OCHO

1436 Words
—Eh...¿querida? Al oír la voz de la madre de Beatrice, la señora Winter se volteó hacia ella con la sempiterna sonrisa con la que los había recibido desde el principio. Sin embargo, al ver la expresión que imperaba en el rostro de la otra mujer, debió imaginarse que algo terrible sucedía, pues le preguntó: —Santo Dios, ¿te encuentras bien? Te has puesto terriblemente pálida de un momento a otro. —Bueno, lamento decirlo, pero no podría ser de otra forma—ya sin reparo alguno, la madre de Beatrice señaló a las dos esclavas, y luego preguntó—. ¿Cómo permites que éstas dos...cosas, se acerquen tanto a la comida? ¿Acaso no te da asco? Sorpresa era lo único que se podía leer en el rostro de la anfitriona, quien parecía querer estar en cualquier lugar menos en aquel. Luego de aquello, se extendió sobre el grupo un silencio pesado y de lo más incómodo, que solo fue roto cuando la señora Winter, únicamente para complacer a su invitada, despidió apresuradamente a sus dos esclavas, quienes escaparon de la escena como dos animalillos asustados, seguramente temiendo que se les reprendiera únicamente por estar donde se les había ordenado, haciendo lo que debían. —Mil disculpas, de verdad—pidió la señora Winter, una vez el momento hubo pasado—. No tenía ni idea de que la presencia de mis esclavos pudiese ser de tu molestia. Hasta donde yo sabía, en esta región tienden a asignarles las tareas de los criados para ahorrar así un poco de dinero. —La verdad no me he permito conocer lo suficiente de esta región como para haberlo sabido de ante mano—respondió la madre de Beatrice—. Sin embargo, si de verdad es tal la situación, me agrada bastante ver que estás abierta a correcciones. Mientras las dos mujeres se explayaban cómodamente en su conversación, Beatrice se concentró en su irracional deseo de que la tierra se abriera de pronto y se la tragase. Pese a que no conocía muy profundamente a su madre, había estado tan segura de su reacción que no podía evitar sentirse sorprendida y en cierta medida defraudada. Había creído que su madre, queriendo anteponer su educación y la apariencia ante todo, se mordería la lengua antes que atreverse a decir aunque fuera la más mínima de las críticas sobre el modo de vida de sus vecinos. No obstante, acababa de comprobar lo equivocada que estaba, y además, ahora debía enfrentarse también a la vergüenza que le causaba la inesperada falta de modales de la mujer. —Tal parece que es una mujer sumamente autoritaria, ¿no es cierto? Ocupando ya su asiento, perdida en sus propias elucubraciones y sin prestar atención a nada de lo que sucedía entorno a ella, Beatrice se sorprendió al escuchar la voz que llegaba hasta sus oídos. En un principio creyó que no era ella a quien le hablaba, pero cuando levantó el rostro y se encontró de frente con la mirada de Jhon, el hijo de los Winter, descubrió que, después de todo, sí que era ella el destino de sus palabras. —Disculpe, ¿cómo ha dicho? —Su madre—respondió el muchacho, señalando con un gesto de la cabeza a la madre de Beatrice—. Desde aquí parece una mujer sumamente autoritaria, de cuidado. Avergonzada hasta niveles alarmantes, Beatrice intentó inútilmente arreglar la situación antes de que tuviera oportunidad de empeorar: —Usted disculpará, pero mi madre... —No se preocupe por eso—la interrumpió Jhon, sonriente—. Siempre he creído que los padres, además de cuidarnos y criarnos, también tienen la obligación de hacernos pasar vergüenza cada tanto. Para sorpresa de ella misma, Beatrice se encontró riendo con bastantes ganas la pequeña broma del muchacho, quien a su vez parecía bastante divertido con lo que acababa de decir. No obstante, y pese a que en todo momento se habían esforzado por hablar por lo bajo, terminaron atrayendo sobre ellos la atención de alguien más. Cormac, el chico pelirrojo que antes había mirado mal a Beatrice, la miró de nuevo de la misma forma antes de redirigir toda su atención a Jhon y decir: —Vergüenza te debería dar a ti, Jhon, andar secreteando en una mesa donde hay más personas, como si fueras un niño pequeño sin modales. Todavía sin mermar ni un poco su sonrisa, Jhon agitó su mano para desestimar con ello las palabras del otro. Además de eso, dijo también: —Relájate un poco Cormac, que no es para tanto. Solo estábamos hablando y ya, nada más. El otro muchacho, Cormac, estaba a punto de hablar de nuevo cuando fue inesperadamente interrumpido por Danielle, la hermana de Jhon. —¿Se puede saber qué tanto hablan ustedes tres?