Apenas estaba Beatrice procesando toda la situación cuando la puerta de la casona se abrió de golpe, dándole paso a su padre, seguido por su madre y, cerrando la comitiva, la señorita López, quien de seguro ya estaba maquinando las reprimendas que le daría a su alumna en cuanto la tuviera a solas. Al pensar en ello, Beatrice temió el momento, pero en cuanto tuvo a sus padres frente a ella, se dió cuenta de que temía todavía más lo que pudiera pasar a continuación. No había pensado con claridad, y aunque el golpe de su madre todavía resonaba en más de una forma dentro de ella, terminó por caer en cuenta de que quizá había ido demasiado lejos con su reacción.
—¿Dónde estabas, hija?—le preguntó su padre, quien sin disimulo alguno la miraba desde todos los ángulos, seguro para cerciorarse de que estaba bien y no le había pasado nada—. Me tenías preocupado Beatrice, salir corriendo así, de esa forma tan...salvaje.
Ella estaba a punto de contestar cuando su madre, hecha una completa furia, le arrebató la oportunidad:
—¡Salvaje es una palabra que se queda corta para describir su penoso comportamiento!—exclamó la mujer, lanzándole dagas con los ojos—. Dejar sus modales de esa forma, ¿qué habría pensado alguien si la hubiera visto?
—Pues en primer lugar podrías haber evitado pegarle, mujer—replicó el coronel, poniéndose del lado de su adorada hija.
—¡¿Insinuas que toda ésta escena fue por mi culpa?!
—No lo insinúo, lo afirmo con rotundidad.
—¡Fue tu hija la que se comportó de forma bastante grosera y desagradable! Necesitaba ser reprendida de inmediato.
Durante un momento, pareció que el hombre iba a decir algo para seguir extendiendo la discusión con su mujer. No obstante, los segundos fueron pasando y el hombre permaneció sumido en el más absoluto silencio. Justo cuando ese mismo silencio, absoluto y denso, estaba por hacerse oficialmente demasiado largo, se volteó de golpe, señaló a la señorita López, y afirmó:
—De hecho, mi buena dama, creo que toda la culpa de esto la tiene usted y solo usted—le dijo.
—¿Yo, mi señor?—preguntó la institutriz, evidentemente sorprendida—. Usted me disculpará, pero no lo entiendo.
—¿Qué no se supone que es usted la encargada de enseñarle buenos modales a mi hija, de hacer que se siga comportando como la señorita que siempre ha sido?
—Por supuesto, por supuesto que sí, pero yo...
—Pues déjeme decirle que Beatrice nunca antes, con todas las institutrices y profesoras que ha tenido, se había comportado de una forma tan impropia. Algo deberá estar haciendo usted mal.
Cuando su padre se marchó con paso renqueante hacia el interior de la casa, Beatrice se dió cuenta de que el sentimiento dentro de sí había cambiado por completo. Ya no se sentía asustada ni preocupada, sino sorpresivamente feliz y emocionada, pues su padre, sin saberlo, acababa de obsequiarle algo realmente valioso: la forma perfecta de mantener a raya a la señorita López y evitar que siguiera comportándose de la forma en la que hasta el momento lo había hecho, todo gracias a la protección y la permisividad de la madre de Beatrice.
—¡¿Te das cuenta de lo que has hecho, niña malcriada e insensata?!—le espetó su madre, acercándose a ella de dos grandes y furiosas zancadas—. ¡No solo te llenas de insolencia y malos modales, sino que ahora pones también en juego el trabajo y la credibilidad de una mujer amable que lo único que quiere y ha querido siempre es ayudarte!
—No se preocupe, mi señora—afirmó la señorita López—. No tiene porqué molestarse en defenderme.
Justo cuando su madre estaba a punto de contestarle a la institutriz, Beatrice decidió arrebatarle la oportunidad de hacerlo. Después de todo, ¿de qué servía una ventaja como aquella si no se dignaba a utilizarla?
—Ella tiene razón, madre—dijo Beatrice, y ante la perpleja mirada de su madre, sonrió antes de añadir—. Hablas de una mujer amable que ha querido ayudarme, pero hasta ahora no la he conocido. Ahora, si me disculpas, voy adentro para tomar un baño.
Antes de que ninguna de las dos tuviera la más mínima oportunidad de decir nada en su contra, Beatrice sonrió la mar de contenta y, tal como había dicho, fue directo a tomar un baño relajante. Mientras lo hacía, no pudo evitar que su mente, ahora un poco más tranquila, volviera una y otra vez al breve intercambio que había tenido con el esclavo de ojos extraños, y eso sin contar el extraño suceso con la planta que, como por arte de magia, le había curado las pequeñas pero considerables heridas que se había hecho en su caída.
—¿Se encuentra bien, señorita Beatrice? La noto un poco extraña hoy, si me permite el comentario.
Laura parecía genuinamente preocupada, y aunque en un principio la intención de Beatrice era asegurarle que estaba bien y no pasaba nada, al final terminó preguntando:
—Laura, ¿tu sabes algo de plantas?
—¿De plantas, señorita?—preguntó la criada, confundida.
—Sí—respondió Beatrice—. Es que...bueno, yo quería saber si es que sabías algo de una planta llamada Flor del Corazón.
Laura se quedó en silencio durante tanto tiempo, que sin pretenderlo Beatrice comenzó a pensar que quizá sí sabía algo de la planta, y que podría sacarla de la duda. No obstante, no había siquiera terminado de germinar su esperanza cuando la criada respondió:
—No señorita, de eso no sé nada. La verdad es la primera vez que escucho una planta con ese nombre tan...peculiar.
Haciendo un esfuerzo enorme por ocultar su decepción, Beatrice sonrió como pudo y dijo:
—Bueno, no importa, no te preocupes. De igual forma no era nada importante.
Pero por supuesto que sí lo era, y fue justamente por eso que, durante todo el tiempo que duró el baño, Beatrice nuevamente no pudo dejar de pensar en la dichosa planta, y en la forma tan exageradamente fácil y rápida en la que había curado sus heridas. Al finalizar, salió de la tina con ayuda de Laura, y estaba justo a punto de despedirla para vestirse cuando, de improviso, ella le dijo:
—¿Sabe qué, señorita Beatrice? Puede que yo no sepa nada sobre esa planta tan extraña, pero creo que conozco a alguien que la puede sacar de la duda.
Interesadísima ahora sí en el presente, Beatrice se volteó hacia la criada y le preguntó:
—¿De verdad? ¿Quién es?
—Lola, una de las esclavas que a veces ayuda en la cocina, parece saber bastante sobre esas cosas. Ya sabe usted que algunos de ellos vienen de África y esos lugares lejanos, y en su cultura hay mucho de plantas y remedios. No es seguro que vaya a saber algo exacto, pero supongo que no perdemos nada con intentar. Ahora que lo pienso, hasta yo misma he quedado picada de la curiosidad con esa planta.
Emocionada a más no poder, Beatrice terminó de despedir a la criada con una sonrisa y un abrazo afectuoso que quizá estaba de más. Una vez sola, terminó de arreglarse y se metió a la cama, aunque dormirse le costó mucho más tiempo de lo normal, pues su cabeza iba de un lado al otro, creando teorías y sopesando hipótesis. Al final, se rindió al sueño por fin con solo dos cosas en su mente: Desvelar el misterio de la dichosa planta, y volver a ver al esclavo de ojos extraños para poder agradecerle lo que había hecho por ella.