En circunstancias normales su madre habría gritado y enloquecido en el acto, pero tal parecía que la impresión, junto con el ambiente ajeno, se habían conjugado para dejarla muda. El silencio se extendió de una forma increíble, y fue tal la tensión que empezó a moldearse dentro de aquel espacio tan reducido, que la misma Beatrice se vio en la obligación de intervenir.
—¿Madre, qué sucede?—le preguntó.
—Es...es horrendo—susurró la mujer en respuesta, todavía con la mirada irremediablemente fija en lo que había más allá de la ventana—. ¿Cómo...como pueden dejar que esos negros anden por ahí tan campantes, como si fuera algo normal?
—Resulta que aquí sí es algo normal, querida mía —respondió el coronel, echando también un rápido vistazo al exterior—. Muchas veces te he dicho ya que los esclavos podrían cumplir muchas más tareas en la hacienda, y que ese dinero podría...
Pero antes de que el padre de Beatrice pudiera terminar de hablar, su madre ya lo estaba interrumpiendo:
—¡El cielo me libre de permitir que en mi casa se adopten costumbres tan...desagradables!
Exasperado ya de las idas y venidas de su mujer, el coronel replicó:
—Pues resulta que ésta no es tu casa, querida. Somos invitados, y por lo tanto debemos comportarnos con la mayor discreción pese a lo que podamos pensar. Eso, claro, a menos que queramos quedar como unos maleducados.
Justo en ese momento, como si por cosas del destino les hubiera llegado una salida de aquella discusión, se plantó frente al carruaje uno de los criados de la hacienda vecina, quien, por suerte para la madre de Beatrice, resultó ser blanco. Luego de que todos se hubieran bajado por fin del carruaje, Beatrice se permitió a sí misma una rápida mirada al lugar donde, parados en la puerta de entrada a la casona, descubrió a los que debían de ser sus anfitriones en aquella velada.
Primero, se fijó en la que debía de ser la madre, una mujer alta, delgada e imponente que incluso desde aquella distancia irradiaba poder, clase y elegancia. Iba vestida con un traje de lo más bello, a leguas confeccionado con telas de la mejor calidad, de esas que no se encontraban fácilmente. Rubia y de unos ojos azules que parecían refulgir, estaba de pie al lado de un hombre corpulento y de cierta forma intimidante, con el cabello cortado al raz y una barba perfectamente arreglada. Los tres jóvenes, eran otra cosa. La señorita y su hermano eran prácticamente gemelos, pues ambos tenían los ojos y el cabello de su madre, y las facciones definidas de su padre. El tercer muchacho que le había mencionado Laura, resultó ser un joven pelirrojo con el rostro en forma de corazón, sorprendentemente blanco y cubierto de muchas pecas.
—Bueno, al menos nuestros anfitriones sí que son agradables a la vista—comentó la madre de Beatrice, mientras todos, en grupo, avanzaban hacia el frente.
—¡Bienvenidos! ¡Bienvenidos!
El primero que salió a su encuentro, naturalmente, fue el padre de la familia, el hombre de la casa y dueño de aquel territorio. Seguido muy de cerca por su mujer, el señor Winter se acercó hasta el padre de Beatrice y le ofreció un fuerte apretón de manos al que éste correspondió sin dudarlo. Tal parecía que, con aquel brevísimo intercambio, el padre de Beatrice acababa de decidir que su nuevo vecino era merecedor de su agrado.
—Muchas gracias por aceptar nuestra invitación—dijo la señora Winter, quien, al igual que su marido, tenía un acento de lo más marcado. Era evidente que, pese a lo bien que se les daba, el español no era ni de lejos su lengua materna.
—Al contrario, gracias a ustedes por extenderla—respondió la madre de Beatrice—. Ha sido un honor para nosotros acudir hasta acá como sus invitados.
