La Duquesa enclaustrada
Me despierto con el susurro de las primeras horas del alba, cuando el mundo aún duerme y solo los susurros de los ángeles se atreven a romper el silencio. Aunque las campanas del convento aún no han repicado, sé que es hora de levantarme. Siempre lo es a esta hora, a las cuatro de la mañana, cuando la oscuridad todavía abraza el mundo con sus brazos fríos y la actividad en el convento comienza a cobrar vida.
Deslizo mis pies con cuidado fuera de la cama angosta y fría, acostumbrándome a la sensación de las tablas de madera bajo mis pies descalzos. Mi habitación está sumida en una penumbra azulada, apenas iluminada por la luz débil de la luna que se filtra a través de la ventana pequeña.
Me doy una rápida ducha, y después, con movimientos automáticos, me visto con mi sencilla vestimenta de novicia, el hábito que me ha sido asignado desde que llegué a este lugar siendo apenas una adolescente. La tela áspera roza mi piel mientras ajusto la túnica y me anudo el cinturón con manos temblorosas. Es un ritual que he realizado tantas veces que se ha vuelto casi automático, pero cada mañana me recuerda mi condición, mi deber, mi destino.
Soy Amelia Hansen, duquesa de Dinamarca, hija del duque Oliver Hansen y de la princesa Astrid Larsen. Mis padres, junto con mi tío, el rey Arthur, perdieron la vida en un trágico accidente de avión cuando yo tenía cinco años. El avión real que los transportaba desde Dinamarca a Inglaterra para un evento importante se estrelló en el océano, por una falla en los motores. Desde entonces, mi vida ha estado marcada por la tragedia y el destino cruel.
Mi único consuelo en estos años de soledad y privación ha sido mi fe y mi educación en el convento, donde fui enviada por mi tía Sorine, la reina regente de Dinamarca. Desde que me recibieron las hermanas cuando yo tenía trece años, he sido instruida en la vida católica más rigurosa.
Hoy, a mis veintitrés años, en las paredes santas de este convento, siento la sombra de la desdicha y el anhelo de libertad. Cada día que pasa, mi corazón susurra el deseo de escapar de este lugar, de encontrar mi propio camino en el mundo y de reclamar mi lugar en la corte real que me corresponde por derecho.
Sí. Han sido diez años los que he durado encerrada en estas cuatro paredes. Ni una sola visita de mi familia política, ni la celebración de un cumpleaños..., nada. Solamente sé lo que sucede en el palacio real gracias a la radio.
Fue por medio de un locutor de radio que tuve que enterarme de que mi primo Alfred fue coronado como rey hace dos años, cuando cumplió los dieciocho.
Oh, mi querido Alfred. La última vez que lo vi, él estaba pequeño; era un hermoso niño rubio de ojos azules con una nariz respingada, muy parecido a mí. Crecimos juntos en los pasillos del palacio real. Él parecía quererme, pero lástima que sea hijo de una mujer tan malvada, ya que es muy probable que él resulte siendo igual de frío y cínico que ella.
Mientras me preparo para enfrentar otro día en esta vida de sacrificio y penitencia, una certeza se aferra a mi alma con la fuerza de una promesa: algún día, mi destino cambiará, y cuando llegue ese día, estaré lista para enfrentarlo con toda la fuerza y el coraje que un día fueron el sello de mi noble linaje.
Salgo de mi habitación, con los pasillos del convento extendiéndose ante mí, oscuros y silenciosos como tumbas olvidadas. La tenue luz de las bombillas titilantes apenas logra iluminar los muros desgastados y cubiertos de moho que me rodean, como si el tiempo mismo hubiera dejado su huella en cada piedra y cada grieta.
Mi tía no escatimó en enviar a la sobrina que más odia al convento más antiguo y descuidado de todos. Un lugar que ha sido abandonado incluso por el mismo clero, y donde las hermanas apenas sobreviven gracias a la caridad de los habitantes del pueblo. Aquí, entre estas paredes que parecen susurrar historias olvidadas y secretos oscuros, he pasado todos los años de mi adolescencia y lo que llevo de juventud, atrapada en una prisión de piedra y silencio.
Mientras camino por los pasillos sombríos, el eco de mis pasos se mezcla con el murmullo del viento que se cuela por las ventanas rotas. Me siento como una sombra errante en este mundo antiguo y olvidado, un fantasma que camina entre los recuerdos de un pasado que ya no existe.
Pero incluso en medio de esta desolación y abandono, encuentro consuelo en la presencia de las hermanas que me han acogido como una de las suyas. Aunque nuestras vidas están marcadas por la penitencia y el sacrificio, nos mantenemos unidas por la fe y la esperanza de un mañana mejor.
Mientras avanzo por los pasillos polvorientos, mis pensamientos se vuelven hacia el futuro incierto que me espera. A pesar de los obstáculos y las adversidades que enfrento en este lugar, mi corazón se aferra a la promesa de un destino más brillante, donde la libertad y la redención me esperan al final del camino.
Al llegar a la cocina del convento, un aroma reconfortante de pan recién horneado y especias frescas me envuelve, y sonrío al ver a las hermanas Fiona y Laisa, dos agradables mujeres cincuentonas que han sido como unas madres para mí. Se podría decir que ellas me criaron.
—Buenos días, hermanas —las saludo mientras busco mi delantal —. ¿Qué tenemos de menú para hoy?
