DIECISIETE

1429 Words
Cuando salió al exterior, cuidando de no hacer ningún ruido que pudiera delatarla, fue repentinamente golpeada por una ráfaga de aire frío que, de tan fuerte, a punto estuvo de hacerla cambiar de parecer y volver, corriendo, a la comodidad y la seguridad que en aquellos momentos solo su habitación podía brindarle. Sin embargo, cuando miró los pétalos y una vez más se dió cuenta de la magia que impregnaba todo aquel escenario, las dudas desaparecieron de su mente. Mucho más decidida que antes, se abrazó a sí misma para protegerse un poco del frío, y continuó su camino con paso firme. No llevaba mucho tiempo viviendo en la hacienda de su padre, pero sí lo suficiente como para, al menos, saber reconocer a primera vista uno que otro rincón de ella. Por eso fue que, en cuanto se fijó mejor en la ruta que los pétalos le marcaban, pudo adivinar sin demasiado esfuerzo a dónde terminarían llevándola al final del recorrido. Sobre ella, el cielo era un manto oscuro salpicado de estrellas que, como plateados centinelas, la acompañaban y cuidaban a cada paso. Probablemente era un absurdo pensar en algo tan romántico como aquello, pero dado el nivel de peligro de aquella empresa, de alguna forma tenía que conseguir calmar sus nervios. Cuando llegó a la pendiente por la que había caído la última vez, fue testigo, una vez más, de la magia que la había llevado hasta aquel lugar. Los pétalos, luego de formar un circulo perfecto por delante de ella, al parecer queriendo indicarle que aquel era su destino, se quedaron flotando solo un par de segundos antes de marchitar de golpe y caer al suelo reducidos a nada. Beatrice estaba a punto de lamentarse cuando, para su sorpresa, descubrió que habían crecido un par de hermosas flores ahí donde los pétalos habían caído. Después de unos instantes admirando las plantas que acababan de crecer justo frente a sus ojos, Beatrice se dió cuenta de que ya no le quedaban excusas para seguir retrasando lo inevitable, así que se armó de valor y se decidió a continuar el último tramo de su camino. Cómo la última vez se había llevado unos cuantos golpes considerablemente fuertes, se aseguró de bajar con bastante cuidado la pequeña pendiente, pues no queria volver a repetir la escena. Una vez estuvo segura de tener suelo firme bajo sus pies, dió una vuelta sobre sí misma para tratar de ubicarse y descubrir dónde estaba el esclavo, pero no lo encontró sino cuando terminó de girar y se dió cuenta de que, de un momento a otro, este había aparecido justo frente a ella. —Mi ama ha venido a verme—dijo el esclavo, mirándola de esa forma en la que sólo él sabia hacerlo. Una vez superada la sorpresa inicial, Beatrice se obligó a calmarse antes de poder hablar: —Buenas noches—fue lo primero que se le ocurrió decir. Luego, cuando se dió cuenta de que estaba siendo demasiado formal, agregó—:Yo vine porque...bueno, tenía muchas preguntas que me estaban comiendo la cabeza. —A mí me estaban comiendo las ganas de volver a ver a mi ama. Era más que evidente que aquellas eran unas palabras sinceras, salidas directamente del recoveco más profundo del corazón. Por ello, Beatrice se sintió tocada de una forma cercana e íntima. Nadie nunca le había hablado de aquella forma, con tal delicadeza, con tanto esmero y admiración, y mucho menos había sido jamás mirada con tanta adoración, de una forma tan fija y personal. Tal vez por ello mismo fue que ambos permanecieron en silencio durante tanto tiempo, pues cuando los ojos hablan de forma tan clara, cualquier palabra dicha solo porque sí sale sobrando de inmediato. —¿Y bien?—inquirió Beatrice después de un momento, no porque sintiera incómodo el silencio que se había hecho tan largo, sino porque temía, de cierta forma, lo que podía pasar si seguían mirándose de esa forma durante más tiempo—. Me prometió resolver todas las dudas que pudiera tener, y aquí estoy. —¿Ha guardado mi ama el secreto que le pedí que guardara?