Saturno Café
Positano ǀ Salerno, Italia
AUDREY
Al cabo de unos cuantos minutos, Alessandro aparca frente a un establecimiento de donas y otros dulces con temática de los años cincuenta. Esta área se asemeja a un viejo pueblecito de pescadores olvidados a cuenta de los avances tecnológico de tiempo. Aunque todo es rústico, la magia que flota aquí es palpable.
El silencio es tan grande que hasta se escucha.
El aire frío que nos azota al salir del auto se siente bien.
Un rótulo perfectamente alineado en un pequeño local anuncia el nombre de un establecimiento —Blue Coast Café— acogedor a simple vista.
—¿Waffles? —Propone Alessandro tras encender la alarma del auto y venir a mi encuentro.
—Me encanta el plan.
Apenas traspasamos el arco de piedra de la entrada que es arropado por tupidas enredaderas fragantes, una campanilla tintinea en lo alto de la puerta. Es una ventaja la cafetería este desierta porque ambos nos dirigimos a la única mesa situada a la sombra de un enorme ventanal de cristal.
Ocupo el asiento con la vista más hermosa al Mar Mediterráneo, hay un bote flotante a la orilla que el cielo pinta con sus característicos y a la vez atípicos colores naranjas fluorescentes. Desde aquí soy capaz de observar el revestimiento del Café, madera pulida, una chimenea con un leño ardiendo dentro, los manteles de seda e incluso los claveles blancos que adornan los centros de mesa.
Me resulta inevitable exhalar un suspiro lleno de pesar.
Café Saturno evoca la memoria viva del Café Montmartre de Sídney, el lugar a que solía frecuentar junto a Liam; el lugar secreto al cual acudíamos cuando no encontrábamos respuestas a ninguna de nuestras preguntas. En ese Café, Wadskier descubrió por primera vez los moretones de mi rostro, las heridas emocionales que Gareth estaba socavando en lo más profundo de mi alma.
Hay quienes objetan que existen lugares capaces de absorber la esencia mística de las personas, por eso, cuando retornamos a ellos o encontramos similitudes en otra parte, no hacemos más que pensar en la sonrisa genuina, los ojos llenos de vida o una frase que ha dejado una huella imborrable en nosotros.
En seguida aparece una mujer de pelo canoso y aspecto cansado con dos tazas vacías —de las cuales penden dos bolsitas de té Lipton de durazno— enganchadas al dedo índice de la mano derecha y una jarra de agua hirviendo en la izquierda; mis ojos curiosos se animan a leer las letras bordadas en hilo rosa al material de la camisa.
—¿Alice? —pregunto para darle las gracias.
—La misma, corazón.
Me responde con una sonrisa tras depositar las tazas en la mesa de madera semi ovalada y verter el agua hirviendo dentro de la cerámica. Sé que es mala idea haberme quedado el agua por mucho tiempo, porque enseguida veo necesario vaciar el contenido de mi vejiga.
—Con permiso —digo, poniéndome en pie—, voy al sanitario.
—¿Te sucede algo malo? —Ferrari, sujetando mi muñeca entre sus dedos fríos se apresura a preguntar—. ¿Hay algo en que te pueda ayudar?
Hago un ademán de despreocupación con la mano.
—Dudo mucho que la micción pueda ser compartida, ya sabes, eso cosa de una sola persona.
—Oooh, ya entiendo. Cualquier cosa, estoy aquí.
Me causa gracia como las mejillas de Alessandro adquieren un suave color carmesí…, la bonita forma en como la intensidad del color resalta su piel bronceada. Sin más que añadir, arrastro las suelas de mis zapatillas deportivas hasta el interior del cuarto de baño; tras efectuar mis necesidades fisiológicas, lavarme las manos y cepillar mis dientes, la imagen que refleja el espejo de vuelta es irreconocible.
Tengo que apoyar las palmas de ambas manos sobre el granito flotante para evitar caer de bruces.
«Esa de ahí… ¿soy yo?».
No me refiero al color caramelo que abraza mis naturales ondas chocolate, tampoco a las lentillas azul índigo que suprimen la melanina ámbar que pintan mis irises; sino, más bien, al aspecto cansado reflejado en mi cuerpo entero, las enormes bolsas violáceas que cargo por ojeras y lo terrible que luzco con un cardigán dos tallas más grandes que yo. ¿Qué si parezco una indigente? Respuesta afirmativa.
Siempre me ha importado el “¿qué dirán…?”, las miradas desaprobatorias de las personas, las versiones erróneas que alguien pueda formarse a partir de mi terrible aspecto; al principio todo me daba igual, o al menos eso creía, pero no fue hasta que Fénix volvió a hacerme presa suya que entendí la magnitud que ejercen los pensamientos ajenos sobre una persona.
¿Por qué a Alessandro no le da vergüenza andar conmigo?
¿Por qué simplemente no se marcha al igual que lo hizo Trenton e Isabella?