—preguntó, y luego, con una sonrisa aún más grande que antes, añadió—: Y más importante aún, ¿se puede saber por qué no me han incluido? —Los chismes no son para una Dama, hermanita—le dijo Jhon, abruptamente muy serio y formal—. Te ruego que recuerdes tus modales, o de lo contrario Cormac terminará explotando de la rabia. Cuando los dos hermanos empezaron a reír su broma, a Beatrice se le hizo prácticamente imposible no unirse a ellos. Por desgracia, no tuvo mucho tiempo para hacerlo, pues cuando se dió cuenta de que ella también se reía, Cormac le dedicó la mirada más fría, envenenada y molesta posible, silenciando así de un solo tajo cualquier rastro de buen humor que hubiera quedado en ella. El resto de la velada pasó sin mayor sobresalto. Luego de comer y conversar por bastante rato, la señora Winter y la madre de Beatrice se levantaron y condujeron al grupo por toda la casa y gran parte de la hacienda, comentando esto y aquello de la decoración y el mobiliario mientras el Coronel Montés y el señor Winter hablaban sobre la experiencia que cada uno había tenido en el ejército de dos países tan diferentes. Los chicos, por otra parte, parecían cada uno sumamente concentrado en sus cosas. Jhon y su hermana Danielle reían y conversaban animadamente, mientras que Cormac, que permaneció callado durante todo momento, no paraba de lanzarle miradas envenenadas a Beatrice cada que tenía la oportunidad, por lo que la chica se sintió realmente afortunada cuando llegó la hora de regresar a su hacienda. —Qué personas tan agradables nuestros vecinos—comentó su padre poco después, cuando ya estaban todos de vuelta en el carruaje de regreso a la milagrosa. Antes incluso de que el hombre hubiera terminado de hablar, su mujer estaba haciendo todo tipo de caras. —Pues yo no diría lo mismo, sinceramente—replicó, en cuanto se supo dueña de toda la atención—. No tienen mal gusto en decoración, y sus hijos parecen educados...pero esa tendencia a mantener tan cerca a esos esclavos sucios y repugnantes...es simplemente demasiado para mí. Desagradable en grado sumo. Incapaz de contenerse ante un comentario como aquel, Beatrice tomó el turno de su padre para hablar y comentó: —Pues creo que ellos también se han dado cuenta de lo que piensas, madre. No fuiste precisamente sutil. —Me importa muy poco lo que ese tipo de personas pueda pensar sobre mí, la verdad—replicó la mujer, aparentemente indiferente—. Y te agradecería que no me hables de esa forma, Beatrice, recuerda que soy tu madre. —Pues nunca antes me había avergonzado tanto de que lo fueras como hoy. Justo después de que la última palabra saliera de su boca, el tiempo y el ambiente del carruaje se enrarecieron de inmediato, de una forma tan poderosa que a todos les puso los pelos de punta. El coronel y la señorita López quedaron mudos, y Beatrice solo comprendió cuán grave había sido su falta cuando sintió la bofetada que, rápida como un rayo, su madre le asestó. —¡Retráctate ahora mismo, niña insolente! Fue una suerte que para aquel entonces ya hubieran llegado a su destino, porque Beatrice se sentía tan dolida y molesta que ni siquiera se detuvo a pensar lo que hacía. Con los ojos inundados en lágrimas, abrió la puerta del carruaje y se lanzó fuera. Con los gritos de su padre detrás de ella, se puso en pie como pudo, tomó sus faldas y echó a correr sin importarle nada. No sabía a dónde iba, y tampoco le hacía falta, pues en aquel momento solo tenía en mente una sola cosa: alejarse cuánto pudiera de su madre.
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