—preguntó el esclavo. —Sí, por su puesto que sí. No he hablado con nadie sobre...sobre su planta. De pronto, y por alguna razón, ante las palabras de Beatrice la expresión del esclavo cambió drásticamente. Pasó de estar sereno y embobado con la visión que tenía en frente, a mostrarse asombrado. Abrió los ojos como platos, y su boca, delineada por unos labios prominentes y perfectamente moldeados, se congeló en una mueca que, en cualquier otro contexto, habría resultado hasta cómica. —No,no, discúlpeme que se lo diga, pero mi ama se equivoca—dijo—. La flor del corazón no es mía. La flor no es de nadie; es un regalo de los altos para todos, para compartir. —¿Los altos? ¿A qué se refiere con eso? —No a qué, mi ama, sino a quién. Ellos son los altos. Cuando el esclavo señaló hacia arriba, Beatrice alzó el rostro esperando ver algo extraordinario, o cuando menos tan asombroso como el fenómeno con los pétalos que la había llevado hasta aquel lugar. No obstante, solo se encontró con el mismo cielo estrellado que la había acompañado hasta ahí. Sin modificar su pose ni dejar de mirar hacia arriba, replicó: —No entiendo a qué se refiere. No veo nada especial, solo...solo es el cielo nocturno. —Mi ama está viendo con los ojos. Para conocer a los altos, necesita mirar con el corazón. Aún sin saber exactamente a qué se refería con eso, Beatrice cerró los ojos y decidió hacer caso a lo que el esclavo le debía. Respiró profundo, trató de dejar su mente en blanco, y entonces abrió lo ojos. Solo así, fue capaz de ver a lo que él se refería. Y es que las estrellas ya no eran solo estrellas, sino puntos luminosos de colores que se movían de un lado al otro, formando letras, rostros y otro montón de formas que no entendía pero que de igual forma resonaban con ella. —¿Qué son exactamente?—preguntó Beatrice, volviendo a mirar al esclavo. —Para mi pueblo lo son todo. Son el comienzo y el fin. Su gente los llamaría Dioses. —¿Y por qué nunca antes los ví? Varias veces antes miré el cielo y nunca noté...nunca los noté. —Es por la flor del corazón, mi ama. Ella abre tus ojos, tu alma y tus sentidos a todo lo nuevo y maravilloso que te rodea. De nuevo, ahí estaba esa planta, esa flor, siempre resaltando cuando algo mínimamente mágico o fuera de lo común pasaba en la vida de Beatrice. Primero, había sido capaz de curarle las heridas en un tiempo ridículamente corto, luego la había guiado hasta el esclavo, y ahora le mostraba cosas que siempre habían estado ahí, pero que ella nunca había visto vaya a saber Dios por qué. Entonces, si tan especial y poderosa era esa flor, ¿por qué nadie más la conocía? ¿Por qué no la utilizaban los esclavos para, tal vez, ser libres o imponerse sobre sus amos? —Yo le prometí a mi ama que le iba a contar todo lo que quisiera saber sobre la flor del corazón, y lo voy a hacer—dijo el esclavo—. Pero primero necesito saber que mi ama confía lo suficiente en mí como para venir conmigo. Cuando el esclavo extendió la mano hacia ella, por la mente de Beatrice pasaron mil y un escenarios en tan solo un par de míseros segundos. Así mismo, se sintió asediada por dudas y preguntas, pero solo por un momento, pues una fuerza invisible, que parecía venir muy del fondo de su ser, la empujó a tomar la mano del esclavo, demostrado así que, aunque ella no se hubiera dado cuenta todavía, confiaba plenamente en aquel hombre que, irónicamente, era para ella todo un extraño. En cuanto su piel entró en contacto con la de él, sintió un cosquilleo poderoso e insistente que comenzó en la boca de su estómago, pero que luego empezó a extenderse rápidamente por todo su cuerpo. Su mano, delicada y blanca, contrastaba enormemente con la de él, negra y llena de callos e imperfecciones por el duro trabajo que durante toda su vida se había visto obligado a desempeñar. Aun así, aquello no le importó, pues sonrió con total naturalidad y dejó que el esclavo la llevara allá donde quisiera.
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