De nuevo, aquel sueño. El mismo sueño, pero a la vez uno completamente diferente. Seguía estando consciente, y seguía despertando acostada en su cama, plantada en medio de un bosque por completo desconocido. Ésta vez, sin embargo, había varias diferencias. La primera la notó al levantarse, pues en cuanto sus pies tocaron el suelo, se dió cuenta de que éste estaba lleno a rebosar de flores hermosas, pero no de unas flores cualquiera, sino de un tipo con petalos delicados y violetas que, vistos con más detenimiento, se parecían muchísimo a los ojos de...
—Beatrice...Ven, Beatrice...
Cuando escuchó la voz de nuevo, de su mente desapareció todo interés por las plantas o cualquier otra cosa que no fuera la misión de descubrir de una vez y por todas los secretos que escondía aquel sueño tan recurrente y tan peculiar. Decidida como pocas veces, dejó atrás su cama y se internó, corriendo como una fiera veloz, en el bosque oscuro y desconocido, teniendo como única guía la voz que, aunque desconocida, la hacía vibrar por dentro de una forma bastante poderosa.
—Beatrice, ven Beatrice. Date prisa...
Cuando por fin detuvo su carrera, no fue porque hubiera encontrado su objetivo, sino porque una figura se atravesó abruptamente en su camino, cerrándole el paso y haciendo que se detuviera de golpe para no chocar. En cuanto tuvo oportunidad de fijarse mejor, se dió cuenta de que era la misma figura de la última vez, esa sin ton ni son que parecía hecha de sombras. Unas sombras que rápidamente fueron tomando forma hasta adoptar la apariencia de la última persona que Beatrice habría esperado ver en sus sueños.
—¿Madre?
—Has cometido un grave error, Beatrice, un error imperdonable—le dijo su madre, mirándola con unos ojos aún más fríos que en la realidad—. Quisiera no ser yo quien deba corregirlo, pero soy tu madre y es mi deber.
Profundamente confundida, Beatrice preguntó:
—¿De qué hablas, madre? ¿Cuál error?
—¿Cómo pudiste hacernos esto, Beatrice?—inquirió la mujer, al parecer sin escuchar o sin prestar atención a la pregunta de su hija—. ¿Cómo pudiste hacernos esto a mí...y a tu padre?
En cuanto su madre terminó de pronunciar la última letra de esa última palabra, apareció ante Beatrice la imagen más horrible que había tenido la desgracia de ver en su corta vida: Su padre, tirado como poca cosa sobre el suelo del bosque, con los ojos vacios de toda vida y un tono mortíferamente pálido en el rostro. Estaba muerto, y al contemplarlo, pese a saber muy bien que solo se trataba de un sueño terrible y oscuro, Beatrice sintió que una parte de ella misma moría justo en ese momento.
—¡Padre! ¡No, padre!
Por supuesto, intentó acercarse a él inmediatamente después de verlo. Sabía que con ello no podría cambiar nada de aquel panorama tan desfavorecedor, pero de igual forma quería intentarlo. Por desgracia, el sueño mismo pareció ponerse en su contra justo en aquel preciso instante, pues al igual que le había pasado antes, sus pies se soldaron al suelo y le impidieron moverse.
—¡Padre! ¡Padre, despierte!
Desesperada e impotente, Beatrice dejó de removerse y comenzó a gritar como enloquecida, pensando tal vez que con la fuerza de su dolor podría devolverle la vida al coronel.
—Basta ya, niña—la interrumpió su madre, la voz fría como hielo—. De nada sirve llorar sobre el agua derramada. El daño está hecho y no hay forma de repararlo.
