SEIS

1346 Words
Luego de almorzar, Beatrice mandó preparar un baño infusionado con rosas y claveles, además de algunas de las esencias importadas que su padre le había regalado y que hacían maravillas con la suavidad, el olor y el brillo de su piel. Normalmente no solía esmerarse tanto en su preparación cuando la cita era tan simple como esa, pero dado que aquellas personas serían las únicas con las que podría tener contacto durante su permanencia en la hacienda, estaba dispuesta a impresionarlos como diera lugar. Aunque antes había tenido su pequeña victoria, tal parecía que su madre se había dispuesto a hacérsela pagar de forma inmediata, pues en cuanto salió de la tina, apreció en su habitación una de las criadas de recámara, llevando consigo un vestido de tafetán bordado en seda que, aunque bonito en cierta medida, no era ni de lejos el que ella misma habría elegido para aquella ocasión. No obstante, estaba ya tan acostumbrada a aquellos movimientos de su madre, y se sentía también tan contenta por aquella nueva y pequeña aventura, que ni siquiera le importó. Con una sonrisa, dejó caer sus toallas y permitió que la criada la ayudase a vestir. —Mi señorita se ve hermosa con este vestido—comentó la criada, Laura, poco después, mientras peinaba y arreglaba el cabello de Beatrice—. El color le sienta de maravilla. —¿Tu crees?—preguntó Beatrice, de pronto un poco más cómoda con aquella vestimenta. —Por supuesto, señorita. Ya verá que los deja a todos impresionados. Durante un momento, tal vez como costumbre por todas las veces en que su madre le había reñido por curiosear, Beatrice intentó abstenerse de hacer en voz alta la pregunta que casi de inmediato acudió a ella. Sin embargo, al darse cuenta de que su madre no rondaba por ahí, y que por lo tanto podía darse ciertas libertades, preguntó: —¿Tu conoces a los Winter, Laura? ¿Los conoces o sabes quiénes son? —Pues directamente en realidad no, señorita—respondió la criada, todavía muy atenta a su tarea—. Sin embargo, el otro día estaba en el mercado cuando escuché a una criada de esa hacienda hablar de ellos. —¿Y como son? —Pues según la negra que hablaba, bastante más amables y muy diferentes de otros de por la región. Tal vez porque son extranjeros, se comportan de otra forma. Son cinco. El padre, la madre, una señorita, el hijo mayor y otro muchacho de su edad que al parecer no es familia de sangre, pero vive con ellos vaya a saber Dios porqué. Era tanta la información recibida, y tan poco el tiempo para procesarla, que Beatrice guardó silencio por un par de minutos. Trató de imaginarse, basándose en la descripción que la criada le había dado, a sus nuevos vecinos, pero había algo en todo aquello que le hacía demasiado ruido como para dejarla pensar con claridad. No supo al instante de qué se trataba, más sin embargo poco después terminó descubriéndolo. —¿Has dicho negra?—preguntó—. ¿La criada de los winter era una negra? A través del espejo, Beatrice pudo ver con toda claridad la confusión que sus palabras, y tal vez también su sorpresa, habían causado en el rostro de la criada, quien se tomó su tiempo antes de por fin responder: —Sí señorita, era una negra. —¿Y es que acaso no es eso un poco extraño? —En ésta región no, señorita. No sé cómo sean las cosas en la ciudad, pero aquí los hacendados utilizan a sus esclavos como parte de la servidumbre de la casa, ahorrándose así el incordio de tener que pagar un dinero que bien podrían utilizar para alguna otra cosa. —¿Y qué hacen exactamente las criadas negras? —Pues lo mismo que las demás, pero por obligación, claro está. Preparan la comida, limpian las casonas, atienden a las señoritas...fíjese que incluso hay negras que, cuando paren, son puestas a amamantar a los hijos de sus amas si es que éstas resultan demasiado débiles del parto como para cumplir con sus tareas. Sorprendida hasta niveles insospechados, Beatrice guardó silencio definitivamente y dejó, por fin, que Laura pudiera concentrarse del todo en su tarea. No obstante, pese a la calma que pudiera demostrar su rostro, la verdad es que en su interior acababa de desatarse un auténtico temporal. Desde que tuviera uso de razón, había sido fiel testigo del desprecio que su madre sentía por los esclavos, tal vez por su color de piel, por su posición social...o puede que por ambas cosas, el caso es que nunca, pese a no sentir por ellos el mismo odio que su madre, había creído posible que los esclavos pudieran relacionarse de forma tan cercana con sus amos. Ahora que sabía con lo que estaba a punto de encontrarse, se sentía de lo más ansiosa por presenciar personalmente la reacción de su madre, quien seguramente no tendría más opción que tragarse su repelus para no desairar a sus anfitriones y quedar así como una maleducada de la peor calaña. Cuando se reunió por fin con los demás para esperar que los criados acercaran el carruaje, la sonrisa era tan grande que simplemente no pudo hacer nada para ocultarla, lo que inevitablemente atrajo sobre ella la atención de su madre. —¿Se puede saber por qué razón sonríes con tanta...fuerza, Beatrice?—le preguntó, mientras, a sus espaldas, la arpía de la señorita López no dejaba de lanzarle dagas con los ojos—. No creo que una simple visita a nuestros inesperados vecinos sea motivo de tanta...felicidad. —Permiteme discrepar, madre—replicó Beatrice, cuidando, como siempre, cada una de sus palabras—. Puede que para ti no sea mayor cosa, pero para mí, que últimamente no he hecho sino concentrarme en las clases de la señorita López, representa un más que merecido descanso. Su madre, como siempre que Beatrice se atrevía a contradecirla aunque fuera en una banalidad como aquella, estaba a punto de replicar cuando fue oportunamente interrumpida por la llegada del carruaje, que con sus chirridos de madera y trotar de caballos llegó hasta ellos y se detuvo frente a la casona. —¡Vamos, andando!—gritó entonces el padre de Beatrice, haciéndoles gestos para que se dieran todos un poco de prisa—. No me siento especialmente emocionado por nuestra cita de hoy, pero no por ello pondré en juego mi buen nombre llegando tarde. Durante todo el trayecto, dentro del carruaje se terminó condensando un ambiente de lo más pesado. Por un lado, estaba sobre Beatrice la emoción (aunque ciertamente también el miedo) de ver cómo reaccionaría su madre ante la sorpresa que les aguardaba en la casa de los vecinos, mientras que por el otro tenía que lidiar con las constantes miradas profundamente desagradables de la señorita López, a quien su madre había decidido invitar en calidad de chaperona de la señorita de la familia. El único que no le daba mayor problema era su padre, quien de vez en cuando soltaba uno que otro comentario que no tardaba en morir, preguntándose en voz alta cómo serían los vecinos a los que dentro de poco terminarían conociendo. Cuando por fin el carruaje se detuvo, Beatrice decidió ceder ante su propia curiosidad, y ansiosa por darse un vistazo previo, apartó la cortina y espió un poco de lo que había más allá. La casona era bastante más pequeña que la de su hacienda, pero no por ello menos hermosa. Pintada en colores hermosos y con detalles de muy buen gusto, se encontraba rodeada por un jardín hermosísimo y muy buen cuidado, en el que destacaban no solo los arriates de rosas rojas como la sangre misma, sino el par de esclavos que, la mar de tranquilos, se la pasaban de aquí para allá ultimando detalles. «Que comience la diversión.» pensó Beatrice con malévola satisfacción, justo antes de que su madre decidiera también espiar por la ventana del carruaje.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD