Eduardo se acerca a nosotros con paso elegante y seguro, su figura imponente irradiando un encanto innegable. Cuando llega a mí, me saluda formalmente extendiendo su mano, y siento un cosquilleo en mi estómago al sentir el roce de su piel contra la mía. Por un breve instante, todo parece girar a mi alrededor, y me veo obligada a contener el aliento para mantener la compostura.
—Un placer conocerla, duquesa Amelia. El pueblo no deja de hablar de lo afortunado que es mi hermano de tenerla como futura reina.
Su voz es suave y melodiosa, y sus palabras me hacen sentir como si estuviera flotando en una nube de pura felicidad. Me siento abrumada por la intensidad del momento, y apenas puedo contener la emoción que amenaza con desbordarse.
Eduardo se vuelve hacia Carlos con una sonrisa juguetona, y su comentario me hace sentir como si un cubo de hielo se estrellara contra mi pecho.
—Wow, hermano, qué suertudo eres. Tendrás como reina a la danesa más hermosa de todas.
Sus palabras, aunque dichas en tono de broma, me hacen sentir calientes las mejillas. Trago saliva con dificultad, tratando de mantener la compostura mientras una oleada de emociones contradictorias me abruma.
—Gracias, príncipe Eduardo. Es un honor conocerlo.
Mi voz suena un poco más débil de lo que hubiera deseado, pero hago un esfuerzo por mantener la calma y la dignidad en medio de la confusión que siento en mi interior.
Creo que es imposible para cualquier mujer no sentirse levemente atraída por el príncipe Eduardo. Tiene veintiocho años, y aparte de ser hermoso físicamente, es un encanto. Las mucamas que me atendieron durante mis seis meses de entrenamiento no dejaban de hablar de él. Es la admiración de todas las chicas europeas, y no es difícil entender por qué.
Aparte de ser increíblemente guapo, se ha tomado su papel de príncipe en serio. Es capitán del ejército inglés y participa activamente en eventos de caridad, ganándose el cariño y el respeto del pueblo. Muchos lamentan que no haya sido el primogénito, pues lo desearían como rey en lugar de su hermano.
Me estremezco al recordar las historias que escuché sobre él: su valentía en el campo de batalla, su compromiso con los menos afortunados y su encanto natural que cautiva a todos los que tienen el placer de conocerlo. Y ahora que yo lo estoy conociendo, puedo ver por qué tantas mujeres han caído rendidas a sus pies.
A pesar de la tensión en el aire y la incomodidad que siento en mi corazón, no puedo evitar sentir un ligero destello de admiración por el príncipe Eduardo. Es evidente que es un hombre admirable en muchos aspectos, y me pregunto cómo será interactuar con él en los días que están por venir.
—Debes de estar cansada por el viaje, querida Amelia —me dice Carlos, todavía con su brazo enganchado al mío. No me ha querido soltar —. Te mostraré tus aposentos.
—Un gusto conocerla, duquesa. Bienvenida a casa —se despide Eduardo con un asentimiento de cabeza.
Carlos me guía por los opulentos pasillos del majestuoso palacio, y mi corazón late con una mezcla de anticipación y nerviosismo. Mis pasos resuenan en el suelo de mármol mientras avanzamos hacia lo que será mi nueva morada en este mundo de realeza y protocolo.
Al llegar a la entrada de la habitación, me detengo en seco, asombrada por la magnificencia que se despliega ante mis ojos. No es solo una habitación, es una suite completa, un verdadero santuario de lujo y comodidad.
La sala de estar está decorada con muebles de época y cortinas de seda que ondean suavemente con la brisa que entra por las ventanas. Una chimenea de mármol adorna una de las paredes, y una serie de cuadros antiguos cuelgan con elegancia en las otras.
Mis ojos se iluminan al descubrir la biblioteca adyacente, con estanterías de madera oscura que albergan una impresionante colección de libros. Me siento como una niña en una tienda de dulces, deseando explorar cada rincón de este paraíso literario.
—¿Qué te parece, Amelia? Espero que te sientas cómoda aquí.
La voz de Carlos, en vez de sonar afectuosa, en realidad suena afanada, como si tuviera cosas más importantes que hacer que mostrarme el palacio. Asiento, incapaz de contener mi emoción ante la maravilla que se extiende ante mí.
—Es increíble, Carlos. No puedo creer que todo esto sea para mí.
Mis palabras suenan apenas un susurro, ahogadas por la incredulidad y la gratitud que llenan mi corazón. Me siento abrumada por la generosidad de Carlos y por la oportunidad de vivir en un lugar tan majestuoso como este.
Mis ojos se posan en un butacón frente a la ventana, un elegante mueble con orejas grandes que parece invitarme a sentarme y contemplar las vistas del exterior. Una sonrisa se forma en mis labios al pensar en el otro uso que le puedo dar.
—Te dejaré sola. De seguro querrás dormir un rato. El vuelo debió haber sido agotador.
Después de que Carlos me deja sola en la lujosa habitación, me encuentro agotada por el largo vuelo y la emocionante jornada que he tenido. Sin ganas de abrir mi equipaje para buscar un pijama, decido desnudarme y dejarme caer en la cama, esperando sumergirme en un profundo sueño reparador.
El suave tacto de las sábanas de seda acaricia mi piel mientras me acomodo entre los almohadones, y pronto caigo en un profundo letargo. Las horas pasan en un borrón de sueños y sombras, y cuando finalmente abro los ojos, me sorprende descubrir que ya es el día siguiente.
Me siento desconcertada por la cantidad de tiempo que he dormido, pero el cansancio acumulado de los últimos días parece haberse desvanecido, dejando paso a una sensación de renovada energía. Me estiro perezosamente, sintiendo los músculos relajados y el cuerpo descansado después de un reparador sueño.
Mi mirada cae sobre mi cuerpo desnudo, apenas cubierto por las finas sábanas de seda que me rodean, y una oleada de calor se extiende por mi piel. Me siento consciente de cada centímetro de mí misma, de cada curva y cada imperfección, y una sensación de poder y libertad me invade.
Mis dedos trazan suaves caricias sobre mi piel, explorando cada recoveco con delicadeza y reverencia. No hay vergüenza ni inhibiciones, solo una profunda conexión con mi propio ser, una intimidad que me llena de una calidez reconfortante.
La sensación de libertad me embriaga mientras me doy cuenta de la intimidad que puedo disfrutar en este lujoso palacio. En el convento, cualquier atisbo de placer debía ser contenido en un susurro, en la oscuridad de la noche, temerosa de ser descubierta por las estrictas normas de la vida religiosa. Pero aquí, en este espléndido palacio, no hay restricciones que me impidan expresar mi propia satisfacción.
Una sonrisa traviesa se dibuja en mis labios mientras me dejo llevar por la emoción del momento. No hay necesidad de contener mis suspiros o reprimir mis gemidos; puedo dejar que el placer me consuma con total libertad, sin miedo al juicio o la condena.
Con cada caricia, cada susurro de placer, me siento más viva que nunca. La lujuria arde dentro de mí como un fuego salvaje, avivado por la libertad que he encontrado en este lugar de opulencia y exceso.
Mis manos exploran cada centímetro de mi cuerpo con ansias. Cierro los ojos y me dejo llevar por la corriente de sensaciones, entregándome por completo al éxtasis del momento.
En este instante, no hay preocupaciones ni responsabilidades que me agobien. Soy simplemente yo, Amelia Hansen, una mujer libre y poderosa, capaz de disfrutar del placer sin inhibiciones ni restricciones.
Y así, en la privacidad de mi lujosa habitación en el Palacio de Buckingham, me entrego por completo al deleite de mi propio cuerpo, celebrando la libertad que he encontrado en este nuevo y emocionante capítulo de mi vida.
En el palacio de Dinamarca en el que estuve los últimos seis meses, no tuve muchas oportunidades de hacer esto, ya que mi tía, en su tarea de hacerme la vida imposible, ponía guardias afuera de la puerta, así que yo tenía que ser muy silenciosa.
Sudorosa y con las piernas temblorosas después de un intenso momento de éxtasis, mis ojos se posan en el butacón junto a la ventana. Una sonrisa traviesa se forma en mis labios mientras me los relamo.
Con pasos decididos, camino hacia el butacón, sintiéndome poderosa en mi desnudez. Cada paso que doy es un recordatorio de la libertad que he encontrado en este lugar.
Me siento sobre una de las orejas del butacón y aprieto las piernas, dejando que el suave tapizado me envuelva en una cálida caricia, y empiezo a menear mis caderas.
La penumbra de la habitación me envuelve como un manto, proporcionándome el refugio perfecto para entregarme al placer sin restricciones ni inhibiciones. En este santuario de intimidad, soy libre para explorar los rincones más oscuros de mi deseo, sin miedo al juicio o la condena.