La señora Winter, sonriente de una forma casi empalagosa, hizo seña a los tres chicos que había dejado atrás para que se acercaran, y una vez lo hubieron hecho, dijo:
—Permítanme presentarles, por favor, a nuestros hijos. Este es Jhon, nuestro hijo mayor—y señaló al joven, quien luego de darle un rápido repaso a Beatrice, sonrió para todos—. Ella es Danielle, su hermana—señaló a la chica, quien siguió el mismo protocolo minucioso y perfectamente ensayado de su hermano—. Y él es Cormac, un primo de Brandon, mi marido, quien quedó a nuestro cargo luego de quedar lamentablemente huérfano.
En aquella ocasión, Beatrice decidió tomar la iniciativa, pues aquellos extranjeros estaban siendo tan amables con ellos, que se sintió lo suficientemente cómoda como para liberarse un poco de sus propios reparos y vergüenzas. Sin embargo, apenas y había terminado de componer una tímida sonrisa cuando esta se vio rudamente aplastada por la mala cara que el muchacho, Cormac, le dedicó sin disimulo alguno. De la forma más descarada posible la miró de arriba abajo, no solo negándose a corresponder a su saludo, sino dedicándole de paso la mirada más fría, penetrante y cargada de odio y mal intención a la que Beatrice había tenido que enfrentarse en toda su vida. Fue tan fuerte, de hecho, que incluso pudo sentir cómo se le erizaban como escarpias todos los vellos del cuerpo.
—Bueno, vamos adentro. Adelante, adelante. Hemos preparado para ustedes un banquete que odiaría ver frío y desperdiciado por nuestra demora.
La voz de la señora Winter, a falta de una expresión mejor, fungió en aquel preciso momento como la ruptura misma de un hechizo, o más bien de una maldición, liberando a Beatrice de aquellos penetrantes ojos que la miraban con tanto desprecio, y devolviéndola a la realidad de una forma dura pero que de cierta forma también era bienvenida dadas las circunstancias.
En su interior, la casa de los Winter guardaba tales maravillas que, durante un breve instante, Beatrice terminó por olvidarse del pequeño e incómodo momento que había vivido con el primo de los Winter, a quien no conocía y quién, a pesar de ello, parecía haber decidido odiarla sin más desde el minuto uno. Pese a que era más pequeña que la suya, la vivienda de los Winter estaba decorada con un gusto demasiado exótico, bueno y relevante, como si de forma intencional hubieran decidido hacerlo de aquella manera, no solo para dejar bien marcada la buena clase que a leguas de distancia se veía que los definía, sino también como para resaltar aún más su procedencia, su estatus de extranjeros, de ajenos y dueños de una tierra y una cultura diferente y puede que hasta mejor.
—No sé si habrán sido cosas de mi, pero me ha parecido que últimamente estaba haciendo aquí calor, mucho—comentó la señora Winter, mientras, apoderada ya de la situación, los conducía a todos los demás—. Es por eso que decidí mudar la mesa para...para...
—Jardín, madre—intervino Jhon, su hijo.
—¡Eso, eso! El jardín. Disculparán ustedes mi español, es que no se me da muy bien y bueno, a veces tiendo a cometer errores lamentables como olvidar una palabra básica en un momento crucial.
Para la sorpresa de Beatrice, fue su madre quien salió en inmediata defensa de aquella agradable y parlanchina mujer:
—Ay querida, no te desgastes en disculpas porque no vienen al caso. Para ser alguien que dice no dominar el idioma, lo haces muy bien.
El resto del camino, que tampoco era demasiado largo, las dos mujeres no pararon de lanzarse sonrisas y comentarios halagadores que, sí bien es cierto eran de lo más cordiales, no dejaban muy en claro a Beatrice si habrían de llevarse bien o no. No obstante, cuando salieron finalmente al jardín (un lugar amplio, bellísimo, con estanques, arbustos y arriates cuidados y hermosos) y vieron que entorno a la mesa de la comida se hallaban nada menos que dos esclavas preparándolo todo, se le olvidó cualquier otro detalle de golpe. Expectante, se dió la vuelta poco a poco, y al mirar a su madre, descubrió en ella justamente la expresión que había estado esperando.