Tan desesperada estaba Beatrice por escapar, que durante mucho rato fue por completo incapaz de pensar claramente en lo que había hecho, en lo que había dicho y lo que eso significaba. De cierta forma, una parte muy profunda de sí misma tenía muy en claro que en algún momento tendría que volver y enfrentarse a las consecuencias de sus actos, pero por el momento decidió no preocuparse por nada ni por nadie. La relación con su madre, desde que ella tuviera memoria, siempre había sido delicadamente tirante, pero con aquel golpe habían llegado a un punto de no retorno. Acababa de darse cuenta de que no quería a su madre, y que ésta no la quería de vuelta, y frente a eso no había nada que hacer.
Pronto, dejó la casona atrás, y una vez dentro de las plantaciones, no hizo sino aumentar la velocidad de su carrera, de su huida. Pasó, veloz como una flecha, a través de maizales, sembradíos de caña y otro montón de lugares, muchos de los cuales estaban llenos de esclavos, quienes no les dirigieron más que una rápida y curiosa mirada antes de volver a sus tareas; seguramente para ellos era de lo más extraño ver a una de sus amas en aquel comportamiento, pero la prioridad era seguir con sus tareas pese a todo, evitando que por cualquier descuido los acusaran de haraganes, de vagos, ganándose así una reprimenda que ninguno de ellos deseaba.
Sus zapatos, delicados como todo su atuendo y sin duda alguna confeccionados para una situación y un entorno muy diferente, cedieron después de un rato, dejando a Beatrice descalza y desamparada. Sin embargo, hubiera podido seguir corriendo de no haber sido porque, al poco tiempo de quedar con los pies desnudos, tropezó con una raíz sobresaliente que terminó por lanzarla con furia dentro de un pequeño grupo de árboles que estaban cerca; había llegado para aquel momento a la parte más recóndita de la hacienda, y ni cuenta se había dado de ello. De lo que sí que se percató, no obstante, fue de las ramas, piedras y escombros que lastimaban su cuerpo sin clemencia mientras rodaba hacia abajo por una pequeña pendiente, desgarrándose el vestido y tironeandose el cabello de una forma bastante dolorosa.
Cuando el destino pareció divertirse lo suficiente con ella, Beatrice vio el final de su martirio al chocar contra el tronco de un árbol joven que detuvo su caída. Aturdida, sin aire en los pulmones y por completo desorientada, se puso en pie con mucho trabajo, y luego de quitarse de los brazos infinidad de ramas y pequeñas piedritas, se detuvo a mirar el lugar al qué había llegado. Su cabeza estaba dando vueltas, y quizá por los golpes que se había dado, no podía pensar con mucha claridad, pero aún así fue capaz de darse cuenta que, además de ser desconocido, aquel lugar estaba bastante más lejos de lo que ella nunca habría pensado llegar. La simple idea de no tener cómo regresar a la casona, la aterraba de mil y un formas diferentes.
—Mi ama está herida.
Cuando escuchó la voz detrás de ella, Beatrice fue víctima de tal sobresalto que durante un breve instante incluso pensó que acabaría muriendo de un infarto. Con los nervios de punta, se dió la vuelta para encontrarse frente a frente nada menos que con el mismo esclavo con el que se había visto en su llegada a la hacienda. Alto, muy moreno y con esos ojos tan extraños y hermosos al mismo tiempo, el esclavo se encontraba de pie, muy inmóvil, a un par de pasos de ella, como si la sola presencia de Beatrice fuera suficiente para dejarlo petrificado. Iba, como la gran mayoría de los esclavos, sin ningún tipo de calzado, con el torso desnudo y cubierto de sudor, usando como única prenda un miserable pantalón raído e increíblemente sucio. A pesar de todo, lo que más seguía destacando en él eran sus ojos.
—Mi ama está herida—repitió el esclavo, sin dejar de mirar a Beatrice de aquella forma tan profunda y tan... íntima—. Mi ama está herida, permítame ayudarla...
