómo interceptarlas, hacer que funcionen a tu favor. —Para nada —miento—. Es solo que… —¿No creíste que una persona como yo no hubiese cursado siquiera educación primaria? Mis ojos se aprietan en respuesta a su pregunta capciosa. Alessandro Ferrari es tan misterioso como una casa en venta con fama de estar “embrujada”. Te abre las puertas, te da un tour por el recibidor, los jardines, la sala, los baños, la cocina; pero cuando intentas explorar los cuartos interiores, te da cuenta que están cerradas con llave. Como dije al principio, la vida es una constante fluctuación de analogías. ¿En este caso? Las trampas que esconden las personas. Ninguna persona tiene la valentía de abrirse por completo ante un desconocido; sin embargo, al igual que una casa, basta con averiguar que hay en su interior para quedarnos o incluso huir. —No es eso. —¿En serio? —Susurra con una pizca de sarcasmo en su entonación, al tiempo que el ruido del motor del auto se extingue. Me dedico a mirarlo por unos segundos antes de permitirme responder de nuevo. El océano de sus ojos refulge a cuenta de un rayito de luz que se filtra en el único espacio abierto entre el vidrio y el acero de la puerta. —Déjame entender algo —me deshago del cinturón que me mantiene sujeta al sillón y me siento de manera que puedo mirar a Alessandro de frente—. ¿Nunca fuiste a la escuela porque no te dieron la oportunidad o hay otra razón? —Puede que ambas. —No vas a responder, ¿cierto? Sus ojos permanecen cerrados, tiene la respiración un tanto descontrolada, pero me enfoco en sus ojos. Esos que ahora son arropados por un color ónix, uno que parece haber absorbido toda la melanina celeste de sus irises. —Tal vez en otro momento, quizás decida guardármelo. Ya veremos. —¿Y eso era lo que querías? —Interrogo ahora con voz expectante. —¿Hablas de estudiar o trabajar con mis hermanos? Meneo la cabeza. —Me refiero a eso de allá —señalo un viñedo golpeado a consecuencia del invierno—, dedicarte a la cultivar uvas. ¿Eso querías? Un silencio abrumador parece envolvernos por varios instantes; un nudo se forma en la boca de mi estómago y de pronto siento bombear la sangre a cada fibra de mi cuerpo. —Lo que yo quiero no importa, Audrey. —Dime, ¿qué quieres? —al escucharme a mí misma en voz alta, me doy cuenta que la pregunta está mal formulada, así que rectifico diciendo—: No, lo que pretendo averiguar es… ¿qué quieres para ti en la vida? ¿Eres feliz aquí? Soy lo suficientemente capaz de atisbar como sus manos se aferran al volante con fuerza, como el color se drena de sus nudillos. ¿Tanto le ha molestado la pregunta? La cuestión es: ¿por qué? —¿Qué importa si soy feliz o no? —escupe con una amargura que hasta ahora desconocía que tenía por dentro—. ¿Para qué darle importancia a algo que ahora es cosa pasado? Estudiar el lenguaje corporal de las personas es algo que se me da bien, tal vez fue una de las razones que me impulsó a estudiar psicología. Además, la mente humana funciona a la inversa: mientras más alguien intenta ocultar algo, más nos pica la curiosidad por averiguar lo que X persona esconde. Sin embargo, el punto es que Alessandro con su reticencia a hablar del pasado me confirma que hay una faceta de sí mismo que pretende ocultara toda costa. Una estación de radio local reproduce My Oasis de Sam Smith x Burna Boy y el ambiente que flota a pesar de todo es agradable. Hay personas que se convierten en oasis… —¿Sabes una cosa? No soy la única que carga un enigma en los ojos, Alessio. Desde mi punto de vista, también escondes cosas; no digo que sean buenas, tampoco malas. Con esto no estoy forzándote a nada, ¡ojo! —alzo la mano en señal de advertencia—, sólo quiero entenderte, como tu quisiste hacerlo conmigo hace unos días. —Lo sé. Audrey. Lo sé. Admite después de exhalar un suspiro pesado. —¿A qué le teme Alessandro Ferrari? —¿A que le teme Audrey Darwael? —Contraataca él. —En mi defensa —me cruzo de brazos—, yo pregunté primero. —Eres intensa, ¿te lo han dicho? Me encojo de hombros. —Pff —con una mano