DIECIOCHO

1467 Words
Pese a toda la magia que había contemplado en los últimos minutos, Beatrice encontró un pequeño espacio para sorprenderse una vez más. Guiada por la mano del esclavo, se internó en el mismo lugar en el que, aquella vez de su estrepitosa caída, el hombre se había metido para buscar la flor del corazón y curar con ella sus heridas. Pasaron un par de matorrales un tanto molestos, pero cuando por fin los hubieron dejado atrás, se encontraron en un paraíso oculto por completo inesperado, y, por lo tanto, absolutamente maravilloso. Resultó que habían llegado a un prado extenso y hermoso, dónde las estrellas parecían iluminar con especial fuerza, casi igualando la luminosidad de una luna llena en todo su esplendor. El suelo, y prácticamente cualquier lugar donde Beatrice mirase, estaba cubierto en su totalidad por miles, o tal vez millones, de aquellos pétalos morados que parecían desprender, por la razón que fuera, su propia luz. No obstante, nada en aquel lugar era tan inmenso, o tan hermoso, o tan increíble, como el gigantesco árbol apostado justo en medio de aquel espacio. Enorme, robusto y con ramas largas e intrincadas cubiertas hasta la saciedad de aquellos pétalos, el espécimen se alzaba imponente y admirable, como una especie de centinela guardián a cargo de la seguridad y la protección de la magia que cargaba hasta el detalle más mínimo de aquel paraje de ensueño. —¿Qué le parece a mi ama?—preguntó el esclavo, todavía sin soltar la mano de Beatrice o aflojar su agarre—. ¿Le ha gustado? Cansada ya de aquel apelativo tan anti climático para la cómoda atmósfera que poco a poco se había ido instalando entre los dos, Beatrice le dijo: —Me ha encantado todo, pero me gustaría aún más si por fin se decide a llamarme por mi nombre. Estoy más que segura de que usted lo conoce. —Claro, por supuesto que lo conozco, mi ama—respondió el esclavo—. Pero no puedo llamarla así, no puedo usar su nombre. Yo soy su esclavo, usted mi ama y le debo respeto. —¿Y quién dice que llamarme por mi nombre sería faltarme al respeto? —Si yo fuese blanco, tal vez no. Pero soy un esclavo y... —Y aún así te has ganado mi confianza y me has traído hasta aquí—lo interrumpió, mostrando una sonrisa que ni ella misma sabía de dónde había salido, pero que sin embargo le encantaba bastante como la hacía sentir—. Hagamos algo para que estemos cómodos los dos. Cuando estemos así, solos como ahora, tu me llamarás por mi nombre y yo te llamaré por el tuyo... así estaremos en igualdad de condiciones, ¿le parece? Sonriente, el esclavo apenas había comenzado a asentir con la cabeza cuando, de pronto, cambió drásticamente de expresión. —Pero hay un problema, mi...Beatrice. Escuchar su nombre en su voz, aunque fuera de una manera tan tímida y atropellada, hizo que Beatrice le encontrara un nuevo significado, uno mucho más profundo y especial. De cierta forma, fue como si lo hubiera descubierto por primera vez. —¿Cuál es?—preguntó, una vez se hubo recuperado de la sorpresa. —Yo conozco su nombre, pero usted no conoce el mío. Mi nombre real. —Pues ahora que lo dices, tienes razón. Me has picado la curiosidad. Luego de una pausa infinitesimal, el esclavo dijo: —Amadi. Me llamo Amadi. Al igual que había sucedido con su nombre, Beatrice sintió que escuchar el del esclavo era toda una experiencia religiosa, un suceso trascendental que, no sabía por qué, ejercía tal fuerza en ella. Tal vez se debía a que por fin estaba conociendo más al hombre que, en su llegada a la hacienda, se le había hecho tan interesante y cautivador. —Es un nombre precioso—dijo con toda sinceridad, sin siquiera pensar en decir cualquier otra cosa—. Es poco común, pero muy hermoso. —Significa hombre libre en la lengua de mi gente—dijo el esclavo, Amadi, y justo cuando Beatrice estaba por preguntarle por aquella ironía, él decidió contarle por sí solo—. Mi mama me puso ese nombre con la esperanza de que, algún día, pudiera hacer honor a mi nombre y ser libre por fin. Pero ya ve, nací como esclavo y probablemente muera