—¡Hakim, suelta a la señorita ahora mismo!
La voz del hombre blanco restalló como un látigo en medio del silencio que de pronto se había instalado en el lugar, aunque no fue nada comparado al sonido que hizo el látigo de verdad cuando fue a estrellarse contra la espalda del esclavo, que de pronto había decidido desobedecer a su amo. Dos golpes más tarde, Hakim seguía sin soltar a Beatrice.
—Él va a morir a manos de quién te ama con todo su ser, y todo será muerte y dolor. Pero no lo podrás ver a menos que logres iluminar a tiempo tu ojo interior, ese que habita en tí calladamente, mostrándote retazos de un futuro que podría ser más claro si le das la oportunidad de ser.
—¡Ya basta, necio!
Tal vez porque aquel nuevo golpe fue mucho más fuerte que los anteriores, o porque ya había terminado de decir todo lo que tenía dentro, cuando el látigo golpeó su espalda por cuarta vez, el esclavo finalmente soltó a Beatrice, y como un animal herido, se puso a chillar y a retorcerse por los golpes. Aterrada como pocas veces antes lo había estado, Beatrice dió media vuelta y echó a correr, desesperada, queriendo escapar no solo de aquel esclavo, sino también de todo lo que le había dicho, unas palabras que habían resonado de una forma demasiado profunda en ella, haciéndole recordar el terrible sueño que había tenido.
¿Y si aquella terrible pesadilla se hacía verdad? ¿Y si lo que aquel esclavo vidente le había dicho era que, tal cómo en su sueño, acabaría matando a su querido padre? Si algo tan terrible como eso llegara a pasar, Beatrice simplemente no podría soportarlo. Si ver una escena como aquella en su sueño había sido de lo más terrible, no quería ni imaginarse lo que sería vivirla en carne y hueso.
—¡Beatrice! ¡Espérame, Beatrice!
Poco antes de llegar al lugar donde habían dejado el carruaje, Beatrice se detuvo para darse la vuelta y ver cómo, detrás de ella y sin ningún decoro, Danielle corría desesperada por alcanzarla a tiempo. Cuando lo hizo, se tomó un tiempo para recuperar el aliento, y luego de eso le dijo:
—Yo...ni siquiera sé qué es lo que pasó ahí, pero lo siento, lo siento muchísimo. Hakim nunca se había comportado de esa forma.
—Nada de eso fue tu culpa, no debes preocuparte—le aseguró Beatrice—. De todas formas...no creo en nada de lo que ese hombre me dijo.
Amarga cómo veneno, la mentira le escoció en la boca durante un buen rato, aunque Beatrice se obligó a soportar la sensación con una gallardía digna de admirar. Tal vez, se dijo a sí misma, si se empeñaba en creer que nada de aquello había pasado, que no le importaba y no le había asustado, terminaría haciéndose una realidad.
—Aun así, quiero ofrecerte mis más sinceras disculpas—insistió Danielle, evidentemente apenada con el mal rato que habían pasado—. Fui yo quien te trajo hasta aquí, y es por eso que quiero y voy a recompensarte.
—No, Danielle, en realidad no hace falta que te...
—No te escucho, no te escucho nada...
Fingiendo una sordera de lo más divertida, Danielle se acercó al carruaje, y una vez Beatrice la hubo acompañado, se encargó de despertar a su chaperona y decirle la mentira que siempre le decía para cubrir sus verdaderas y cuestionables aventuras. Una vez que la anciana estuvo convencida de que saldrían del carruaje por primera vez, Danielle compró únicamente un par de vestidos y algunas joyas que regaló a Beatrice, a pesar de la oposición de ésta, como una forma de compensarle por el mal rato que, sin querer, le había hecho pasar al llevarla con el esclavo vidente.
Cuando ya iban llegando de regreso a la hacienda del padre de Beatrice, la milagrosa, ésta hizo un último intento para lograr que Danielle la dejase devolver los regalos que, a su parecer, eran demasiadas molestias.
—De verdad no era necesario que te molestaras—insistió Beatrice—. Lo que pasó no fue...
—Ya te lo dije, esos regalos son para ti y no voy a aceptar, bajo ningún concepto, un no por respuesta—la interrumpió Danielle, al igual que había hecho las otras veces.
Resignada, Beatrice le dió las gracias a su nueva amiga, tanto por los regalos como por la experiencia, y bajó del carruaje con ayuda de uno de los criados de su padre, quien se había acercado hasta ellos nada más verlos llegar. En la puerta de la casona la esperaban su padre, y, lamentablemente, también su madre, quién tenía una expresión que no resultaba para nada amigable.