bato el cabello que hasta hace un momento caía sobre mi hombro—. La intensidad es algo que se arraiga firmemente a mis genes, no puedo evitarlo. —Bonita manera de disimular que eres chismosa. ¿Cómo le dicen en literatura? —chasquea la lengua en un intento por recordar la palabra—. ¿Eufe… mismo? —Bueno, lo cierto es que… ¡Oye! —exclamo yo con indignación fingida—, ¿cómo te atreves a siquiera asumir que mi interés en ti es chisme? —Vamos, Dreyla. Si no es chisme, ¿entonces qué es? Dispuesta a no quedar como la mujer entrometida que soy, digo: —Preocupación social. Siendo sincera, no espero la carcajada genuina que emerge de la garganta de mi acompañante. Es tan ruidosa que, lejos de ponerme de malhumor, me hace reír también. —Preocupación social —se burla una vez más—, buena esa. Eres buena con los términos extraños… Eufemismos, ¿no? En ese instante, el recuerdo de Isabella Zehrfeld captura las memorias desperdigadas en la parte inconsciente de mi cerebro. Mi compañera de habitación en Frankfurt, también cuando vino a vivir conmigo a Australia. La letrada del grupo que solía darle una visión distinta a todo, a la única persona hablaba sobre Harry Styles a diario y nunca llegaba a fastidiarme; el único amor que han visto los ojos de mi hermano y la persona que aguantó distintos dolores a cuenta de una amistad incorrecta. Por culpa mía, Isabella casi fue incinerada viva en un bosque de Francia; estuvo a nada de ser sacrificada por una secta de lunáticos llamados “El Noveno Círculo”. El día que nos conocimos, ella leía “Cartas de amor a los muertos” de Ava Dellaira sobre el diván de nuestra habitación. Yo, sin saber que hacer o decir, pasé directo al otro lado de la recámara; entonces, mientras me dediqué a desempacar todas las cosas que tenía en la maleta, ella soltó a espaldas mías: «Las convicciones, al igual que las palabras, no deben a acoplarse a las tuyas para ser fascinantes. En lo que a mí respecta, pensar es como utilizar recursos literarios en una historia: pensar es disfrazar la realidad, pensar es darle luz a la oscuridad, pensar es pintar con las letras, gritar desde el silencio, mentir con una sonrisa. El eufemismo es una forma elegante de burlarte del mundo, pero también de engrandecer tu miseria». —Lo aprendí de mi mejor amiga, ex mejor amiga —le confieso tras un largo silencio; un revoltijo de amargura e ira se arremolina en el centro de mi pecho y de pronto hago lo posible por enjugar las lágrimas que amenazan con abandonarme—. Si, ella era asombrosa. —¿También murió? —¡¿Qué?! ¡No! —exclamo dejando escapar una risilla nerviosa—. Vive en Ámsterdam junto a… —me obligo a cerrar la boca porque siento que ya he dicho demasiado—. A ver… eso es información irrelevante porque obviamente no la conoces. —Oh, lástima. Y yo que quería conocer un poco tu pasado, tus amistades y esas cosas. —Ya ves —le doy un golpecito en el brazo que todavía tiene ferrado al volante—, y después dices que la chismosa soy yo. Sin darme tiempo a replicar o algo, baja del auto; yo hago lo mismo porque see que me abrirá la puerta y aunque es un gesto bonito, a mí se me hace ridículo y arcaico. —Somos un par de chismosos, ¿sabes lo que eso significa? En enunciado llega a mi antes de que pueda arrastrar el bolsito que Fiorella me trajo más temprano del sillón trasero del auto; tras cerrar la puerta bordeo el auto para encontrarme con el italiano. Con la mano en alto, bloqueo los rayos solares que bañan la costa. Dios. ¿Cómo es posible que el sol pique tanto a estas alturas? —Tú dime. —Eso quiere decir que… —empieza a hablar con tranquilidad, sin embargo, cuando me ve directamente a los ojos las palabras parecen haber huido como fugitivas de su boca—. Vaya… —se rasca la nuca y cambia la posición de la gorra de traía puesta, ahora con las vísceras hacia la parte frontal de la cabeza—, te ves… hueles a… —¿Qué? —alzo un brazo y olfateo una de mis axilas—. Apesto, ¿verdad? ¡Ese fue el jabón del hospital! Soy alérgica al eucalipto, ¿dónde se ha visto una fragancia de eucalipto