Dispuesta a despotricar contra ella y su falta de sensibilidad ante aquella tragedia, Beatrice volvió a mirar a su madre, y fue entonces cuando se dio cuenta de que ésta sostenía entre sus brazos un bebé dormido, tan bien envuelto en unas mantas que perfectamente podía confundirse con cualquier otra cosa. No tenía Beatrice ni la más mínima idea de quién era aquella criatura, o qué papel jugaba en su pesadilla, más sin embargo no pudo negar que, con solo verla, se sintió poderosamente asediada por una urgencia terrible de tenerla en sus brazos, de protegerla, de salvarla.
—Dame a la criatura, madre—pidió, aún sin saber la verdadera razón de las palabras que salían de su boca—. Por favor madre, dámela.
—No seas ridícula, niña. No te lo voy a dar. Espero y lo hayas visto bien, porque ésta será la última vez que lo tengas cerca.
Cuando su madre se dió la vuelta y comenzó a alejarse, Beatrice sintió como si su corazón comenzara a romperse en un millón de minúsculos pedazos. Desesperada a más no poder, gritó, maldijo y suplicó cuánto le fue posible, pero el corazón de su madre, ese que había sido siempre frío y distante, parecía haber alcanzado por fin un nuevo hito, la epítome de la maldad y la indiferencia, pues en ningún momento se dió la vuelta o le dedicó a su hija alguna palabra más. Finalmente, ella desapareció, y fue entonces cuando Beatrice, aliviada, abrió los ojos y pasó a formar parte una vez más del mundo real.
—Señorita Beatrice, ¿se encuentra bien?
Al escuchar la voz, el primer instinto de Beatrice fue creer que, al igual que la última vez, se trataba de su madre, quien alertada por sus gritos se había acercado a su habitación para asegurarse de que estaba bien. Enfurecida y asustada al mismo tiempo, Beatrice se incorporó, dispuesta a enfrentarla, cuando terminó por darse cuenta que se trataba de Laura, y no de su madre.
—¿Señorita?—preguntó la criada, evidentemente sorprendida— ¿Se encuentra usted bien? ¿Quiere que llame a su padre o a alguien?
—No, no, tranquila, no hace falta. Yo estoy bien, solo fue...—a mitad de su respuesta, no obstante, Beatrice se dió cuenta de lo extraño de la situación, así que a último momento preguntó—: Más bien dime, ¿qué haces aquí a estas horas?
Ante la pregunta, Laura pareció olvidarse por completo de la extraña escena que acababa de presenciar. Luego de pedirle permiso con la mirada a Beatrice, penetró en la habitación y se acercó a los pies de la cama. Una vez ahí, con las manos retorciéndose una sobre otra como dos culebras nerviosas, dijo:
—Señorita Beatrice yo...yo tenía que venir a verla con urgencia.
—¿A ésta hora, Laura?—le preguntó Beatrice, cada vez más confundida con todo aquello—. ¿Qué es eso tan importante que te hace venir a mi recámara a estas horas?
—¿Recuerda usted la planta por la que me preguntó?
—Sí, la recuerdo, ¿qué pasa con ella?
—Estuve preguntando y... encontré a alguien que parece saber todo sobre ella.
—¿Lola? ¿La esclava que me dijiste?
—No, señorita Beatrice, no se trata de ella.
Ante la pregunta que de forma más que evidente se plantó en el rostro de Beatrice, Laura se apartó de ella y comenzó a hacer unas señas de lo más extrañas, todas en dirección a la puerta del dormitorio, y todas como si pretendiera atraer la atención de alguien más que estaba fuera de la vista. Cada vez más confundida con aquella escena tan surreal, Beatrice estaba a punto de preguntarle qué pasaba cuando, contra todo pronóstico, la persona a la que ella llamaba decidió entrar por fin. Cómo ya todo en aquel momento se había puesto de lo más extraño, Beatrice no habría pensado que pudiera serlo aún más. No obstante, de haberlo esperado, hubiera podido creer que el visitante pudiera ser cualquiera, todos, menos el esclavo de ojos extraños, aquel por el que, desde un principio, Beatrice había empezado a preguntar por la flor del corazón.