La señorita López resultó ser, tal y como Beatrice había imaginado, una mujer de lo más desagradable. Anciana, alta y encorvada, con la piel cerosa y arrugada, usaba un vestido de lo más anticuado que desprendía un extraño olor a polvo, como si hubiera estado guardado en un armario durante muchísimos años antes de que ella, en último momento, hubiera decidido sacarlo y ponérselo sin más. No obstante, nada era tan desagradable como su expresión, con esos ojos penetrantes e inyectados en sangre, el ceño profundamente fruncido y la boca convertida en una fina y tirante línea que desdibujaba sus labios resecos y delgados. Cuando su madre las presentó, la institutriz miró sin ningún disimulo a la joven, como quien observa algo desagradable que se ha quedado adherido al dobladillo de su falda.
—De verdad no sabe cuánto le agradezco que haya podido venir con tan poca antelación, y encima tan lejos—dijo la madre de Beatrice, quien en todo aquel tiempo no había hecho sino adular una y otra vez a la recién llegada. Tal parecía que la otra mujer era una especie de celebridad en el mundo de las madres de la sociedad—. Cuando estábamos en la ciudad Beatrice tenía su propia institutriz, pero no pudo mudarse con nosotros y yo...bueno, no quería que mi hija descuidase su educación durante el tiempo que estaremos aquí.
Tras echarle una mirada todavía más profunda y evaluativa a la muchacha, la señorita López se volteó hacia la madre y respondió:
—No se preocupe. Siempre me he sentido muy comprometida con mi trabajo; no importa hasta dónde tenga que ir, siempre y cuando haga mi tarea correcta y satisfactoriamente.
—¡En efecto, en efecto!—suspiró la madre, extasiada con la actitud de la otra—. Dígame, ¿desea instalarse ya o prefiere tomar algo primero?
De inmediato, la institutriz respondió:
—De hecho, si la señora me lo permite, quisiera comenzar las lecciones cuanto antes. Necesito ponerme al corriente con la señorita para poder establecer nuestro ritmo de trabajo.
Cada vez más encantada con la eficiencia de aquel personaje, la madre de Beatrice se deshizo en halagos antes de llamar a una de las esclavas que ayudaban a la servidumbre dentro de la casona, para que esta cargara con el equipaje de la señorita López hasta la que sería, a partir de aquel momento, su nueva habitación. Cuando Lola, una negra pequeña y con curvas, había desaparecido escaleras arriba, la madre de Beatrice comentó:
—Disculpará usted que me vea en la penosa obligación de ponerla cerca de ese tipo de...personajes. Lamentablemente contamos con muy poco personal aceptable, por lo que a veces me veo obligada a echar mano de los esclavos mientras que mi esposo se digna a contratar más criados para poder recluir a los negros donde pertenecen: lo más lejos posible de nosotros.
Por primera vez desde que había llegado, la institutriz mostró lo más parecido a una sonrisa que parecía capaz de componer. Sin embargo, lejos de ser aquel un gesto bonito o amigable, no hizo sino acentuar aún más su aspecto malévolo y calculador. Beatrice estaba tan concentrada observando aquella terrible escena, que por poco se pierde las siguientes palabras de su nueva profesora:
—No se preocupe por eso, mi señora, pues yo misma también me he visto a veces en la terrible obligación de tratar con esas escorias. Más bien, si no le molesta, ¿por qué no me enseña mi lugar de trabajo? Cómo le dije antes, quisiera empezar cuánto antes con las clases de la señorita Montés.
El lugar de trabajo para la nueva institutriz resultó ser, para desgracia de la pobre Beatrice, una de las habitaciones en desuso de la última y más alejada planta de la casona, dónde a duras penas y llegaba un mustio rayo de sol que ni siquiera lograba calentar nada. Ella, que había estado abrigando la secreta esperanza de que sus lecciones pudieran desarrollarse en el balcón, se sintió profundamente decepcionada. Desde aquella noche no había podido parar de pensar en el esclavo de ojos hipnóticos, más sin embargo cuando entró en la habitación seguida de la señorita López, y vio la rapidez con la que la servidumbre había acondicionado el espacio, hizo un espacio en su mente para el asombro.
—Cuida tu postura, niña.
Antes de que Beatrice pudiera terminar de procesar lo que aquellas palabras significaban, recibió en la amplitud de su espalda un repentino golpe, que a pesar de ser amortiguado por el vestido y su corset, estuvo tan fuerte que casi logró hacerla caer sobre sus rodillas. Cuando se volteó hacia su institutriz, se dió cuenta que ésta había sacado como de la nada una larga y delgada varilla de madera que parecía ser su instrumento principal de enseñanza.
—¿Se puede saber a usted que le sucede?—preguntó Beatrice, airada y ciertamente humillada, pero tratando por todos los medios de retener las lágrimas que pugnaban por salir despedidas de sus ojos—¿Por qué me golpea de esa forma?
Sin un asomo de arrepentimiento o vergüenza en su feo rostro, la mujer alzó hacia Beatrice la barbilla con bastante altanería antes de responder:
—Te lo merecías. Cuida tus modales y no tendrás más problemas. Descuídate y recibirás los castigos necesarios para que aprendas la lección.
—Discúlpeme, mi señora, pero usted no tiene derecho a...
—Soy tu institutriz, y mientras estés a mi cargo, tendré la potestad de reprenderte como mejor me parezca—la interrumpió la mujer—. Poseo en mi amplia carrera un intachable récord de señoritas perfectamente educadas gracias a mis métodos, y no voy a permitir que tú lo dañes.
—Pero...
—Y ni siquiera pienses en decirle algo a tu madre—siguió diciendo la malvada institutriz—. Será tu palabra contra la mía, y te aseguro que contra mi palabra nada ni nadie puede.
Molesta, Beatrice se tragó con fuerza y amargura las furibundas réplicas que de inmediato acudieron a su boca. Nunca, en toda su vida, le había tocado una institutriz como aquella. Su madre siempre se había asegurado de brindarle la mejor educación, y ella, como la dama innata que era, nunca había tenido ningún tipo de problema con sus instructoras. Todas, sin excepción y sin necesidad de coordinarse, habían dado de ella la misma reseña: una joven inteligente, elegante por demás y muy entregada a sus tareas. No obstante, parecía haber encontrado la excepción a la regla, pero no por ello iba a dejarse amilanar. Si la mujer creía que ella era una descarrilada que necesitaba de mano dura y una educación mucho más estricta que la que había recibido hasta el momento, no pensaba contradecirla.
En silencio, mientras se preparaba concienzudamente para su primera clase de bordado, Beatrice se prometió a sí misma ser la mejor alumna que aquella mujer del demonio había tenido jamás. Sería la más educada, la más diligente y por su puesto la más respetuosa de todas. ¿Y si se equivocaba? Lo aceptaría con toda la humildad del mundo antes de proceder a corregir su error y mejorar para no volver a caer en las mismas. Todo ello, por puesto, no porque pensara que debía probarle nada a aquella mujer, porque en definitiva no sentía ningún deseo de ganarse la aprobación de su nueva y malvada institutriz, quien seguramente tampoco estaría muy inclinada a dársela así sin más. No, claro que no. Si se acababa de prometer a sí misma todo aquello, era única y exclusivamente porque se sentía profundamente segura de su decisión: y es que nunca, bajo ningún concepto, iba a permitir que aquella arpía del demonio tuviera la oportunidad de volver a ponerle, de la forma que fuera, una mano encima.