—Vaya, hasta que por fin decides volver, señorita—fue lo primero que le soltó, nada más tenerla cerca—¿Se puede saber dónde estabas, y más importante aún, por qué saliste de casa sin mi autorización y sin la compañía de tu chaperona?
Antes siquiera de que Beatrice hubiera pensado lo que iba a responder, su padre ya lo estaba haciendo por ella:
—Ya te he dicho, mujer, que fui yo quien le dió permiso—dijo el coronel, molesto y como irritado—. Estaba paseando con Danielle, la hija de los Winter, y a ambas las acompañaba la chaperona de ésta. No veo por qué tendría que haber algún problema con eso.
Enrojecida de ira e indignación, la madre de Beatrice respondió en el acto:
—El problema, querido esposo, está en que nadie me notificó que mi hija saldría de la hacienda.
—Es que en realidad no hicimos gran cosa, madre—respondió Beatrice, decidida a defenderse también a sí misma y ayudar a su padre—. Solo fuimos al pueblo a comprar y pasear un poco. Danielle es muy amable, y hasta me ha regalado un par de cosas muy bonitas.
—Y he ahí el segundo gran problema en toda ésta situación—replicó la mujer, tan terca como siempre—. Después de lo que vimos en casa de esas personas el otro día, no me parece que esa chica, ni nadie de su familia, sean una compañía adecuada para ti, Beatrice. Por lo tanto, tienes terminantemente prohibido volver a verla o a hablar con ella.
Antes de que la chica pudiera decir nada para defenderse a sí misma o a su amiga, la mujer dió media vuelta y la dejó con la palabra en la boca y una sensación ácida de lo más incómoda en el pecho. Buscando la ayuda que siempre le brindaba, Beatrice miró a su padre y este le dedicó, como respuesta, una sonrisa de lo más serena que contenía dentro de sí misma un mensaje muy claro: le decía que no se preocupara, pues él se encargaría de hacer que su mujer cambiase de opinión sobre la decisión que acababa de tomar.
Esa noche, fue una de las peores noches para Beatrice desde que llegara a la hacienda. Por un lado, seguía siendo atormentada por las palabras del esclavo vidente, así como por las muchas coincidencias que éstas parecían tener con su sueño recurrente, mientras que, por el otro, no podía dejar de pensar en lo injusta que su madre había sido al arrebatarle la única amiga que había logrado hacer en aquel lugar. Tan estresada se sentía, que la madrugada la sorprendió de pie, mirando sin ver el oscuro paisaje más allá de su ventana abierta de par en par. No tenía ni una pizca de sueño, pero estaba a punto de acostarse cuando, de golpe, recordó el regalo que el esclavo de ojos hipnotizantes le había dado.
Luego de rescatar la pequeña bolsita del escondite que le había asignado, la abrió y se quedó contemplando, embelesada, el puñado de pétalos morados que se parecían tanto a los ojos del esclavo. Cómo siempre le pasaba cuando pensaba en él, se quedó ensimismada analizando el halo de misterio que lo cubría, la amabilidad y la delicadeza con la que había curado sus heridas y, sobre todo, la forma tan profunda e íntima como la miraba. Pensó tanto en él, de hecho, que de pronto sintió unas ganas irrefrenables de verlo, por lo que, sin saber qué pasaría a continuación, vació los pétalos de la bolsita sobre su mano y los apretó con fuerza.
No sabía qué estaba esperando, pero definitivamente no era lo que, al final, terminó sucediendo. Después de unos segundos, comenzó a sentir en su mano un suave y tibio cosquilleo, y ésto le produjo tanta curiosidad, que terminó abriendo su puño para ver qué pasaba. En cuanto lo hizo, una repentina y fresca brisa sopló dentro de la habitación, levantando los pétalos hasta formar un hermoso remolino a su alrededor. Asombrada, Beatrice se quedó mirando aquel maravilloso fenómeno, hasta que los pétalos comenzaron a marchar, en perfecta formación, fuera de la recámara.
Fascinada hasta el punto en que no podía pensar en lo extraño de todo aquello, rápidamente tomó su bata y corrió detrás de los pétalos. En todo aquel escenario, había muchas cosas que no sabía con certeza. No sabía, por ejemplo, cómo o por qué los pétalos de pronto parecían tener vida propia; así mismo, también ignoraba dónde podrían llevarla, o qué le pasaría una vez ahí. De hecho, se había movilizado por una sola y única certeza que, de tan fuerte, la había hecho confiar: y es que, pese a todo, sabía muy bien, dentro de ella, que los pétalos la conducirían hasta el esclavo que en aquellos momentos ocupaba su mente.