con yogurt en el mundo? ¿Eso te parece racional? En cuanto tenga la nacionalidad italiana juro que voy a demandar a esa gente. Él hace un ademán de negación con la mano mientras una sonrisita coqueta tira de las comisuras de sus labios. —Hueles bien, Drey. Ese es el punto… bajo la luz dorada del sol te ves… diferente. —Ah bueno —cepillo con mis dedos la maraña de cabello pegada a mi cráneo—. Gracias. Tú tampoco luces mal. —Vamos, van a cerrarnos la tienda. Y, sin ceremonia alguna, empiezo a caminar junto a él. ¿Lucir mal? Já. ¿Y cómo narices podría Alessandro Ferrari lucir mal? Este chico tiene uno de los físicos más impresionantes que he visto en la vida. Proyecta ser uno de esos hombres que tienen al universo de mascota, a todas las mujeres comiendo de su mano, aparentan tener una actitud déspota y opresora: pero una vez decides explorar su naturaleza, te das cuenta que la fisonomía es tan solo una coraza, un disfraz, un muro protector el cual evita que personas equivocadas vean a través de sus buenas intenciones. A este punto nos hemos echado a andar en una placita cogedora; cada tanto veo la mirada de Alessio escurrirse hacia mi abdomen y see que tiene intenciones de tocarlo. No obstante, la confianza entre nosotros todavía es frágil, no es lo suficientemente fuerte para permitirnos ese tipo de cosas. Hay un parque para niños, una pequeña fuente de las Tres Gracias y varios asientos alrededor de las áreas verdes; veo algunas flores desperdigadas en el césped e instintivamente pienso en los cementerios. Esos lugares donde la línea entre la vida y la muerte parece pender de un hilo; el silencio sepulcral de un camposanto no es más que un recordatorio de lo efímera que es la existencia terrenal. —¿Traes la prescripción médica contigo? —¿Para que necesito una prescripción médica para entrar a un Café? ¿Eso qué es? ¿El certificado de vacuna contra el Covid? —Esto no es un Café, Audrey. Estamos en la farmacia. —Ouh… —siento una oleada de calor asirse a la piel de mis mejillas—, en ese caso la tengo aquí. Mientras rebusco dentro el montón de cosas —por no decir basurero— que olvidé sacar el bolso el día de la entrevista, Alessandro se adelanta unos pasos y en un movimiento ágil bloquea el paso para preguntar. —¿Cómo te sientes ahora? ¿Segura que no te duele nada? Mira Audrey, no tengas vergüenza de decirme si hay algo que te incomoda o no. Quiero lo mejor para ustedes, ¿entiendes? Considérame el tío consentidor. Mis cejas se disparan al cielo. —¿Tío? —poco a poco me arremango el suéter porque el calor es insoportable—. Hace un rato toda el área de Emergencias te felicitó por tu futura paternidad, ¿no crees que es tarde para retractarte? No sé si estoy imaginando cosas, pero creo ver un destello raro surcar sus facciones ensombrecidas. La ráfaga de una sonrisa que no llega a concretarse del todo. —Yo creí que… No sé, pensé que no estaba cómoda con el asunto. —No me molesta, al principio me tomó desprevenida. Pero, si nacen —dejo claro—, estoy segura que compartirán rasgos. —¿Por qué? ¿En qué momento tú y yo…? Entorno los ojos con fastidio, al instante volteo a ver un yate lujosísimo a unos cuantos kilómetros de la orilla. Cuando estoy nerviosa o abrumada suelo mirar a puntos lejanos, siento que es la manera humana de enterrar la cabeza como los avestruces. Pero la cuestión es que… que Alessandro haya insinuado en voz alta, ya sabes… me avergüenza de formas que desconocía. —Idiota —le doy un codazo suave al estómago—. Mi esposo era parecido a ti físicamente. Misma estatura, mismo color de ojos, con menos masa muscular que tú, cabellera rubia. Por eso no dudo que esta parejita —golpeo un par de veces la parte alta de mi panza—, sería idéntica a ti. Los vivaces ojos de Ferrari me barren completa, la duda sigue bailando en su expresión neutra. Además, frunce el ceño ante la leve nota de pánico que se ha entremezclado en mi voz. —¿Vas a darme la oportunidad de ser el “padre”? —Enfatiza la última palabra en una entonación bastante formal, también llena de