Cuando él hizo amago de acercarse, Beatrice no pudo evitar que sus instintos más primarios la llevasen a echarse hacia atrás de forma abrupta, no porque pensara que el esclavo pudiera hacerle algún daño, sino porque era demasiada tensión la que nadaba entre ellos, como para que encima decidiera añadirle más acortando la distancia más que prudente que los separaba. No obstante, al mirarse un poco a sí misma y ver el reguero de cortes, laceraciones y rasguños que se había hecho durante su caída, comprendió el porqué de la preocupación del hombre.
—Estoy bien—le dijo, sintiéndose culpable por la forma lenta y pausada en la que sin querer le había hablado, pues que fuese esclavo no significaba que no pudiera entenderla—Estoy bien—repitió, ahora de forma mucho más normal, y no tan parecida a su madre—. Son solo...son solo rasguños, nada grave.
—Mi ama está herida—repitió el esclavo, justo antes de dar media vuelta y desaparecer entre un matorral tupido que se lo tragó entero.
Al hallarse sola en un lugar como aquel, en un estado como el suyo, Beatrice no supo qué hacer a continuación. Sin embargo, tampoco tuvo mucho tiempo para pensarlo, pues apenas un par de segundos después el esclavo volvió con ella, llevando consigo un puñado de delicados pétalos de un azul casi morado, igual que sus ojos.
—Esto la ayudará—le dijo, extendiendo la mano hacia ella para que pudiera ver lo que llevaba—. Permítame ayudarla, mi ama.
Como Beatrice no dijo nada, el esclavo tomó su silencio como una invitación, por lo que se acercó a ella lentamente, como quien intenta aproximarse a un animal salvaje, herido y por lo tanto sumamente peligroso. Ante los ojos de Beatrice (que no tenía ni la menor idea de cómo sentirse en aquella situación) el esclavo aplastó los pétalos hasta convertirlos en una especie de masa jugosa e informe, que fue pasando lentamente y con extrema delicadeza por cada una de las heridas de Beatrice. Cuando finalizó, tiró la pomada al suelo y afirmó:
—Eso ayudará a mi ama. Flor del corazón siempre ayuda.
—Gra...
—¡Señorita Beatrice! ¡¿Dónde está, señorita Beatrice?!
Cuando escuchó las voces acercándose, la expresión del esclavo se desencajó de una forma casi dolorosa. Seguramente pensando que lo acusarían de algo si lo encontraban en aquellas circunstancias con su ama, le echó una última mirada a Beatrice antes de darse media vuelta y alejarse corriendo por el mismo camino que había tomado para buscar los pétalos. Ésta vez, por su puesto, no regresó, por lo que Beatrice se quedó mirando el lugar por el que había desaparecido solo un momento más, para luego armarse de valor y salir al encuentro de quienes la buscaban, que resultaron ser el encargado de la hacienda y uno de los criados, ambos a caballo y seguramente enviados con urgencia por el coronel.
—Señorita Beatrice, ¿cómo se encuentra?—le preguntó el encargado de la hacienda, mientras su compañero no hacía más nada que mirarla con pasmo y algo de alivio—. Su padre está muy preocupado por usted, por eso le ruego que venga con nosotros.
Por su puesto, Beatrice podría haberse negado, con la única intención de hacer sentir su ausencia y molestar todavía más a su madre. No obstante, sabía que con aquello solo lograría que los dos hombres que tenía en frente, ambos inocentes, fueran reprendidos por no haber cumplido con su misión de llevarla de vuelta a la casona. Resignada, y todavía sin poder quitarse de la cabeza su breve e hipnótico encuentro con el esclavo, se subió al caballo del criado y les indicó que partieran. Todo el camino la paso perdida en las nubes, pero cuando llegaron por fin y le tocó bajarse del animal, notó algo que le heló la sangre de la sorpresa. Y es que ahí, dónde antes habían estado numerosos cortes y rasguños sangrantes y profundos, ahí mismo donde el esclavo había pasado su improvisada pomada, no había nada más que una piel sana, brillante y sin ninguna imperfección.