Dos toques a la puerta consiguen traerme de vuelta al presente, rápidamente abro el grifo y tras echarme agua fría en el rostro, me estrujo la cara como si esa simple acción fuese a aminorar la miseria que se arraiga a cada una de mis células.
—¡Ya voy! —grito sin salir del aturdimiento que me asalta—. En seguida salgo.
Entonces, la voz familiar me devuelve la calma momentánea.
—Soy yo, perdón que te fastidie... Sólo quería asegurarme que todo estuviese en orden.
—No te preocupes, en serio.
—Date prisa, la comida se enfría.
Mis ojos se cierran con fuerza.
Lo único que anhelo ahora es que Alessandro se marche y me deje ahogarme en mi propia miseria; cuando sus pasos se alejan lo suficiente me permito derramar algunas lágrimas. Aunque quiero arreglar mi desastrosa cara, por ahora me basta aplicar un labial rojo fuego matte y tapar un poco las ojeras.
Con el ruido de la cremallera del bolso cerrarse, salgo al exterior a enfrentar al mundo.
En seguida mi visión borrosa captura la imagen del mayor de los hermanos Ferrari conversar con una de las camareras del establecimiento. Rehusándome a actuar como una mujer celópata, me siento y bordeo la solitaria taza con las manos para absorber el calor del agua tibia.
—Pero que maleducado soy… —Alessandro alcanza una servilleta del centro de mesa y, tras limpiarse las comisuras de los labios, le habla a la mujer—. Nadia, déjame presentarte a Audrey. Audrey —siento sus ojos fijarse sobre mí—, ella es Nadia, una amiga de la familia.
Tan pronto levanto la vista, no se me dificulta reconocer de quien se trata: es la mujer de pelo lacio que estaba en la habitación del hospital. De repente, una punzada de un sentimiento extraño me asalta, ¿puede que ella y Alessio tengan algo? ¿Existe la posibilidad que sean algo más que amigos? No lo pongo en duda, es más, casi puedo asegurar que la atracción entre ambos es mutua por las señales que envía el lenguaje corporal de ambos.
1. Jugar con el cabello.
2. Huir del contacto visual.
3. Reírse por lo bajo.
Mi sexto sentido me dice que este par tuvo una historia de amor cuyas heridas todavía no han cicatrizado de todo. Después de hace la exhaustiva evaluación sobre la tal Nadia, me animo a decir:
—Hola. Un placer. Soy Audrey Darwael —extiendo la mano hacia ella en señal de paz.
No es de extrañar que lo intuya, mi apellido falso se pronuncia Derbael porque la W se pronuncia como B.
Pero, ¿qué recibo a cambio?, una mueca horrorizada de su parte. Sin embargo, cuando recibe una mirada aprensiva de parte de Alessio, estrecha mi mano con cara de pocos amigos.
—El gusto es mío, guapa. Nadia Ferreira por aquí —ella alza las manos en una seña atormentada—, tu acento tía… ¿es… alemán?
Mis labios se pliegan en una línea fina.
—Casi. Soy de Bélgica, pero cursé estudios superiores en Frankfurt —le doy un sorbo largo al té Lipton—. Cinco años en Alemania te obligan a absorber su acento, su cultura. En fin, eres española, ¿no?
Las cejas perfectamente maquilladas se alzan en condescendencia y dice:
—¿Cómo habéis adivinado?
Me encojo de hombros como restándole importancia a la estúpida pregunta. ¿Qué cómo he adivinado? ¡Por el amor de Dios! ¡Distinguir el acento español de otros hispanohablantes tampoco es cosa de otro mundo! Uno no necesita ser experto para diferenciar el modo de hablar de un colombiano de un mexicano, un venezolano de un argentino, un ecuatoriano de un español.
—Intuición.
—Me encanta tu labial —me alaga Nadia sólo por decir.
La tensión entre nosotras es palpable.
—Ya sabes lo que dicen, al mal tiempo labios rojos.
—Audrey fue a Frankfurt, a Oxford y ¡encima tiene un doctorado en Harvard! ¿Puedes creer eso? Tienes frente a ti a un prodigio de la medicina.
—Ay, vamos, tampoco exageres.
Le reprocho yo, dándole un golpecito en el hombro.
—No seas modesta en esto, amor —se arrima un poco a mí y deposita un besito en mi frente—. Llévate el crédito al menos una vez en la vida
Siento el peso de la mirada de Nadia Ferreira recae sobre nosotros.
—Ustedes son, ¿pareja o algo así?
—Digamos que… —Empiezo a esclarecer yo.
—Los somos. Estamos esperando dos hijos —se apresura a interrumpir Alessandro, con una enorme sonrisa de autosuficiencia pintada en el rostro—, la ginecóloga nos informó hoy que será un niño y una niña.
Más que impresionada por la noticia, Nadia luce aturdida.
—Oh, cariño. ¡Felicidades! —la castaña tiene la osadía de abalanzarse sobre mi chico y susurrarle—. Me pone feliz que tu sueño se hará realidad, aunque no sea conmigo.
¿A que “sueño” se refiere?