igual. Desolada, Beatrice estaba a punto de darle algunas palabras de aliento cuando, de golpe, se dió cuenta de que en realidad no podía hacer tal cosa, al menos no sin quedar como una mentirosa y una hipócrita. Y es que, ¿cómo podía hablarle a Amadi de esclavitud cuando ella misma no había conocido más que libertad? ¿Cómo podía prometerle que algún día sería libre cuando era su propio padre quien lo mantenía cautivo, y quién nunca lo dejaría ir? Después de pensar aquello se sintió tan desolada y triste, que acertó a cambiar drásticamente de tema. —Muy bien, hechas ya las presentaciones, creo que es hora de ir respondiendo todas mis preguntas—dijo Beatrice, dándose cuenta, conforme hablaba, que pese al cambio de tema sí que se sentía emocionada por develar aquel pequeño gran misterio. Después de todo, por eso era que había ido hasta ahí. Sonriendo, Amadi respondió: —De acuerdo, dígame qué quiere saber primero, y yo responderé. —¡Todo!—exclamó Beatrice, sin poder hacer nada para contenerse—. Quiero saber por qué la flor del corazón es como es, qué hace exactamente, de dónde vino y por qué...¡Quiero saber de ella todo lo que me puedas decir! Tal vez por la complejidad misma de las preguntas que Beatrice acababa de formularle, Amadi se quedó callado durante un buen rato. Ensimismado y con la mirada perdida como si estuviese pensando con detenimiento qué decir a continuación, empezó a pasearse de un lado al otro hasta que, de golpe, se detuvo y dijo: —Supongo que podría comenzar por el principio. —Sería lo más lógico, sí—afirmó Beatrice. Tras una pausa mucho más breve que la anterior, en la que solo le dedicó una rápida mirada al árbol que los contemplaba desde lejos, Amadi comenzó a hablar: —Todo tiene que ver, claro, con los altos. En las leyendas más antiguas de mi gente, me contó mi mama que hay una historia de los primeros hombres, quienes rogaron a los altos para que les bendijeran con un regalo que les permitiera sobrevivir a los horrores de un mundo primitivo...y fue entonces cuando nació el primer brote de la flor del corazón. La madre de todas las plantas. —¿Ha dicho la madre de todas las plantas?—repitió Beatrice—¿O sea que la flor del corazón es la primera de todas las plantas del mundo? —Al menos en la leyenda sí—respondió Amadi. —¿Y qué hace exactamente? —En ella se concentra mucho del poder de los altos—contestó Amadi—. Puede curar cualquier enfermedad, hacer más fuertes habilidades ocultas en la persona que la usa, y puede ayudar a dormir...pero hay un detalle muy importante, y es que nunca se debe usar en beneficio propio. —¿A qué se refiere? —A que la flor fue un regalo, y por lo tanto debe ser usada como eso mismo. Yo puedo usarla con usted, pero si soy yo el que la necesita, alguien más debe brindarme la ayuda con la planta. Luego de semejante avalancha de información, Beatrice tuvo que tomarse un rato bastante largo para procesar de forma correcta todo lo que acababa de escuchar. Si era completamente sincera, tenía que admitir que toda esa historia de los altos y el regalo divino se le hacía un tanto inverosímil, más sin embargo, tenía que tener en cuenta también que ella misma había sido testigo de toda la magia que se había desplegado para llevarla hasta ahí. Fue en ese detalle, justamente, que encontró la inspiración para hacer una nueva pregunta. —¿Y qué hay de los pétalos?—inquirió Beatrice—. ¿Cómo o por qué me trajeron hasta aquí? Extrañamente, con aquella pregunta Amadi se mostró inusualmente nervioso. Comenzó a retorcerse las manos y evitó la mirada de Beatrice durante un buen rato hasta que, al parecer, decidió que no podía seguir haciéndolo. Entonces, la miró fijo y le dijo: —Cuando alguien usa la flor del corazón con otra persona, entre ellos dos se crea una conexión especial que la planta reconoce y recuerda siempre, por lo que pueden usarla como una forma de comunicarse y encontrarse siempre que lo necesitan. —Eso quiere decir... —Sí—la interrumpió Amadi—. Quiere decir que estamos conectados.
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