Las lecciones de la señorita López consumieron de tal forma el tiempo y la energía de Beatrice, que dos semanas después de su llegada a la hacienda seguía sin poder darse una pasada por los alrededores tal y como deseaba desde que viera por primera vez aquel extraño e interesante esclavo, a quien además y de cierta forma sentía que debía relacionar con su sueño, que seguía siendo recurrente cada noche sin falta ni alteración alguna. El esclavo en cuestión no aparecía de ninguna forma en aquellas escenas, sin embargo no se trataba de algo físico, sino más bien de una especie de premonición que le indicaba a Beatrice que aquel sujeto era la pieza clave que faltaba en todo aquello.
Por suerte para ella, la distracción de todo aquel embrollo llegó justo a tiempo, una mañana mientras desayunaba junto a sus padres y su institutriz. Como ya venía siendo costumbre, la señorita López había comenzado la reunión con una extensa y detallada historia sobre los muchos y muy notables avances de Beatrice, quien secretamente se sentía satisfecha y hasta un poco impresionada de sí misma, pues no había esperado que su pequeño plan resultase tan bien. Luego, su padre había contado un par de historias, y una vez hubo acabado, se quedaron en total silencio hasta que uno de los sirvientes acudió hasta el coronel.
—Mi señor, le ruego que me disculpe la interrupción—dijo el sirviente, temeroso, como todos, de una reprimenda—. Pero acaba de llegar a la puerta este sobre. Lo ha traído un críado.
Con el ceño ligeramente fruncido, el padre de Beatrice extendió una mano hacia el sirviente antes de decir:
—No estábamos esperando ningún tipo de información sobre nadie, pero supongo que algo importante será. A ver, dámelo.
Sin embargo, cuando se dió cuenta de que el sirviente se mostraba reacio a entregarle el dichoso sobre, perdió la paciencia de un solo golpe y exclamó:
—¡¿Es que estás sordo?! ¡Te he dicho que me des el maldito sobre!
—Lo...lo siento, señor—se excusó el criado, temblando incontrolablemente de pies a cabeza—. Pero...el sobre no está dirigido a usted.
—¿Cómo que el sobre no está dirigido a mi?—exclamó el coronel—. ¿Entonces para quién es? ¿ A quien está dirigido?
—A la señora.
En cuanto escuchó aquello, la madre de Beatrice tomó control total de la situación, apenas un segundo después de haber barrido de su rostro cualquier rastro de la expresión confundida y anonadada que le generó aquella revelación tan abrupta e inesperada. Era obvio que ni ella misma sabía el contenido del sobre, o mucho menos por qué iba dirigido hacia ella y no al señor de la casa, pero como esa era una de las pocas veces en las que lograba ganarle algo de protagonismo a su querido esposo, no estaba dispuesta a dejarlo pasar sin más.
—Ven, dámelo.
Cuando el criado por fin se movió, acercándose a la madre de Beatrice, el coronel, cediendo como tantas otras veces al poder y la efervescencia de su propia furia, dió un poderoso golpe a la mesa con el que sobresaltó a todos. Acto seguido, le increpó a su mujer:
—¿Quién iba a querer comunicarse contigo, mujer? Aquí no conoces a nadie, y ninguna de tus amigas de la ciudad sabe con exactitud nuestra dirección actual como para decir que se trata de una carta por parte de ellas. Más bien dime, ¿de qué se trata todo esto?
—Te puedo asegurar que yo sé lo mismo que tú, querido mío—contestó la mujer, blandiendo frente a los ojos del coronel el sobre que ahora tenía entre sus manos—. Sin embargo, ¿cómo podríamos averiguar un poco más sobre esto si no me digno por fin a abrir el sobre y descubrir lo que lleva dentro de sí?
El suspense que se respiraba en el ambiente era tan denso, que prácticamente se podía tocar. Algo absurdo por demás, pues algo tan banal y corriente como la llegada de una misiva inesperada no tenía por qué excitar a todos de aquella forma. Sin embargo, en un lugar tan apartado del mundo como aquel, dónde nunca pasaba nada ni remotamente interesante, ese tipo de cosas tenían tal efecto. Al final, después de lo que a todos se les antojó una eternidad, la madre de Beatrice abrió el sobre, sacó la carta que contenía y la leyó atentamente y en silencio. Poco después, levantó la mirada y dijo:
—Parece que tenemos vecinos, después de todo.
El primero en reaccionar ante aquello, por su puesto, fue el coronel.
—Claro que no—replicó—. La única hacienda mínimamente cercana está a una hora en carruaje, y lleva deshabitada desde hace mucho tiempo ya.
—Pues según dice aquí, querido esposo, ya no más—afirmó la madre de Beatrice, quien de pronto parecía de lo más encantada con lo que aquella carta contaba—. Por lo que puedo leer, la ha comprado una familia de apellido winter, extranjeros. Unos extranjeros muy amables, pues nos han invitados a todos a tomar el té con ellos esta misma tarde.
Ante la perspectiva de conocer nuevas personas y salir un poco de la monotonía que aquel lugar lanzaba sobre ella, Beatrice se animó un poco; no obstante, decidió no hablar de inmediato. Sabía que esa tarde, como todas, tenía sus clases con la señorita López, y si se apresuraba en mostrar emoción, ésta se encargaría de que su madre denegara la invitación, o cuando menos la convencería de que asistieran todos sin ella. Por eso, decidió atacar por un frente muy distinto.
—Padre, ¿acaso los conoces?—preguntó Beatrice, tratando de hacerse la desinteresada.
El coronel, quien de pronto parecía haber perdido todo el interés por la situación, respondió:
—No, no me suenan de nada.
—¿No crees que sería...no lo sé, interesante conocerlos?—inquirió Beatrice, todavía tanteando el terreno con cuidado para no tropezar—. Después de todo, si serán las únicas personas que tendremos cerca mientras estemos aquí, sería lógico formar amistad. Además, considero que podría ser un tanto maleducado rechazar su invitación sin ninguna excusa plausible.
Antes de que su padre siquiera pudiera abrir la boca para responder, la madre de Beatrice ya estaba interviniendo para, nuevamente, hacerse cargo de la situación.
—Me extraña en grado sumo que creas eso, Beatrice—dijo la mujer—. ¿Ninguna excusa plausible, has dicho? ¿Y es que acaso la delicada salud de tu padre no te parece razón suficiente para rechazar una invitación social a tomar el té?
En lugar de contestar nada, Beatrice hizo de tripas corazón para no sonreír como se moría de ganas por hacerlo. Tal como había previsto, su madre acababa de asegurar, sin darse cuenta, la asistencia de toda la familia a la cita, pues apenas medio segundo después de aquello, el coronel replicó:
—¿Qué dices, mujer? ¡Estoy y siempre he estado fuerte como un roble! Algo tan estúpido como una tarde de té no sería capaz de derribar a nadie, mucho menos a mí, que he peleado incontables batallas en escenarios muchísimo peores que el que pintas.
Visiblemente aturullada, la mujer intentó corregir su error:
—En efecto, en efecto querido mío. Pero eso no es lo que yo...yo no pretendía...
—¡Al diablo con lo que pretendías o no decir!—exclamó el hombre, dando de nuevo un fuerte golpe a la mesa para asegurarse de dejar bien clara su postura—. Soy un hombre, y no voy a permitir que se hable sobre mi capacidad frente a mí como si fuese cosa de burla. Vamos a ir todos, cumpliremos con esa bendita invitación y te demostraré de una buena vez por todas que no soy el maldito lisiado que quieres ver en mí.
En aquella ocasión, Beatrice no pudo hacer nada para evitar que la misma sonrisa de antes se apoderase de su boca. Sin embargo, ésta terminó muriendo poco después, al encontrarse de frente con la fría y airada mirada que su madre le dedicaba por lo bajo. Una mirada que dejaba de lado cualquier palabra.