Aquí, entre estas paredes desgastadas y humildes, las hermanas nos reunimos cada día para llevar a cabo la tarea sagrada de preparar las comidas para todo el convento. A pesar de los desafíos y las privaciones que enfrentamos en este lugar, siempre encontramos fuerzas para seguir adelante, guiadas por la fe y la devoción a Dios.
En el corazón de la cocina, nos reunimos un grupo de hermanas alrededor de la enorme mesa de madera, compartiendo historias y risas mientras preparamos el desayuno para todas nosotras. A pesar de las dificultades que enfrentamos cada día, hay un sentido de camaradería y solidaridad que nos une como una familia.
Desde que llegué al convento, aprender a cocinar se convirtió en una de mis mayores pasiones, una habilidad que me ha brindado consuelo y satisfacción en medio de la adversidad.
Mientras mezclo la masa para el pan con manos expertas, pienso en todo lo que he aprendido en este lugar sagrado. Aprender a leer la Biblia y hacer el rosario fueron los primeros pasos en mi viaje de fe, pero aprender a cocinar fue lo que encendió una chispa de alegría y creatividad en mi alma.
Cada día en la cocina del convento es un recordatorio de la gracia de Dios y la belleza de la vida, incluso en medio de las circunstancias más difíciles. A medida que el aroma del pan fresco llena el aire y el sol comienza a asomarse por las ventanas, siento una profunda sensación de gratitud y esperanza en mi corazón.
Porque aquí, en este lugar humilde y sagrado, he encontrado un hogar y una familia que me han dado fuerzas para enfrentar cualquier desafío que la vida pueda traer. Y mientras siga mi camino en este mundo, llevaré conmigo los recuerdos y las lecciones que he aprendido aquí, y nunca olvidaré el amor y la bondad que me han sido brindados por las hermanas del convento.
Después del desayuno, el día sigue su curso con la misma rutina sagrada y serena que marca nuestra vida en el convento. Nos reunimos en la capilla para los rezos de la mañana y la enseñanza bíblica, sumergiéndonos en las palabras sagradas con devoción y reverencia. Es un momento de tranquilidad y contemplación, un oasis de paz en medio del tumulto del mundo exterior.
Pero cuando la tarde llega, el convento se transforma en un lugar diferente, lleno de vida y actividad. Todas las hermanas tienen permiso de salir a pasear hasta las cinco de la tarde, una pequeña libertad que permite respirar el aire fresco y disfrutar de la belleza del mundo que nos rodea.
Sin embargo, yo no tengo ese privilegio. Por orden de la reina madre, tengo prohibido abandonar los terrenos del convento, una restricción impuesta para asegurar mi aislamiento del mundo exterior y mi sumisión a su voluntad.
Pero a pesar de las órdenes de mi tía, encuentro mi propio refugio en la tranquilidad de la biblioteca del convento. Aquí, entre las estanterías llenas de libros antiguos y polvorientos, paso horas estudiando y aprendiendo, buscando conocimiento y sabiduría que me ayuden a comprender el mundo que me rodea.
Y aunque no tengo acceso a los lujos y comodidades del mundo exterior, como por ejemplo un celular, tengo una ventana al mundo a través de la radio que ocupa un lugar prominente en la biblioteca. Es mi única conexión con el mundo fuera de los muros del convento, mi única fuente de noticias e información sobre los eventos que sacuden el mundo.
Así que cuando escucho la noticia de la muerte de la reina de Inglaterra en la radio, siento una corazonada, un presentimiento de que algo está a punto de cambiar. No sé qué significa esta noticia para mí o para el mundo en general, pero sé que es un presagio de que mi vida está a punto de dar un giro inesperado y definitivo.
Mis pensamientos se ven interrumpidos por el sonido inesperado de unos vehículos que se detienen frente al convento. Me asomo por la ventana y observo con sorpresa cómo hombres bien vestidos y elegantes salen de unas camionetas de alta gama, algo que es una rareza en este pueblo olvidado por el tiempo.
La intriga se apodera de mí cuando una de las monjas llama a la puerta de la biblioteca, anunciando que han venido a buscarme. Mis manos tiemblan ligeramente mientras me pongo mi abrigo y salgo con paso apresurado.
Al llegar a la entrada del convento, me encuentro con un hombre alto y distinguido que me mira con seriedad. Reconozco a Oskan, el mayordomo de la familia real. Era servidor fiel de mi madre, y su presencia solo confirma mis temores y sospechas.
—Duquesa —me saluda con una reverencia cortés —. La reina madre me ha enviado para llevarla de vuelta a casa.
Mi corazón late con fuerza en mi pecho mientras asimilo las palabras de Oskan. ¿Qué significa esto? ¿Por qué la reina madre ha decidido sacarme del convento ahora, después de todos estos años de aislamiento y abandono?
Sin embargo, no tengo tiempo para hacer preguntas. La mano del destino ha sido lanzada, y ahora debo enfrentar lo que venga con coraje y determinación.
Asiento con solemnidad ante Oskan y lo sigo hacia las camionetas que esperan fuera del convento, dejando atrás los muros de piedra y las sombras del pasado que han marcado mi vida hasta ahora.
Porque sé que mi destino me está llamando, y aunque no sé qué me espera al otro lado, estoy lista para enfrentar el desafío con la valentía de una verdadera duquesa.