Cierro los ojos y me dejo llevar por la corriente de sensaciones, entregándome por completo a la pasión. Al sexo. ¿Quién dijo que una mujer necesitaba de un hombre para poder tener sexo? Yo tengo sexo conmigo misma, y es...de las mejores sensaciones que pueden existir.
Mis fuertes gemidos llenan el aire, mezclándose con el suave susurro del viento que se cuela por la ventana abierta.
En este instante, no hay nada más que yo y mi propio placer, una conexión íntima y poderosa que me llena de una sensación de plenitud y satisfacción. Soy una diosa en mi propio reino de éxtasis, gobernando con autoridad sobre cada suspiro y cada gemido.
Y así, en la tranquilidad de mi lujosa habitación en el Palacio de Buckingham, me entrego por completo al deleite de mi propio cuerpo, celebrando la libertad que he encontrado en este nuevo y emocionante capítulo de mi vida.
Mis gritos y gemidos llenan la habitación, resonando en las paredes como un eco de liberación. No me importa si alguien llega a escucharme; este es mi momento de libertad, un acto de autenticidad que ha sido reprimido durante demasiado tiempo.
Cada grito, cada gemido, es una expresión de todo lo que he tenido que contener bajo el yugo de mi tía. Durante años, he sido obligada a ocultar mi verdadero yo, a conformarme con las expectativas impuestas por los demás. Pero aquí, en este santuario de intimidad, puedo ser completamente yo misma, sin miedo al juicio o la condena.
Cierro los ojos y me dejo llevar por la corriente de sensaciones, entregándome por completo al éxtasis del momento. Me muevo con brusquedad, buscando la satisfacción que tanto tiempo ha sido negada.
El placer me consume como un fuego ardiente, avivado por la liberación de todas las restricciones que me han mantenido prisionera durante tanto tiempo. Cada gemido es un acto de rebelión contra las normas y expectativas impuestas por otros, una afirmación de mi propia autonomía y poder.
Chillo por la intensidad de mi último orgasmo. Es tan fuerte, que mi cuerpo tiembla como si estuviera teniendo un ataque de epilepsia, y termino acostada sobre el butacón, con la respiración entrecortada y el cuerpo cubierto de sudor. La luz que se filtra por las cortinas ilumina mi piel, revelando los contornos de mi cuerpo con una suave y cálida luminiscencia. Observo, maravillada por la visión que se presenta ante mí. Mi piel brilla con un resplandor radiante, como si estuviera impregnada de la misma luz que inunda la habitación.
Cierro los ojos y dejo que la sensación de plenitud y satisfacción me envuelva como una manta reconfortante. En este momento de calma y quietud, me siento en paz conmigo misma y con el mundo que me rodea.
La liberación que he encontrado en este acto de autenticidad es palpable, como si hubiera dejado atrás todas las cargas que me han pesado durante tanto tiempo. Soy libre, poderosa, una mujer que se atreve a desafiar las expectativas y reclamar su propio destino.
—¿Duquesa?
Mis pensamientos son interrumpidos por la voz de Sarah llamándome desde el otro lado de la puerta. Un escalofrío de vergüenza recorre mi cuerpo mientras me doy cuenta de que probablemente ha estado esperando afuera todo este tiempo, consciente de mi indiscreción.
Mi rostro se ruboriza y desearía que la tierra me tragara en este mismo instante. ¿Cuánto tiempo habrá estado ahí? ¿Habrá escuchado mis gemidos y mis susurros de placer? La idea me llena de una vergüenza abrumadora, y me apresuro a cubrirme con las sábanas, sintiéndome expuesta y vulnerable.
—¿Amelia? ¿Estás bien? —pregunta Sarah, su voz llena de preocupación, ya que algunos de mis gritos sonaban más a sufrimiento que a placer.
Trago saliva y me obligo a responder, tratando de mantener la compostura a pesar de mi incomodidad.
—Sí, estoy bien. Solo necesito un momento para...para arreglarme —respondo, mi voz temblorosa y mi corazón latiendo con fuerza en mi pecho.
Puedo escuchar los pasos de Sarah alejándose por el pasillo, y me siento aliviada de que haya decidido darme un poco de privacidad. Sin embargo, la vergüenza persiste, y me pregunto cómo podré enfrentarla después de lo que acaba de escuchar.
Con un suspiro resignado, me levanto de la cama y comienzo a vestirme, tratando de ahogar mis sentimientos de vergüenza y humillación. No puedo permitir que este incidente arruine mi primera noche en el Palacio de Buckingham.
Sí, lo admito. Soy una virgen calenturienta.