preocupación. —Jajajaja, dicho así, parece que fueses a disertar una misa o algo así. Me saca la lengua en un gesto inmaduro e infantil; pero que ahora se me antoja tiernísimo. —Muy graciosa. —Está demás decir que el sarcasmo envenena su voz áspera y sexy. Estoy abrir la boca por replicar, pero la cierro de inmediato cuando veo una gran masa de personas venir hacia dirección nuestra a una velocidad arrolladora; todos visten franelas y pantaloncillos cortos de licra, lo que más llama mi atención son los números que llevan pegados al pecho. La primera impresión: están corriendo un maratón. Parece la estampida de búfalos del Rey León; salvo que en el caso mío yo soy Mufasa y Alessandro es Simba. En circunstancias normales habría corrido hacia una de las aceras intransitadas de la zona, ¿el problema?, todavía sigo convaleciente y, si bien tengo el efecto del analgésico en el cuerpo, hay partes puntuales que siguen doliendo como el infierno. Claro está, no pienso decírselo a Alessandro… siento que ya ha hecho demasiado por mí y preocuparlo más seria desconsiderado de mi parte. Al parecer me he quedado mucho tiempo mirando algún punto ciego de la calle, porque cuando los dedos cálidos de Alessio tiran suavemente de mi muñeca y sus brazos protectores me envuelven en un cálido abrazo; oigo su corazón latir al compás del mío. Por una ínfima fracción de segundo no hay cabida para el pasado, tampoco el presente y mucho menos el futuro, sólo puedo reflexionar en lo grato que es compartir un momento donde el tiempo se detiene junto a una persona —aunque sea un extraño— que genuinamente se preocupa por ti. La fuerza del hermano mayor de los Ferrari ha disminuido considerablemente, cuando sus brazos me abandonan por completo, el vacío que deja es tan palpable que vuelvo a sentirme presa del miedo. Para aliviar mi propia miseria, mis ojos capturan el vaivén de las olas golpear la costa y el canto exiguo de algunas gaviotas. Mi metáfora favorita para aludir al mar es: cielo en la tierra. En lo personal, siempre he creído que el océano es un pequeño fragmento de cielo incrustado en la tierra, por esa razón está pintado de diferentes matices azules y no de otro color. Mis globos oculares se atreven a estudiar los estratos pintados de naranja suave y, con un enorme signo de interrogación sobre la cabeza, pregunto: —¿Qué es eso de allá? —Interrogo, señalando una esfera multicolor en el cielo demasiado grande para ser de helio. —Un globo aerostático. Con la mirada fija al punto que señalo yo en lo alto del firmamento; el responde con simpleza, como si se tratase de la cosa más estereotipada del mundo. —Vaya… —mis labios se curvan al cielo de forma automática— siempre quise subir a uno. —Pero tú le temes a las alturas. No es una pregunta, en realidad, la veracidad en su afirmación me pilla completamente desprevenida. Hasta dónde sé, no he compartido ningún dato personal de Cassandra; a diferencia de ella, Audrey ama el peligro, los deportes extremos, es todo lo opuesto. —¿Y cómo sabes eso? —Bueno… —sus rasgos faciales se contraen con una dureza que me cuesta describir con palabras; sin embargo, pasados un par de segundos vuelven a suavizárseles—, creo es escuché a mamá mencionarlo en alguna oportunidad. Ya sabes, cuando quiere suelta cosas que no debe. A pesar de que intenta sonar convincente, algo me dice que hay una especie de omisión en alguna parte. ¿Qué probabilidades hay que Alessandro mantenga contacto con Jack e Iskander? Porque si bien Dorian pagó sus pecados con la muerte, dejo muchísimos cabos sueltos. «No seas estúpida, Cassandra». «Algo te dice que no debes confiar y lo sabes». «Es hora de irle haciendo caso a esos instintos». —Bien. Digo de la boca para afuera. Mi intención es llevar la fiesta en paz; no obstante, mi lector interno me sugiere mantener los ojos bien abiertos porque si algo aprendí del Juego de Identidades, es que la mayoría de las personas tienden a esconder la oscuridad que cargan consigo.
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